viernes, 31 de diciembre de 2010

Hasta siempre, CNN Plus


     Hace tres días hablaba en este espacio de que las noticias reales tendían a superar a las inocentadas, y este fenómeno ha sido causa del abandono de esta tradición. Muchos creyeron el 28 de diciembre que la sustitución en el canal de TDT que ocupaba CNN+ por “Gran Hermano 24horas” de Tele5 era una inocentada. Pero la realidad supera una vez más al más ingenioso intento de hacernos sonreír. Y en este caso no es precisamente una sonrisa la que se nos ha quedado en la cara, sino una mueca incrédula que delata nuestro estupor ante el alto  grado de emputecimiento al que está llegando nuestra sociedad. Por fin teníamos un canal televisivo que podíamos sintonizar sin miedo a sesgos informativos, un espacio de análisis de la actualidad con los mejores expertos. En él encontramos amplia cobertura profesional a cualquier tema informativo durante todo el día sin tener que esperar a boletines o telediarios al uso; recuerdo ahora aquella larga tarde ante el televisor el 11M dedicadas a informar y no a adelantar conjeturas sobre la autoría que después se demostraron falsas, como hicieron otras cadenas.
     Que un medio informativo de estas características sea ruinoso económicamente, y que otro que se dedica a explotar el morbo, el sensacionalismo y el escándalo consiga unas audiencias inalcanzables no es que sea un síntoma preocupante: es el certificado fehaciente de un cáncer social para el que tampoco se conoce antídoto. Que masas ingentes de televidentes renuncien a estar informados y persigan anhelantemente la ocasión de ver algún culo es el reflejo exacto de un estrepitoso fracaso. Esos incómodos fracasos imposibles de mitigar porque no se puede echar la culpa a alguien específico. Esos desagradables fracasos que nunca son del todo ajenos y en los que siempre tenemos algo que ver. Cabría esperar de una sociedad avanzada espacios informativos cada vez mayores para la crítica, el saber o la cultura. Pero hemos de dudar de ese avance ante el éxito final de la telemierda. Todo esto está pasando, lo estás viendo. Hasta siempre, CNN +

martes, 28 de diciembre de 2010

La inocentada del siglo


    
     De un tiempo a esta parte, observo, se ha perdido casi por completo la costumbre de insertar alguna inocentada en los periódicos, abandonándose una tradición que marcaba el calendario tal día como hoy. Creo que la razón es sencilla: las noticias de verdad cada vez se iban pareciendo más a las rebuscadas bromas de antaño, con lo cual se perdió el efecto pretendido. O si no, lean: “la OCDE considera insuficiente la edad de 67 años para la jubilación en España, que debía ser al menos de 70 años para garantizar el sistema a medio plazo”. O bien: "el recibo de la luz subirá un 10% el próximo año mientras la renta per cápita se reduce un 5%".
   La cruda y real verdad es que hemos venido padeciendo una inocentada permanente desde hace algunos lustros, como si el cómputo del tiempo estuviera guiado por extraños calendarios donde todos los días eran 28 de diciembre. El llamado “estado del bienestar” ha sido la inocentada del siglo; un artificio cruel que ha necesitado más de una generación para caer en el desengaño, donde hemos saboreado efímeras mieles antes de sustentarnos solo con las hieles desnudas de la realidad. La opción de los gobiernos occidentales de prometer beneficios futuros a cambio de  votos presentes ha dado resultado solo durante cierto tiempo, mientras parecía sostenerse, en efecto, una sociedad idílica con sus necesidades presentes y futuras cubiertas; el tiempo necesario para que comenzaran a llegar a sus máximos sostenibles los sistemas inflados artificialmente al amparo de lo irreal. Y, claro, con los pinchazos en cadena de todo tipo de burbujas hemos vuelto traumáticamente a esa realidad latente y temida que ahora empezamos a padecer. Se comenzó por la burbuja tecnológica que hundió el Nasdaq como preludio del crack del sistema financiero internacional en el que estamos inmersos, con algunas otras explosiones colaterales, como la inmobiliaria en España. El fin del engaño se llama ahora “reformas estructurales”. Con legiones de parados y pobres, comienzan a hacer “puf” todos los demás sistemas que atendían los enormes gastos sociales generados porque no hay ya ingresos para sostenerlos, como las pensiones futuras. Los funcionarios serán menos y con menos salario. Trabajaremos más tiempo, cobraremos menos jubilación; los universitarios volverán a ser quienes eran antes: los ricos (en Reino Unido ya han triplicado las tasas académicas, y por el mismo camino va Italia). Los parados se quedan sin prórroga. La sanidad y otros servicios entrarán en un proceso irreversible de privatización (ya hemos empezado por los aeropuertos). Y futuros gobernantes adelantan ya, como si tal cosa, que sus medidas “no le gustarán a nadie”. Países como Grecia, que engañaron en las cuentas para entrar en la élite, ven retroceder ahora treinta años sus logros sociales para no ahogarse en el lodo de la bancarrota… Me gustaba coger un periódico el 28 de diciembre cuando decía que la torre de Pisa se había caído. Asocio aquella sonrisa benévola a tiempos crédulos y apacibles.
    

