viernes, 28 de octubre de 2011

Peluqueros

     Dicen que los taxistas son unos grandes psicólogos, acostumbrados a tratar a gentes de muy distinta tipología. En efecto, los taxistas han hecho del espejo retrovisor interior todo un observatorio para escrutar gestos, reacciones y miradas, y son hábiles iniciadores de conversaciones adaptables y moldeables a su antojo en función del estilo de sus clientes.
   Los peluqueros no deben irles a la zaga como grandes maestros de la psicología popular. En este caso, la posición de dominio físico del peluquero es evidente, desde su elevada perspectiva que les permite contemplar con el más mínimo detalle nuestro indefenso cráneo. Así, han pasado por sus manos hábiles en la tijera y el peine cráneos braquicéfalos y dolicocéfalos. Están hartos de divisar tanto venerables calvas y frentes amplias y despejadas como cabezas cretinas de cabello hirsuto que arranca casi de las cejas. Poseen, si cabe, un mayor conocimiento del cliente para la elección de la conversación precisa. Nos reciben cara a cara, observan nuestros movimientos al despojarnos de la gabardina y nuestro arte en sentarnos en el sillón giratorio, que para mí siempre tendrá una mezcla entre la reminiscencia de juego infantil y el respeto por el sillón del dentista. Las conversaciones del peluquero poseen esa rica dialéctica de ida y vuelta, pues tiene lugar rebotando en el espejo con su firme mirada siempre desde lo alto. Los peluqueros son de los pocos profesionales que en pleno fragor de su hechizo de peine y tijera consiguen hacernos inclinar mansamente la cabeza a su solo requerimiento, como si quisieran que conscientemente divisemos en el suelo nuestros propios mechones como despojos de una batalla en la que siempre saldremos trasquilados. El peluquero calla prudentemente si el cliente no es hablador e inquiere sucintamente sus gustos con comentarios de tanteo que pronto desatan conversaciones comedidas que deben finalizar antes de pasarnos el cepillo por la ropa. La política está vetada, y los temas recurrentes como el tiempo o el fútbol son tratados con la maestría de un orador experimentado. La cotidianeidad de la peluquería la convierte en un centro de análisis de prensa que para sí quisieran muchos gabinetes de asesoramiento, donde las noticias son desmenuzadas y cribadas por el fino tamiz de la calle, en su sentido más antonomástico. El peluquero es, en definitiva, servicial, pero exento de un servilismo que de todas formas sería extraño cuando te viste con un mandilete blanco y maneja herramientas sobre tu cabeza. El peluquero es ese extraño ser que consigue sin aparente esfuerzo que uno asuma como normal que le tomen el pelo siendo visto impunemente desde la calle.
   La peluquería (la de caballeros, que es la que frecuento), al igual que la consulta de un psicólogo para el esquizoide, es lugar de paso periódico obligado, salvo aquella gloriosa época en los setenta en la que nuestro cabello podía rozar impunemente los hombros (¡qué tiempos!). Esta cadencia mantenida en las visitas al peluquero durante toda la vida ha formado parte de los hitos con los que conjugamos el paso del tiempo: la alternancia entre las  cosas cambiantes, desde la escupidera al secador de pelo. Y los elementos inalterables de la existencia, como el perchero y el ABC.

De mi libro El pez colorao

domingo, 23 de octubre de 2011

Compro oro

    El incremento exponencial de ciertos negocios siempre ha sido un test que ofrece las máximas garantías en cuanto a validez y fiabilidad para dar un perfil de lo que se cuece en una sociedad. No sé si recuerdan cuando aparecían como setas video-clubs en la esquina de cualquier barrio. Al parecer era un indicador de bienestar comunitario, donde el acceso a ciertos aparatos electrónicos ya no estaba vedado a una clase determinada; cualquier mortal podía tener un aparato de vídeo y usarlo en las diferentes versiones que posibilitan los distintos niveles educacionales y culturales: bien presenciar en familia una película sin las incomodidades de ir a una sala de cine (horarios, aparcamientos, sala en silencio y penumbra…) o quedar para  tomar unas cervezas y ver porno con esa impunidad cómplice y anónima que ofrece  un domicilio privado. Aquello fue la ruina de las salas de cine tradicionales, que tuvieron que reconvertirse en mini-cines con multi-películas para sobrevivir las que pudieran.
      Pero hete aquí que vino Internet, que hacía ya posible disponer de la misma filmoteca, pero gratis, descargando de por ahí arriba (porque todo se bajaba) los contenidos por los que antes había que pagar. Y a las salas de cine se unieron los vídeo-clubs como integrantes de esos esqueletos que va dejando el progreso en forma de efímeros negocios a reconvertir. Y entonces en muchas de aquellas esquinas  apareció de la noche a la mañana  una inmobiliaria, y en lugar de carteles de películas eran fotos de pisos, apartamentos, duplex, chalets y fincas rústicas. Esto indicaba el poderío de una sociedad de propietarios cada vez más pudientes que hoy tenían un piso y el año siguiente dos, porque con lo obtenido del alquiler pagaban la hipoteca del otro, que siempre podían vender por un 50% más para comprar otro y… catacrack. Las cuentas de la lechera se jodieron para muchos, que se están comiendo los pisos o dejando que se los coma el banco.
     ¿Y cuál es el indicador social de nuestras esquinas de hoy? Compro oro. Las inmobiliarias han cedido su vitola de prepotencia y empuje a nuevos chiringuitos, a los que se entra mirando a uno y otro lado para ver si algún conocido está cerca. Envueltos en un pañuelo va la sortija de la abuela y la medalla de la comunión de la niña que ha crecido y ya no se pone. Estamos empeñando nuestros delirios de grandeza y vendiendo aquellas frágiles y precarias haciendas en el monte de piedad de la realidad más atroz, aquella que nos grita que éramos ricos de mentira. Ya lo dijo Cicerón: los prudentes han prevalecido siempre sobre los audaces. Ahora la unidad de medida de nuestros sueños es el quilate.

