martes, 26 de julio de 2011

Fundamentalismos

Hasta el viernes pasado todos asociábamos esta palabra  con doctrinas islámicas excluyentes y extremas que aíslan el  concepto de yihad de sus fuentes coránicas para establecer una dictadura ideológica que permite la muerte y la masacre como una posibilidad plausible para entrar en el Paraíso. Por desgracia, hemos tenido oportunidad de comprobar sus manifestaciones letales innumerables veces en el pasado reciente, y muy cerca de donde nos encontramos ahora: el 11-M.
        Ha habido a lo largo de la Historia otros integrismos igualmente devastadores: el fundamentalismo nazi que preconizaba la supremacía de la raza aria también encontró su siniestro caldo de cultivo en las esferas hitlerianas causantes del mayor y más vergonzoso holocausto de la era moderna. Pero la espeluznante matanza de la isla de Utoya, en Noruega, ha hecho aflorar en los medios de comunicación el engendro conceptual de “fundamentalismo cristiano”, que nos deja atónitos, descolocados e indefensos ante la irrupción de tales o cuales fundamentalismos que puedan seguir apareciendo en el futuro como excusa para cometer las mayores bestialidades imaginables. Alguien podrá esgrimir una traslación de contextos temporales y desempolvar aquello de las Cruzadas para matar infieles en nombre de la Cruz que organizaban y pagaban precisamente los papas del medievo. O la reforma protestante. ¿No habíamos quedado en que el cristianismo era la religión de la paz y el perdón? Si pueden aparecer  individuos que emprenden cruzadas particulares y cambian las mejillas evangélicas por rifles automáticos olvidándose del resto de postulados de su religión o credo, ya sea cristiano, mahometano o budista, como se está demostrando, todos estamos vendidos, como esos pobres chicos noruegos que corrían como ratas perseguidas hasta ser acribillados en un rincón.
   Conclusión que puede extraerse de este lamentable caso concreto es que calificar a ese asesino en serie como fundamentalista cristiano es una ligereza imperdonable. Una cosa es el estado de opinión o las creencias que alguien pueda tener y otra muy distinta la situación patológica de su mente, que impulsa a llevar a cabo actos inhumanos y salvajes totalmente opuestos a los presuntos fundamentos de su ideología. En esos casos  el móvil ideológico es una mera excusa para dar salida al potencial perverso que ciertos individuos llevan dentro. Parece ser que este sujeto no solo era cristiano, sino también anti-islamista acérrimo, ultraderechista, xenófobo y adicto a los videojuegos de comandos; si a esto unimos que sus neuronas no deben ejercer sinapsis saludables obtenemos un cóctel fulminante capaz de atrocidades inimaginables. No hablemos, pues, de fundamentalismos sino de delirios mesiánicos propios de un verdadero psicópata. Lo que hay que intentar es que esta abominable matanza no encienda ninguna idea ni aprendizaje vicario en las crecientes corrientes ultraderechistas que pululan por la vieja Europa.

