martes, 28 de junio de 2011

Las barbas griegas

     Parecía que la globalización era un fenómeno deseable que al fin rompía fronteras para extender el progreso por todo el orbe, pero de momento solo hemos visto que se globalicen los aspectos negativos: las epidemias, las mafias, los virus informáticos, los conflictos bélicos y las crisis económicas. Ser funcionario público en la Europa periférica se ha convertido en todo lo contrario a lo que yo escuchaba cuando aprobé mi primera oposición: una especie de lotería que te va tocando poco a poco durante toda la vida; esto ocurría cuando la “garantía del Estado” cotizaba en máximos históricos; ahora lo que le están tocando a los funcionarios son sus partes pudendas a cuatro manos, y los estados son los paradigmas de las bancarrotas. Ahí tenemos a Grecia, que ya va por suprimir las pagas extraordinarias y eliminar 150.000 empleos públicos.
      Mientras esto ocurre, ciertas empresas privadas mantienen y aumentan los bonus no solo a los directivos, sino a cualquier chisgarabís  que escenifique su sumisión a esa “filosofía de la empresa” solo centrada en la cuenta de resultados. ¿Cómo no va a haber indignados? Los habrá por doquier, y cada vez más en tanto en cuanto estos desequilibrios sigan siendo patentes. La crisis hay que pagarla entre todos.  Los sindicatos se ven abocados a comulgar con ruedas de molino patronales, echando por tierra los logros cosechados en más de cien años de lucha que costó hasta la vida de algunos antepasados. Y cada vez que dicen eso de que España no es Grecia, más lo ponemos en duda en nuestro fuero interno (allí no llegan al 21% de paro, que "disfrutamos" nosotros). En el siglo pasado había un dicho popular: pasar más hambre que un maestro de escuela. Pues bien, es como si un gigantesco péndulo de Foucault nos estuviera situando de nuevo en regiones de estrechez tras un ciclo de varias décadas oscilando por la abundancia y esbozando aquello que dio en llamarse "estado del bienestar". Sabemos que en el transcurso de una vida hay golpes de fortuna y asumimos que si vienen mal dadas podemos pasar de caballo a burro; pero somos incapaces de admitirlo cuando esto sucede tras dos o tres generaciones y además nos toca a la nuestra estrujar y recortar todo lo conseguido. Se diga lo que se diga, Grecia es nuestra referencia, y esto parecen haber asumido los nuevos gestores que toman ahora posesión de sus estrados y cargos públicos para poner todos los parches habidos y por haber antes de las infectadas y sangrantes heridas que se avecinan porque solo hay una manera de hacerlo. Ya lo dijo Franklin: quien compra lo superfluo no tardará en verse obligado a vender lo necesario. Los griegos venderán sus puertos y todo lo que puedan para pagar lo que deben; nosotros hemos empezado por los aeropuertos y las loterías. Llevamos el mismo camino, padecemos el mismo mal. Preparemos el remojo para nuestras propias barbas.

martes, 21 de junio de 2011

Querétaro

Uno de los actos con los que el Instituto Cervantes conmemoraba el llamado “día E” ha sido la elección de la palabra más hermosa del idioma español, según la votación de los internautas a una serie de palabras candidatas propuestas por algunos “famosos”, como por ejemplo, Emilio Botín (que propuso, cómo no, “Santander”). Procedimiento de elección, pues, absolutamente sesgado y falto de legitimidad, pues nadie podía manifestar su palabra predilecta, sino decantarse por alguna de las propuestas. Y esto es así porque, si recuerdan, el año pasado, donde cada uno sí que expresaba libremente su opción personal, el vocablo más bello del idioma español iba a ser la palabra república a pocos días de la finalización de las votaciones, hasta que un extraño “fallo técnico” indujo a los organizadores a dejar desierto el concurso y presentar la lista de las más votadas en orden alfabético, para que “república” apareciera de las últimas. No olvidemos que esta institución cultural está presidida por Su Majestad el Rey.
     Esto de las votaciones cibernéticas y libres tiene sus riesgos, siendo preciso cambiar el sistema cuando el resultado previsible se aleja de los gustos de quien organiza los eventos. ¿Se acuerdan de cuando salió elegido para Eurovisión Rodolfo Chiquilicuatre e hicimos en el continente el ridículo más espantoso? Bien, pues este año la palabra española más hermosa es “Querétaro”. Es ocioso hacer la salvedad de que esa palabra  no es española, y ni siquiera figura en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Al parecer es una expresión indígena de origen purépecha que significa “lugar de peñas”. Cuando se supo la elección de esta  palabra, para afianzar el resultado imprimiendo más tintes de belleza, se dijo que Querétaro significaba “isla de las salamandras azules”, lo cual es un camelo monumental. Si quieren que les sea sincero, lo que más me gusta de esta palabra es que allí marcó Emilio Butragueño cuatro de los cinco goles que le endosamos a Dinamarca en el mundial de México, hace un cuarto de siglo.
   Es verdad que “Querétaro” tiene una cierta musicalidad, como todas las esdrújulas, y no tengo nada en contra de su elección, sino del sistema en sí, que no garantiza la universalidad que la ocasión requiere. No dudo que sea una bella palabra y en aquel estado mexicano estarán justamente orgullosos, pero se trata de un topónimo de uso inexistente fuera de su entorno geográfico que nunca hubiera sido designada como la más bonita del idioma que usan quinientos millones de hispanohablantes sin la propuesta y el padrinazgo del actor mexicano Gael García, cuyo país tiene, por cierto, ciento diez millones de votantes potenciales. A  mí me parece que hay otras esdrújulas igualmente bellas y sonoras: oropéndola. No sé por qué siempre me ha gustado la palabra “gaznápiro”. Es la que yo hubiera propuesto y esa sí viene en el diccionario.

