domingo, 31 de octubre de 2010

Reflexión sobre los difuntos

Estos días rendimos tributo a los difuntos.  La vorágine de ocupaciones diarias en las que todos nos vemos inmersos en esta loca sociedad del XXI, en la que dependemos más que nunca de una agenda (en mi caso física, en otros eso de la “agenda” es una poderosa excusa para eludir compromisos) aconseja designar en el calendario un día para que no se nos olvide tal o cual cosa: el día de la mujer trabajadora; el día sin humo; el día sin coches; el día de los enamorados o como hoy, el día de los difuntos.
    Desde hace tiempo, tiendo a aplicar a mi propia existencia los apelativos externos que solemos utilizar para referirnos a cosas aparentemente ajenas, en este caso tan ajenas y lejanas como los difuntos. Es algo que les aconsejo vivamente porque ayuda a eso que llaman “descontextualizar”, de lo que tanto se quejan los políticos de lengua larga cuando se refieren a sus propias frases. De esta forma, esos conceptos intencionadamente distantes adquieren una inusitada cercanía que da mucho que pensar, porque nosotros también seremos difuntos algún día. Ramoncín (el rey del pollo frito) dijo en cierta ocasión que somos una especie de muertos que estamos setenta u ochenta años de vacaciones. En efecto, cuando ese asueto finalice -cuando hayamos muerto- , todos nos convertiremos en “seres queridos”, expresión que,  con su dramática carga de eufemismo, es finalmente algo que muchos no lograron en vida. Nuestra  tenue morada etérea será solo el recuerdo más o menos acusado de nuestros allegados y deudos, a quienes contemplaremos siempre de frente desde las distintas ultratumbas que ofrecerá una dimensión inconcebible hecha de purgatorios subjetivos: anhelantes al otro lado de la lápida cual espejo de Alicia; desde el lóbrego interior de una urna o desde las aguas donde un día arrojaron nuestras cenizas como una siembra extensiva de diminutas motas de olvido. Estaremos a un tiempo muy cerca y muy lejos, seremos ánimas expectantes en todos los reversos inescrutables de la realidad física, uno espectros tristes que añoran el dulce protagonismo de la vida sin posibilidad de intervenir, como un malabarista que ha perdido las manos sin darle tiempo a ejecutar su mejor número. Hasta que el recuerdo de nuestra existencia comience a desdibujarse y a perder los contornos de sentimiento en los que quedaron aquí. Entonces, perdido el último afecto, mutaremos de nuevo para ser solo  un letrero dorado extraviado en la inmensidad quieta del camposanto,  un recordatorio con ribete negro, tal vez fotografía arrumbada entre la incómoda estrechez de las páginas de un viejo álbum; un perfecto desconocido para una generación extraña que no fue coetánea de nadie vivo en nuestra época... Este es el concepto universalmente admitido de difunto. Pero etimológicamente, difunto viene del latín defunctus, que significa “el que está retirado de sus funciones”, es decir, algo así como jubilado. Los romanos empleaban el término difunto en este sentido positivo para referirse a quien ha terminado (y hasta con júbilo) una función social, pero que todavía anda entre nosotros. La sociedad actual, poco amiga de las medias tintas, desde hace mucho tiempo ha identificado difunto con finado, es decir, que ha terminado del todo. Fiambre, en otras palabras.
   Pero recuperando la acepción prístina del concepto de difunto, podemos enconarnos con infinidad de funciones desarrolladas y terminadas por una persona sin que necesariamente repose en una tumba: por ejemplo, además de los jubilados o prejubilados de su ocupación laboral, hay muchos difuntos y difuntas del matrimonio. Los enfermos son una especie de difuntos de la salud; e incluso existen difuntos de la bolsa y los fondos de renta variable (en los que ya no ejercen por imposibilidad manifiesta).
   Si engarzamos estas tipologías de difuntos con las tradiciones al uso en un día como hoy, no sería descabellado compartir unas horas con el conocido enfermo. Comer unos buñuelos de viento y compartir huesos de santo con el compañero jubilado. Llevar unas flores a la vecina de arriba (difunta de la amistad desde aquello del bajante) o, en el paroxismo de esta celebración de difuntos de amplio espectro que les propongo, dormir esta noche con nuestra ex-mujer, como hacen en México con los difuntos-difuntos.