viernes, 24 de diciembre de 2010

Evocación navideña

    El infante ascendía por la cuesta empedrada dando grandes zancadas y balanceando la cabeza acompasadamente para ayudar a llevar en una mano la pesada cartera de cuero, ya ajado y ennegrecido por ser heredada de su hermano mayor. La otra mano igualmente entumecida por el frío descansaba en el bolsillo, aprietando la canica de barro que casualmente allí encontró. No era una disposición de los miembros muy apropiada para el avance y, además, al doblar la esquina de la Casa del Sol fue azotado inmisericordemente por el viento gélido y potente de diciembre que siempre se enseñoreaba en esta época de la plazuela; pero impertérrito, el niño continuó su marcha entrecerrando los ojos y agachando la cabeza para, inclinándose hacia delante, adoptar una posición más aerodinámica en la que tan solo las orejas sembradas de sabañones se constituían en potente estorbo para aquel menester. El familiar rebato de las campanas de San Mateo, cuyos peculiares sones permanecían en el ambiente unos instantes, como suspendidos hasta la siguiente campanada, saludaron ya en el alto la visión de las acacias que guardaban su casa, adonde llegó al fin cruzando el portalón permanentemente oscuro. Había sido el ultimo día de clase antes de las vacaciones navideñas: clases de monotonía cantarina, recreos de “pase misí” y desayunos a deshoras con la última leche en polvo americana. Parvulario de calzonas eternas con retratos de Juan XXIII en los pasillos. Visiones impactantes en los grabados de Historia Sagrada y glorias imperiales. Misas interminables en latín que el cura –con coronilla- mascullaba de espaldas.
     Dejó la cartera en cualquier sitio. Y se acomodó con fruición en la camilla de la cocina al amparo meloso del brasero de picón, ahora pujante y agresivo porque alguien había echado una “firma” con la badila. Su pijama se calentaba en la alambrera. Genial. ¿Qué preocupaciones pueden permitirse y conseguir perturbar la mente de un niño? Ninguna. Al día siguiente saboreó bajo las mantas la placentera prórroga de sueño que supone no levantarse a la hora habitual, con  éxtasis añadido en el duermevela. Vagamente llegaba a la alcoba  la musiquilla del primer diario hablado de Radio Nacional de España; después, el inconfundible soniquete de los niños del colegio de San Ildefonso al cantar los números. No cabía ninguna duda de que era Navidad. Con sabañones y sin televisión, pero Navidad. Y había que hacer el belén, poner el corcho y el musgo de todos los años, buscar el pozo, las ovejas y el pastor manco, la lavandera y el Niño Jesús que nunca aparecía entre la paja que protegía las figuras. Buscaría en el desván la pandereta e intentaría portarse muy bien, porque los Reyes estaban de camino y el triciclo de madera, ya roto.
   Hoy he vuelto a escuchar, cuarenta y cinco años después, las mismas campanas de San Mateo. El viento suena exactamente igual. Me he sorprendido a mí mismo entrecerrando los ojos, pero ya no están las acacias junto al portalón, y aquel niño debe estar muy escondido en algún recóndito lugar de la corteza cerebral. Sin embargo, todos los años le brindo la oportunidad de salir y de infundir una pequeña dosis de ilusión y de inocencia, por aquello de las preocupaciones. El sabor del mazapán me transporta en el tiempo como una máquina de Isaac Asimov. Inténtenlo también ustedes. Y Feliz Navidad.

