martes, 15 de marzo de 2011

Mártires de la mili

   Recientemente han tenido lugar unos actos oficiales para celebrar la década transcurrida desde la creación del ejército profesional en España, y por tanto, de la supresión del servicio militar obligatorio. En esta conmemoración han menudeado ciertas  declaraciones para ensalzar el avance que supuso ampliar la profesionalización de las Fuerzas Armadas a la totalidad de la tropa. Pero las ligeras alusiones de agradecimiento a los antiguos soldados de reemplazo que se han deslizado obligadamente en esos discursos no me parece que hagan suficiente justicia al esfuerzo y al sacrificio que supuso para los jóvenes españoles la prestación de este servicio de armas gratuito durante más de doscientos años, que miles de ellos pagaron con su vida en tiempos de paz.
     Quienes pasamos por ese periodo de servicio obligatorio, fuera cual fuera nuestra experiencia,  creo que debemos abandonar viejos clichés, como el que afirma que la “mili” era una transición inevitable entre la adolescencia y la adultez, algo imprescindible para acceder a la hombría. Es infinitamente mejor la situación actual, con los jóvenes dedicándose a sus estudios o a buscar trabajo y optando al servicio de armas aquellos que vocacionalmente o como otra ocupación profesional retribuida así lo decidan voluntariamente. Y es esta situación ideal y lógica la que me hace precisamente recordar hoy con admiración aquellos casos trágicos que truncaron estúpidamente una vida repleta de ilusiones, como solo se puede tener con veinte años. En la Navidad lluviosa de 1978 yo dormitaba en un cuartel de Ceuta, cuando se escuchó el corto tableteo de un subfusil en posición de ráfaga. El valenciano, con el que solía jugar al ajedrez, sucumbió a la mórbida soledad de la guardia. Pero pudo ser el accidente del jeep en las maniobras, o esa bala de cetme perdida en el relevo de la guardia.  En tiempos de la “mili”, de cuyo fin ahora nos congratulamos, una media de ciento ochenta soldados de reemplazo perdían la vida anualmente vestidos de romano. La profesionalización de nuestro ejército en los últimos diez años parece que ha traído la dignidad de la que adolecieron sus predecesores y es inevitable que muchos nos acordemos ahora de esos cientos de olvidados funerales aislados y anónimos que tenían lugar en recónditos pueblos españoles, sin las palabras alentadoras de un mando militar que mitigara el sufrimiento de la familia hablando de causa heroica o sin el orgulloso cobijo de una bandera que vistiera un féretro desnudo y desprovisto de todo reconocimiento ni medalla póstuma alguna. En algún lugar debería existir un monumento al extinto soldado de reemplazo.
  
    

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