martes, 17 de mayo de 2011

Ser abuelos

    
     No sé por qué, pero soy proclive a efectuar una especie de balances de la existencia a medida que mi edad cronológica va alcanzando esos límites (gozosos o fatídicos) a partir de los cuales se esperan determinados acomodos, de acuerdo con unos cánones sociales cada vez más difíciles de vencer. No, todavía no soy abuelo, aunque ya estoy en edad de merecer.  Durante largos años la generación a la que pertenezco, lustro arriba o lustro abajo, consideró la tarea de ser padre como  un inexorable mandato divino plagado de contratiempos, del que era preciso salir airoso en cada época, pues cada año que cumplían nuestros hijos coincidía con la aparición de un nuevo problema en el que no se había caído anteriormente: que si no comen, que si sacan malas notas, que si les habremos explicado bien eso de la semillita, que si ya te he dado bastante dinero  o el coche lo necesito yo. Y el final de esas sufridas y largas paternidades que hoy se suelen prolongar hasta rozar –o superar- los 30 años de edad de los vástagos, entrando en una competencia desigual, marcaba el ansiado paso al siguiente escalafón: el de ser por fin abuelo o abuela  para dedicarnos a reprogramar nuestro disco duro y poder desarrollar en nuestra etapa final todo aquello que postergamos obligadamente hasta tener el tiempo eterno de la jubilación y el bien ganado premio de la emancipación de los hijos.
   No pongo en duda el cariño sublime que los abuelos profesan a los hijos de sus hijos, pero, oiga: estoy acojonado cuando veo a los amigos o compañeros de trabajo que me han precedido en esta etapa con la obligación asumida de hacerse cargo permanentemente de los nietos,  presentándose a hacer gestiones en el centro de trabajo con un carrito. “Es mi nieto”, dicen, con una extraña expresión mezcla de petulancia y desazón. Y se les ve por el parque empujando cansinamente los columpios como chachas entradas en años. Y se convierten sin remedio en canguros sexagenarios mientras sus hijos prolongan sine die las noches de marcha. No hay hueco para hacer realidad los proyectos que habían planeado. Pero bueno. Siempre hay quien recurre a la crisis, ese inagotable y manoseado paño de lágrimas, para justificar el hecho de que los abuelos tengan que ser padres por segunda vez para que los hijos sigan siendo hijos indefinidamente. No es cierto, porque esta práctica apareció mucho antes de sobrevenir la crisis. Yo me inclino más bien a pensar en que los abuelos, que ya no tienen en sus manos armas productivas, se han dejado hurtar por parte de la sociedad su proyecto de vida propio, eliminando sus sueños de senectud. Y la clase política asume esto como normal empleándolos  como arma arrojadiza: “si se pusieran en huelga… etc”. Los viajes del Imserso no son suficientes. Creo que seré un abuelo insumiso en su día.

2 comentarios :

  1. Es cierto que la sociedad actual a hurtado o mejor dicho robado la libertad de los abuelos
    a cambio de la libertad de sus hijos.
    Tremenda patraña que a surtido efecto gracias a la bondad de aquellos que fuimos educados en el respeto y cariño a los mayores, creadores de
    nuestras vidas.
    El egoismo de la juventud nos ha llevado a los abuelos a esta situación en la cual no se distinge el uso del abuso.
    Esta claro que los abuelos actuales se sacrificaron por sus hijos y sus padres
    y en mi opinión el sacrificarse ahora por los nietos me parece una verdadera barbaridad y a
    veces un chantaje vil.

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  2. No todas las situaciones son iguales. Nosotros tenemos nietos, de los que con frecuencia nos hacemos cargo. Pero NI UNA SOLA VEZ ha sido porque los padres se hayan ido de marcha hasta altas (ni bajas horas) de la noche. Y los abuelos que acepten hacerlo con tales fines es que, además de abuelos, son tontos.

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