martes, 19 de julio de 2011

Tiempos cambiantes

   Decía Albert Schweitzer, premio Nobel de la paz en 1952, que con veinte años todos tienen el rostro que Dios les ha dado; con cuarenta el rostro que les ha dado la vida y con sesenta el que se merece. Mi hijo menor (aun con rostro divino) acaba de regresar de un festival de música rock que se ha celebrado en Portugal durante varios días, y he tenido oportunidad de asistir en casa a la parafernalia previa, donde en los preparativos suelen tener un especial protagonismo las madres. No te olvides de llevar el móvil. Mira, aquí te meto el cargador y en este lado de la mochila la pomada para las picaduras, que en la tienda hay muchos bichos. Y la crema protectora, que os ponéis al sol como tontos. Toma más dinero por si te ves apurado. Ah, la tarjeta de crédito también, y guarda bien el billete de vuelta que has sacado por Internet, llámanos y dinos cómo te va...
   Es inevitable volver la vista atrás treinta y tantos años cuando los que se iban de marcha éramos nosotros. Qué poco había que preparar. Con lo puesto salíamos y regresábamos. Escogíamos el medio de locomoción más barato que había entonces, donde no era preciso sacar billete anticipado. En auto-stop recorrimos cientos de kilómetros apostados durante horas al tórrido sol de las cunetas tratando de buscar acomodo en algún 127 que nos aproximara al destino. Hubo días cuyo único menú fue una lata de calamares en su tinta y un bollo de pan. Las dormidas siempre eran improvisadas aventuras: en el zaguán de la casa del cura del pueblo; y hasta en el interior de la caja de cartón de un frigorífico. Uno era un “sin techo” voluntario que no precisaba auxilio social alguno. Y nadie estaba indignado por ello.
    Es posible que, en función de la cita de Schweitzer, mi rostro se aproxime ya al que merezco, pero creo que espacio y tiempo han mudado su dimensión en el corto intervalo de una generación, y de alguna manera esto debe reflejarse en la manera de afrontar la vida. Se ha perdido bastante el componente de  aventura que siempre debe aderezar la existencia. Estar en contacto con el mundo muchas veces dependía de si había una cabina de teléfono cerca y monedas para echarle, que esa era otra. Móvil e Internet permiten ahora vivir en tiempo real, pero los sentimientos a veces requieren diferir sus manifestaciones para fortalecerse, como cuando esperábamos con anhelo durante días carta de la novia. Los tiempos cambian muy deprisa, han traído muchos avances pero en cierto modo todo es ahora mucho más previsible, es como ir al cine a ver una película de la que siempre conoces el final.

martes, 12 de julio de 2011

El último guerrillero

     La certeza de que las cosas se acaban sin remedio es algo que siempre me ha inquietado especialmente. Ser espectador de ultimidades reafirma un sentimiento irritante de desasosiego, como en esas pesadillas en las que nos persiguen pero estamos paralizados sin posibilidad de escape.  Estoy seguro de que en todas las épocas los hombres han despedido modos y estilos de vida para dar la bienvenida a nuevas formas y maneras, pero yo sigo experimentando equivocadamente que nuestra generación se lleva la palma en esta cadencia de ocasos irremediables. No  puedo soportar, por ejemplo, la desaparición de la cultura  trashumante con su cancionero, sus refranes y estilos de vida; o la extinción de ciertos oficios artesanos para los que no hay recambio generacional, o los tamborileros de los pueblos. O la transformación artificial del aspecto de los pueblos que todavía llegué a conocer en mi primera infancia: es como si lo “auténtico” se diluyera en una suerte de transformaciones espurias que amenazan permanentemente lo verdadero.
    Gerardo Antón ha muerto con  94 años. Yo lo conocí hace años, y departí con él tras una mesa redonda donde  relataba encendidamente episodios de su juventud cuando luchaba contra el franquismo amparado en las sombras de la sierra. Oyendo a “Pinto”, uno se daba cuenta de lo que significó el “maquis”, sin necesidad de ilustrarse con ninguna lectura. La pasión de este hombre por sus ideales es poco frecuente, porque su posición ante un dilatado pasado nunca le hizo abdicar de sus convicciones. No es de los que decían “yo fui tal o cual cosa”, no. “Pinto” seguía siendo guerrillero antifranquista, y se le seguían saltando las lágrimas cuando hablaba de la República, sesenta años después. Gerardo Antón siempre estuvo en su papel: cuando escapó del ejército nacional arrojándose del tren como décadas después hizo El Lute; cuando decidió echarse al monte en 1944, pudiendo haber llevado una vida sin sobresaltos en Aceituna, su pueblo, o cuando en Francia, su exilio de tres décadas, continuó militando activamente en actos y marchas contra la dictadura. Gerardo Antón “Pinto” se esforzó a su regreso en que aquellas dos Españas de Machado se conocieran un poco mejor, y a ello dedicó lúcidamente sus últimas etapas. No estamos enjuiciando aquí si la peripecia vital de Gerardo fue o no equivocada, sobre eso ya hay ríos de tinta. Hoy simplemente incidimos en la fidelidad de un hombre al estilo de existencia él mismo escogió, en unos tiempos donde ya es normal descedirse de sus convicciones o cambiar de chaqueta cuando ya no sirve. “Pinto” paseaba por la Plaza Mayor de Cáceres enfundado en su traje de pana negro: su mirada todavía dura albergaba sin embargo el esbozo de una sonrisa que denotaba una satisfacción trascendente, definitiva, a pesar de resumir una vida convulsa. Y su gorra de revolucionario con una estrella roja definía su vocación, por si había alguna duda: él era guerrillero.