martes, 21 de diciembre de 2010

Ni oficio ni beneficio

     Pasaron definitivamente los años dorados en los que una de las preguntas más socorridas para afrontar un intento de ligue en la discoteca o a la salida del cine era aquel trillado: ¿estudias o trabajas? Y dependiendo de la respuesta, uno podía acomodar el curso de la conversación hacia los derroteros adecuados, pues todos, invariablemente, estudiábamos o trabajábamos. Se daba por hecho que, a falta de recursos o dotes intelectuales suficientes para continuar en el sistema educativo, buscarse pronto las habichuelas era una prioridad ineludible. Crecimos en aquella convicción inquebrantable y recuerdo ahora infinidad de amigos o conocidos de ambos sexos que, una vez fuera de las aulas, eran desde muy jóvenes aprendices, recaderos, dependientas o chachas. No es este el mejor espacio para hacer un  análisis sociológico exhaustivo de por qué se ha producido una reversión tan drástica en la realidad juvenil de nuestro país. Varios datos estadísticos publicados recientemente deben hacernos reflexionar seriamente. Por un lado, las cifras del informe PISA para los países de la OCDE nos sitúan en los últimos lugares en el ranking que evalúa el índice de fracaso escolar. Consecuencia de lo anterior es un  dramático 35% de abandono educativo, que a su vez se traduce en un 15% de jóvenes sin trabajo ni estudios: más de 750.000 personas de 18 a 34 años, que teóricamente deberían engrosar las filas de un esperanzador tejido productivo o de profesionales de alta cualificación en formación, dependen todavía económicamente de sus padres, con una absoluta falta de motivación para encarar su futuro. Es la llamada “generación ni-ni”, cuya tendencia va en fatal escalada.
     Para explicar esto se han buscado las excusas de los inmigrantes o la crisis, cuando estamos ante un fenómeno muy anterior a la irrupción de estos factores. Parece claro que esta generación ha medrado sustancialmente en la época de vacas gordas y ha crecido cómodamente con mesa puesta y ropa doblada en el armario. La perspectiva de irse de casa y no gozar del nivel de vida disfrutado hasta ese momento hace a muchos jóvenes mostrar un rechazo frontal tanto al mileurismo como a continuar con una formación que no gozará de reconocimiento en muchos casos. Pasar de caballo a burro siempre fue incómodo. Y echar la culpa de esta situación a “la sociedad” para diluir responsabilidades es un recurso demasiado fácil. La culpa es nuestra, de la generación “pre ni-ni” y del sistema que nosotros mismos compusimos: siempre creímos en un mundo mejor para ellos y anticipamos en casa un estilo de vida con satisfacciones sin esfuerzo que ahora chocan frontalmente con dificultades impensables fuera de casa. Cuando esa visión se resquebraja (porque tienen pocas expectativas, tendrán ocupaciones más precarias, trabajarán más años y con menos pensiones), es ya tarde para decirles que dejen de coger nuestro coche y fumarse nuestro tabaco. Y para los gobiernos, que se han visto abocados a abortar el soñado “estado del bienestar” antes de disfrutarlo como es debido, es igualmente difícil enderezar con leyes tendencias sociales torcidas. Los jóvenes que no estudian ni trabajan, afortunadamente no son todos. Pero los veo mal.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Celtas sin boquilla