lunes, 25 de octubre de 2010

Consorcios y Fundaciones

Los últimos dictámenes de jurados que afectan a pretensiones de nuestra Comunidad han determinado que la Universidad de Extremadura no será  nombrada  Campus de Excelencia Internacional, ni Cáceres lucirá tampoco el título de Capital Europea de la Cultura en 2016 tras el fracaso del primer corte, planteándose ahora los responsables de la candidatura  el reto de concursar de nuevo para obtener el de Ciudad de la Ciencia y la Innovación. Pasaron definitivamente los tiempos en los que era suficiente lucir en el escudo de la ciudad aquello de “muy noble y muy leal”. El origen de estos vahídos de titulitis que aquejan con fuerza actualmente a algunas poblaciones parece claro que está en los dineros que se obtendrían  tras (o durante) la consecución del objetivo. En una época de crisis como la que padecemos donde es tremendamente difícil la generación de recursos propios para acometer cambios urbanísticos y de infraestructuras que permitan dar importantes saltos cualitativos en el diseño de futuro de una ciudad, se comprende que es tentadora la pretensión de conseguir todo esto por la vía rápida, merced a ostentar la sede de un importante evento nacional o internacional que atraiga inversiones y visitas, en cantidad impensable de otro modo. Eso está ocurriendo en el caso de Cáceres; da la impresión de que todo pasa por el logro frenético del maná de un nombramiento, sea el que sea, creando y disolviendo organismos temporales al son de proyectos presentados y fiascos recibidos (aprendizaje por “ensayo y error” llamaban a esto en la facultad de Psicología).
      No son pocas ya las voces que abogan por la creación, con carácter estable y permanente, de una verdadera Fundación que sea ajena a los vaivenes y caprichos políticos que puedan surgir en  cada legislatura. Está muy claro que en Cáceres esa fundación tendría como centro de actuación la conservación de la Ciudad Monumental que es, hoy por hoy, el sustento del único y verdadero título que podemos lucir: “Ciudad Patrimonio de la Humanidad”. Las ciudades integrantes de este grupo siguen siendo privilegiadas habas contadas. Cabe preguntarse: ¿se ha explotado suficientemente este nombramiento desde 1986 para lograr las excelencias diversas que catapultarían a Cáceres a lugares apetecidos en lo que respecta a turismo y cultura?  Me temo que no, a pesar de que la Concejalía de Turismo actual es de las mejores que hemos visto en los últimos lustros. En general, nos hemos limitado a lucir simplemente el título, como esos médicos mediocres que lo exponen, en color crecientemente sepia, en el centro de la sala de espera de su consulta. Sinceramente, hasta dudo de que hicieran falta más títulos y de que sean necesarios consorcios específicos cada vez que se plantea la obtención de algún evento para la ciudad mediante concurso.
     La creación de una fundación (o patronato, o comisión, el nombre es lo de menos) con intervención de distintos estamentos y administraciones, que velara por la correcta conservación y gestión del legado histórico cacereño, descargaría  de responsabilidad al ayuntamiento de turno por su carácter técnico e interdisciplinar, pues la complejidad de las variables que intervienen en un centro histórico de este calibre suele desbordar los limitados recursos y competencias municipales. Podrían además eliminarse esas curiosas trifulcas administrativas que se dan actualmente: ¡no se sabe de quién es competencia arreglasr las murallas!. De esta fundación permanente en el tiempo, con suficiente autonomía técnica y con los fondos económicos que ahora se aprueban fragmentariamente para intentar conseguir acontecimientos aislados, podrían emanar perfectamente cuantos proyectos consensuados e iniciativas se tomaran en el futuro con el fin de afianzar las expectativas culturales y de vanguardia que se pretenden. Eso significa, entre otras cosas, ser Patrimonio de la Humanidad. Solo hay que tener voluntad política y vencer la pereza partidista.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los morritos de Pajín