martes, 14 de junio de 2011

Reflexión sobre la longevidad

Hace un par de meses se celebraba con varios actos el centenario del nacimiento de Carlos Callejo, mi progenitor, al que tal vez recuerden todavía haber leído hace cuatro décadas algunos veteranos asiduos de la prensa regional extremeña. La ocasión ha permitido desempolvar fotografías en tono sepia y desmenuzar épocas cuyo recuerdo ya no está en el repertorio de casi ningún mortal de ahora. Tal es el implacable mandato del transcurrir del tiempo, que solo algunos privilegiados pueden permitirse transgredir, hasta el punto de celebrar su propio centenario en vida. Esto ha estado a punto de ocurrir con Ernesto Sábato, que se nos ha ido cuando se preparaba en el mundo de las letras hispanas la fiesta de sus 100 años.  Y en Grecia, que ahora ostenta el récord de centenarios cobrando la pensión después de muertos como hubiera hecho el Cid de haber existido entonces Seguridad Social.
     Recordemos que en el Paleolítico la esperanza de vida del género humano apenas rozaría los treinta años, y en época medieval yo mismo sería ya un anciano decrépito. Muchas veces he pensado que la cortedad de la vida en tiempos pasados sería un estímulo para darse prisa y realizar pronto todo aquello que llena una existencia, a veces en tiempo récord: Alejandro Magno conquistó medio mundo conocido antes de morir a los 33 años. En nuestros tiempos nos tomamos las cosas con mucha más calma, habiendo retrasado  todos los episodios o hitos de la existencia, como la emancipación o la paternidad mucho más allá de su posibilidad biológica. Paralelamente, la creación plena y la autorrealización suelen llegar en edades muy avanzadas. Pero ¿no piensan ustedes que esta circunstancia posibilita también la laxitud de la voluntad? A la máxima de que “todo llega en esta vida”  se adhieren cada vez más haraganes que no mueven un dedo, convencidos de que esa vida tan larga les proporcionará tarde o temprano aquellos logros que en siglos pasados se buscaban con ahínco desde la adolescencia. Craso error. Los avances médicos han conseguido alargar la vida solo por un sitio: la vejez. Añoro secretamente un alargamiento intermedio, como una cirugía imposible que restañe experiencias antiguas y gozosas; quisiera haber disfrutado un par de años más de los Reyes Magos o prolongar  la edad mágica pero efímera de los amores platónicos. Es más transcendente la calidad de las vivencias  que una ancianidad prolongada y superficial. ¿Quién disfruta de la decrepitud? Es bueno vivir pensando que lo que hacemos es lo último, porque lo haremos mejor.

martes, 7 de junio de 2011

Ídolos muertos

Siendo adolescente, cuando contemplaba a mi padre escuchar con embeleso los tangos de Carlos Gardel que emanaban de aquellos viejos vinilos, me peguntaba cómo sería eso de venerar para siempre la música de un muerto. Era claro que mucha debió ser la celebridad y el prestigio del cantante para adornar el recuerdo de sus fans con  semejante aureola de eternidad. Eran para mi generación años triunfales de apego a lo real, con poca experiencia todavía en cosas finiquitadas; hablando de música, bastaba con echar un duro en aquellas añoradas máquinas y observar expectante cómo el mecanismo llevaba hasta la aguja el disco seleccionado. Y Lorenzo Santamaría, Luis Eduardo Aute o Serrat se encargaban de extender los acordes que aderezaban y envolvían nuestros sueños de juventud con ese débil apoyo en el giro de un vinilo.
   Este fin de semana he realizado un viaje en coche, y el hastío de los noticiarios me ha inducido a echar mano a la guantera para poner un CD de éxitos de los setenta. La primera canción era de Manolo Otero, fallecido hace unos días a una edad temprana según la esperanza de vida actual, y he recordado cuando también teníamos “todo el tiempo del mundo”. La precipitada marcha de Otero es como un aviso de que todo aquel tiempo se ha consumido en gran parte, dejando esparcidos por el camino los conatos de algunos de aquellos sueños juveniles. Pero también escuché canciones emblemáticas de Nino Bravo, de Cecilia y de Juan Camacho, todos ellos muertos en la carretera en plena juventud. Ya el eco de “un beso y una flor”, el “ramito de violetas” o “a ti, mujer” han adquirido irremediablemente el mismo halo de inmortalidad que las desgarradas estrofas de Gardel. Pero el CD seguía su extraño y fúnebre repaso: Miguel Gallardo, a quien contemplé en directo cantar “hoy tengo ganas de ti”, Mari Trini, cuyas canciones usaba un fraile vanguardista para movernos a la reflexión en unos ejercicios espirituales; Bruno Lomas, Basilio, Rocío Jurado, Rocío Dúrcal… todos ellos han muerto sin llegar o sobrepasando muy poco los 60 años, guarismo que algunos tenemos a tiro de piedra, como si el implacable Kronos tuviera un especial interés en pasar pronto esa página del tiempo.
     Escuchar la música de un autor desaparecido es como contemplar largamente la fotografía de un antepasado. La nostalgia, que es el color sepia del pensamiento,  no llega nunca a disolver los posos de impotencia que ponen de manifiesto esa inmarcesible verdad de que las cosas no tienen vuelta atrás. Tan solo Camilo Sesto parece haberse rebelado contra esta certidumbre, y ha decidido momificarse en vida, desafiante, para tratar de vivir en un mundo que ya pasó.