Paseo de Cánovas. Cáceres. Enero 2010

          La primavera, dueña absoluta del parque, había vestido los jardines con las galas encendidas del color. Caléndulas y rosas, petunias y pensamientos dirimían sus antiguas diferencias cromáticas bajo la protección fresca de una arboleda rejuvenecida, como si las hojas, recién estrenadas un año más, proclamaran a los cuatro vientos su condición de elixir de eterna juventud haciendo olvidar a la concurrencia vegetal el resto de decadencias estacionales olvidadas. En aquel entonces yo era absolutamente ajeno a eclosiones florales, aromas sugerentes y demás melindres primaverales. Si algo me gustaba de esta estación era la proximidad largamente esperada del final de curso y el aligeramiento de ropa de las chicas, que tímidamente dejaban ver sus blancas desnudeces, ávidas de teñirse pronto del broceado ufano que al parecer era signo claro de primacía y poderío, para jugar con una cierta ventaja en las canchas desenfadadas del estío. Así que sentado en un banco (de aquellos bancos metálicos pintados de verde que imitaban ramas, con el asiento de tablas), creo que con mi carpeta y mis libros al lado, inspeccionaba ausente el devenir del parque, no recuerdo ya en espera de qué o quién. Acertó a pasar por allí uno de estos especimenes que formaban parte todavía el paisaje urbano, sobre todo en las presurosas horas punta del café mañanero, pero que hoy engrosan las filas de empleos en peligro claro de extinción: un limpiabotas, con su caja de betunes solariega, su marcada condición calé y sus andares broncos, tal vez agudizados por la postura acuclillada propia de su faena.
No esperaba que se dirigiera a mi modesta persona, muy alejada todavía de las edades y portes proclives al desempeño de su función; sin embargo, debería atravesar por un mal día, ya que situándose frente a mi banco, me espetó el característico reto “¿limpia?”. Negué con la cabeza. Insistió, señalando mis zapatos, realmente necesitados. Volví a negar, fingiendo mayor vehemencia. Entonces me pidió un cigarro y en mi inocencia adolescente vi la forma de concluir aquel incómodo acoso; era un celtas corto, pero el “limpia” agradeció el gesto manifestándome su intención de pasarme el cepillo en correspondencia. Y no pude negarme por tercera vez, a diferencia de San Pedro, contemplando preocupado su trajín sobre el taburete y el empleo de sus cremas y energías durante un buen rato. Y ahora el otro pie, flanqueado por una curtida sota de espadas y el tres de bastos.
Yo miraba a uno y otro lado en busca de una ayuda en forma de excusa que me permitiera salir pitando ante aquella más que sospechosa demostración de generosidad. Nunca en mi vida había tenido los zapatos tan limpios, ni siquiera la víspera de Reyes, en la que en casa acostumbrábamos a dejar junto al balcón un reluciente ejemplar que a buen seguro no luciría el maquillaje deslumbrante del betún hasta otro año. Mis crecientes sospechas ya se transformaron en certeza desnuda cuando de su caja extrajo con una naturalidad que se me antojó hiriente uno de aquellos protectores para la suela, como una exigua  herradura que refrendaba mi mansedumbre, que procedió a clavetear en la puntera con un pequeño martillo. Tragué saliva, tratando de buscar la mejor forma de manifestar a mi obstinado oponente que no llevaba encima ni un céntimo de las antiguas pesetas, vigentes a la sazón. La paga semanal de estudiante daba si acaso para el cine y las pipas, no para aquella licencia de señorito de Jarrapellejos. Cuando me pidió el otro pie, antes de que se consumara en su totalidad aquel episodio de resultado incierto, conseguí expresar mi condición menesterosa con un balbuceante “no tengo dinero” que me salió con un hilo de voz. Jamás olvidaré aquella espeluznante mirada gitana ni la sensación de congoja de ida y vuelta que pareció recorrerme de arriba a abajo hasta los genitales, que querían pugnar por hacer realidad aquella expresión alusiva a la corbata, hasta entonces metafórica.
     Entre mil y una maldiciones, mientras con unas tenazas me extraía los clavos de la herradura, creí nacer a un mundo truculento y engañoso; tasé entonces en su justa medida el valor de un celta corto y cada clavo que me sacaba el gitano era como si destapara un agujero por el que comenzó a fluir en forma de despertar una enseñanza inestimable en la primavera de la vida.