Una cosa es que a alguien se le escape una apreciación privada o más o menos íntima a un interlocutor cercano cuando cree que está cerrado el micrófono, pero sin ánimo de hacer partícipe a la concurrencia, como le pasó, por ejemplo, a Esperanza Aguirre con aquello del "hijoputa", o cuando trascendió que a Zapatero le hacía falta un hervor en economía con aquellas famosas "dos tardes" que necesitaba para ponerse al día.
   Pero otras veces el desliz no es tal, porque se trata de una frase o argumentación emitida perfectamente consciente de la apertura de micrófonos y del regocijo que tales palabras (como las del señor León de la Riva, alcalde de Valladolid) van a causar en su auditorio, en este caso, de un grupo de acólitos y lameculos especialistas en reir las gracias del alcalde como si de seguidores de Hugo Chávez se tratara. Ante las burlas inadmisibles en fondo y forma vertidas sobre una persona, en este caso mujer, y que ha cosechado la repulsa de las féminas de su propia formación política, no cabe sencillamente decir ahora como si tal cosa que han sido unas declaraciones "desafortunadas". Por esa regla de tres podría abrirse peligrosamente la veda del insulto y comenzar todos -con perdón- a cagarnos en los muertos de todo quisqui amparándonos en esa coletilla del infortunio en la expresión. Ya está suficientemente deteriorada la imagen de los políticos. No. Actitudes que no se llevan hace mucho tiempo y que ha costado superar no pueden estar de forma permanente (como parece que es el caso de este sujeto) en el repertirio verbal de un servidor del pueblo. Fuera.

jueves, 21 de octubre de 2010

Mineros y marinos

     Contemplando las imágenes festivas del rescate de los mineros chilenos y el radiante encuentro con sus familias, uno no puede por menos que acordarse de otros episodios donde los interesados no tuvieron la misma suerte. Al contrario de lo que ha ocurrido con los supervivientes de Atacama, con un país paralizado y volcado en su rescate sin escatimar plata ni ayuda internacional, aquellos desdichados 108 marinos rusos perecieron hace diez años en el interior del submarino Kursk a cien metros de profundidad en las heladas aguas del mar de Barents. Si recuerdan, las autoridades rusas, lejos de iniciar de inmediato el rescate, cuando todavía estaban los tripulantes con vida, silenciaron el accidente tanto a la opinión pública como a sus familiares, y rechazaron la ayuda  que les ofrecieron Noruega y el Reino Unido. Por lo visto eran más valiosos los secretos nucleares que transportaba el K-141 que aquellas vidas malditas que se fueron apagando lentamente dentro de un ataúd de acero en la soledad del Polo Norte  mientras los golpes que los supervivientes daban en el casco se hacían cada vez más imperceptibles.
   Esto da pie a pensar si el valor de la vida humana es distinto dependiendo de la latitud geográfica donde se ha nacido, porque todos sabemos también cómo son los rescates “a la rusa” en caso de secuestros masivos o revueltas separatistas en los que las fuerzas de intervención no se paran a considerar las víctimas inocentes caídas por fuego amigo, con tal de aniquilar a sus oponentes. Aun admitiendo la diferente naturaleza de estos dos sucesos, en ambos casos debió ser lo primero pensar en salvar vidas. Chile ha dado al mundo un majestuoso ejemplo de humanidad, nobleza y patriotismo al implicarse en este rescate como prioridad nacional, al grito de “¡Chi-chi-chi, le-le-le!” y ha conseguido, merced a la televisión, que cientos de millones de habitantes de este planeta conozcan ahora mejor a ese lejano país estrechito y largo.  La luz fulgurante que intuían los mineros a medida que emergían de la tiniebla de su encierro ha borrado definitivamente a los ojos del mundo  la oscura sombra que el espectro de Augusto Pinochet todavía proyectaba sobre el conocimiento del país andino. Mientras, a los familiares de los marinos del Kursk, cuyo silencio fue comprado por el Kremlin, solo les queda depositar a escondidas, en cada aniversario, unas flores en el monumento levantado en San Petersburgo para honrar una memoria manipulada y falsa.