martes, 5 de julio de 2011

Indignación estéril


   No había hablado todavía de los “indignados”. Ahora que han desaparecido de las plazas, es mejor momento para analizar el fenómeno con calma antes de que -probablemente- vuelvan a la carga tras el verano al aproximarse las más que seguras elecciones generales. En los dos últimos meses ha sido un recurso fácil establecer un paralelismo entre este movimiento y el mayo francés del 68, con aquellas revueltas estudiantiles nacidas en la universidad parisina de Nanterre que tuvieron su réplica en otros epicentros urbanos de los cinco continentes. Entonces no se usaba el término “globalización”, pero  el efecto de las protestas consiguió globalizar el descontento y la falta de acomodo de toda una generación con la organización social, cultural y económica heredada de la posguerra. Era una Europa joven e impetuosa la que pedía abrirse paso, absolutamente inconformista con unas estructuras que se habían quedado obsoletas. Se pedían otras oportunidades y otras mentalidades, no solo el amor libre. Hasta aquí sí que hay similitudes; cuando el inconformismo se generaliza puede estallar una revolución social de mayor o menor calibre, como esta llamada “Spanish revolution”.
   Sin embargo se me antoja que, salvo la presencia masiva en la calle, los objetivos del mayo francés no son comparables a los de nuestros “indignados”. En las revueltas del 68  los estudiantes hicieron causa común de manera clara y decidida con los trabajadores y sindicatos que pusieron freno al oprobio de la explotación. Cayeron dictaduras y los aires de la democracia y la libertad infundieron nuevos bríos a un incierto siglo XX. Los “indignados” no son tan ambiciosos, ni tienen iconos propios ni músicas. Pertenecen a una Europa que se ha hecho vieja y su ideólogo estrella, Stephane Hessel no admite comparación con Dany el Rojo o Jean Paul Sartre; tampoco promueven ninguna lucha para conseguir un nuevo orden. Muy al contrario, lo que quisieran es mantener el mismo que había hasta hace tres o cuatro años: vida fácil, pocos sobresaltos, botellón, emancipación tardía, estado del bienestar con escaso compromiso, en suma; y en esto alguna culpa tenemos todos.  No seré yo quien demonice a estos grupos de jóvenes, porque con seguridad hubiera estado con ellos en sus acampadas con unos años menos, solo trato de analizar objetivamente sus pretensiones. La indignación no es con el orden existente hasta ahora, cosa que los diferencia sustancialmente del 68, sino ante la evidencia cruel de que es imposible mantenerlo y lo que se avecina no entraba en los planes de nadie. Yo también me indigno previendo el futuro que les espera a nuestros hijos. Es una indignación contagiosa, pero estéril, de momento, porque la revolución que hace falta para desindignarse no se aprende ni se impulsa en dos sentadas.
   Mi opinión es que al movimiento “indignado” , siendo un interesante germen de regeneración social y política, le falta todavía un hervor, adolece de recorrido. Si cristaliza poco a poco una simbiosis con sindicatos y parados podrá convertirse como mucho en un quimérico renacer de la izquierda, esa que ha sido barrida de Europa en la última década. Los indignados nadarán contra la corriente insalvable del capitalismo donde se enseñorean los mercados y no podrán evitar, no tanto ser una generación perdida como dicen por ahí, pero sí la generación del recorte inevitable en sus ambiciones. Los ciclos sociales y económicos se suceden con una parsimonia irrevocable y tozuda. Y esta vez les ha tocado a ellos. Les deseo mucha suerte.