(De mi libro El pez colorao)

martes, 14 de diciembre de 2010

Un antes y un después

    Todavía ignoro si a nuestra generación le está tocando realmente vivir todos los marrones planetarios como una maldición bíblica omitida en los libros sagrados o es que nos están llevando al huerto haciéndonos creer en la misión, también profética, de enderezar  los rumbos torcidos de la Historia. Me explico: cuando cayó el muro de Berlín, en 1989, la opinión pública mundial comenzó a airear aquello de que habría un antes y un después de este suceso. Y, en efecto, fuimos inevitables espectadores de un cambio drástico en la situación geopolítica mundial con el fin de la guerra fría y del mundo bipolar. El derrumbe de la URSS hizo emerger como potencia hegemónica y justiciera con oscuros intereses a los Estados Unidos, como se vio de inmediato en la Guerra del Golfo. Pero hete aquí que llega el 11 de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas, como cabía esperar, y con renovados tintes apocalípticos, marca un nuevo antes y un nuevo después, donde la omnipotencia americana recién estrenada se resquebraja;  y asistimos a la deslocalización de las tensiones islámicas y a la aparición de inéditas guerras psicológicas globales sin un territorio específico donde librarse, cosa que no ocurría antes.  Esa barbarie ambulante nos salpicó aquí el 11-M brutalmente. El mundo ya no es el mismo, es cierto. Malamente recuperados de estos cambios perniciosos, llega la crisis económica, que los gurús del gremio se apresuran a calificar como la peor desde la Gran Depresión y que, claro, marcará un antes y un después. Pero bueno; ¿qué hemos hecho para merecer esto? Todo apunta a que tras la crisis (cuyos tentáculos están abarcando más espacios de los previstos) los ricos serán los mismos que antes, mientras que los pobres, por el contrario, serán muchos más en número,  y más menesterosos en haciendas; en eso parece consistir el después. Para colmo, la diplomacia mundial, cuyo cometido siempre fue el atemperar tensiones planetarias, conoce ahora un antes y un después de los papeles de Wikileaks, generando una desconfianza sistémica.

     Pero es que los antes y los “despueses” de eventos traumáticos nos invaden y aparecen  ya a cualquier nivel. Ya he oído por ahí que la crisis de los controladores aéreos  españoles marcará también “un antes y un después” en los modos y cauces de las negociaciones de convenios, generando a su vez un antes y un después de la existencia de colectivos de élite. Y también existirá un antes y un después en el asunto sangrante del dopaje deportivo tras el bombazo de la implicación de Marta Domínguez. Posiblemente, a medida que uno va cumpliendo años es estadísticamente más probable asistir a sucesos que nos cambian los esquemas con esa frustrante disposición aparejada de adverbios de tiempo; por eso añoro las épocas doradas y lejanas donde todo fluía con la tranquilidad predecible y suiza de un tic-tac. Y nuestra generación, que ha tenido la rara fortuna de situarse en el epicentro de todos los seísmos pre y post lo que sea, sigue esperando pacientemente el antes y el después del remedio contra el cáncer; el antes y el después de cuando había hambre en el mundo… Pero  eso –parece- lo olvidó también Nostradamus.  

martes, 7 de diciembre de 2010

Controlar al controlador

        En estos días no tenía que viajar en avión. El sábado, cuando cientos de miles de pasajeros se quedaron tirados en tierra con sus equipajes para el puente, yo estaba plantando alcornoques en el Valle del Alagón a un grado bajo cero, que es una forma un poco prosaica de pasar un puente, pero que reporta extrañas satisfacciones interiores. Por tanto mi ánimo no es el de un viajero  despechado proclive a bramar en arameo. Así que cuando he cambiado la azada por el ordenador, me he propuesto buscar algo de objetividad en este follón, convencido de que poderosas razones deben haber llevado a este colectivo a ponerse todos malos a la vez para destrozar el puente a miles de prójimos.
     Tengo que decir que tras el análisis de varias páginas Web y blogs propiedad de estas “víctimas” (como se autodefinen los controladores), tan solo encuentro un prolongado pulso con sus patronos de AENA del que casi siempre han salido victoriosos en sus condiciones laborales y económicas hasta que se han encontrado con un gobierno que les corte las alas, y nunca mejor dicho. La señora Merche Canalejo, controladora, afirma que trabajan en condiciones de esclavitud, que según la RAE es el “estado social definido por la ley y las costumbres como la forma involuntaria de servidumbre humana más absoluta”. ¿A cuántos de los cuatro millones de parados les gustaría ser de esta forma esclavos con un sueldo medio de 200.000 euros al año? Se quejan de tener turnos rotatorios. ¿Es que no los tienen los enfermeros o policías locales? Se dan de baja masivamente porque están llegando ya a las 1670 horas estipuladas en convenio. Hay empleados de bancos, agencias de seguros o periodistas  que deberían adoptar la misma acción de protesta en el mes de junio por haber llegado ya a ese cómputo. Nadie niega la alta responsabilidad y el nivel de estrés que conlleva esta ocupación, pero por muy legítimas que consideren sus reivindicaciones laborales, los controladores se han equivocado en la forma de hacerlas ver, sencillamente porque nadie se va a fijar ya en sus problemas, sino en los que han causado con su acción desproporcionada. Posiblemente sea ahora el perfil  del controlador el más vilipendiado y desacreditado del país. Es posible que el Gobierno no haya estado fino en sus negociaciones con ellos y haya adoptado erróneamente el decreto como vía de regulación, pero es que debe ser difícil negociar con colectivos de “élite” capaces de parar un país en el acto con la inasistencia al trabajo de 200 empleados. Hacía falta ya una cura de humildad inducida.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Ciencias y Letras

     No sé ahora, pero hace algunos años todos éramos catalogados usando parámetros dicotómicos que inevitablemente tenían mucho de maniqueísmo, porque la educación desde la niñez incide mucho en eso: niño bueno o niño malo. Después, todos hemos sido altos o bajos y en función de ello (al menos en mi época) se bromeaba con lo del pelargón. De gordos y flacos ya he hablado otras veces. Se podía ser también listo o torpe, simpático o antipático y era importante igualmente saber si nos las veíamos con ricos o con pobres, nuestros padres nos preguntaban a menudo sobre ello. La pubertad, aquella pubertad tan lejana, trajo a nuestro catálogo nuevas categorías clasificatorias, donde comenzaba a adquirir protagonismo una incipiente estética con solo dos conceptos: guapas y feas. Pero sobre todo, en esta etapa de la vida, en este orden establecido sin mayor complicación de matices, donde todo parecía ser blanco o negro se planteaba con toda su crudeza una elección que nos marcaría para la adultez, o al menos eso pensábamos, pues una vez que se difuminaran por una natural pérdida de valor todas aquellas dicotomías,  seguiríamos siendo para los restos de ciencias o de letras, uniéndose esta categoría a los siguientes estigmas de los mayores: de izquierdas o de derechas, casados y solteros…

     Así fueron las cosas durante mucho tiempo, con el mundo dividido casi al cincuenta por ciento de esta forma bipolar (o tal vez las cosas siempre fueran mucho más complejas, pero era cómodo adoptar una óptica simple para no complicarse la existencia). Pero la tecnología comenzó su devastador dominio del universo productivo truncando el equilibrio anterior y se produjo un fenómeno parecido al que acaece en el mundo de la moda femenina, donde las feas lo tienen claro. Los profesionales que hacen prosperar la economía, y por ende la marcha del mundo, son invariablemente ingenieros, econonomistas, físicos, técnicos en lo que sea e informáticos y además no importa que tengan faltas de ortografía. Fue el comienzo de la relegación de las Humanidades a un plano cuasi-marginal donde ser de letras dejó de estar bien visto. Saber quien fue Homero o en qué consiste el barroco no hace avanzar especialmente la economía mundial. Y también a otros niveles se resquebrajó la óptica dualista que citaba al principio para convertirse en una unilateralidad excluyente: a toda costa hay que ser rico y guapo, no importa a cuántos pobres y feos dejemos en el camino, donde también van quedando los de letras. Es la  senda espinosa en la que el humanismo, la cultura y el saber son absolutamente intranscendentes para las cuentas de resultados de las empresas, razón por la cual se han reducido drásticamente (hasta en un 61%) las carreras humanísticas en la universidad española ante la convergencia con los planes continentales.
     Craso error, al parecer imparable, el de prescindir de conocimientos eternos de los que se extraen los fines de la vida, las bases de la crítica, los gérmenes de la creación y el pensamiento humanos. Como decía el profesor Fernando Savater, (llamado con razón azote de estúpidos) en su obra “el valor de educar”, no todo van a ser conocimientos instrumentales a corto plazo. Debe haber algo más. No se puede perder jamás la concepción humanista, que incluso debería estar en todas las materias, incluidas las de ciencias. Qué bonito sería que todos, guapos y feos, ricos y pobres, listos y torpes supieran mirar un cuadro o escribir un poema.