Pinajarro

Otra vez. Cuando parecía que en este larguísimo verano habíamos escapado con nota en la lucha contra los incendios forestales, hemos vuelto a recibir la visita fatídica del pirómano de turno, uno de esos trastornados resentidos contra todo, incapaces de dar la cara ni de reclamar de otra manera sus supuestos derechos. La psicopatología distingue claramente entre el piromaniaco, que es un enfermo mental que experimenta placer al contemplar los fuegos causados por él mismo, y el que solo es incendiario por venganza o simplemente por maldad. A este último tipo de individuos, rastreros y repugnantes, que no tienen ni siquiera el atenuante de enfermedad mental, es al que nos enfrentamos año tras año como auténticos terroristas contra nuestro medio ambiente, para los que no parece existir ninguna hoja de ruta.
     Grabada está en mi memoria desde edad muy temprana la silueta totémica del Pinajarro y la sierra de Hervás, puerta de entrada hacia las rocosas cumbres de Gredos. Aquellas manchas blancas de la nieve cerca de los riscos más altos y que permanecían muchos meses resistiendo estoicamente los rayos del sol, siendo niño se me antojaban inalcanzables objetivos de excursiones nunca realizadas. Pero por las faldas de la sierra muchas veces he inspirado con fruición el aroma montaraz del brezo y del tomillo. Por aquellos parajes abruptos, donde Extremadura se hace alpina superando los 2.000 metros de altitud, me he remojado en torrentes y chorreras. Entre alisos y retamas he corrido tras alguna mariposa en esta verdadera reserva natural de los lepidópteros, y he buscado sin éxito al mítico parnassius apollo de las cumbres, como si se tratara del “Yeti” de las nieves. Y he visto cambiar las tonalidades de la vegetación que tiñe las laderas con la paleta sabia de las estaciones.
    Este fin de semana el humo que ascendía del Pinajarro ha oscurecido el ánimo de los hervasenses como un eclipse maldito y devastador que convierte tras su paso los pinos, brezos, retamas y piornos en un lóbrego paisaje lunar humeante, huérfano de otros aromas que no sean el olor a quemado. Aunque no hayan sido muchas hectáreas y el daño ecológico sea relativo, según dicen, esa mancha negra será una cicatriz permanente que tardará en desaparecer, como las heridas de un accidente en un rostro bonito que devuelve con amargura el espejo. Nuestra riqueza natural es incomparable. Seguimos siendo, como dice Joaquín Araújo, unos privilegiados con 500 árboles por habitante, más del doble que la media nacional. Pero seguimos expuestos, por desgracia,  al satanismo de unos bárbaros y depravados que atentan contra lo más preciado que tenemos con una desesperante impunidad. Aquí es cuando echo de menos esos castigos de la ley islámica. Qué ganas tengo de ver a alguno de estos en la cárcel sin medidas de gracia que valgan.

Otoño

El calendario hace días que dice que ya es otoño, pero por estas latitudes casi siempre hay que esperar a que la climatología, que es quien realmente manda,  lo reafirme. El otoño es una época de transiciones con un extraño poso de melancolía; debe ser que este sentimiento acompaña siempre a rituales poco gratificantes, como guardar y ordenar las fotos o vídeos del verano y llevar a cabo ese trasiego en los armarios, donde las bermudas quedarán irremisiblemente soterradas, aflorando triunfantes la pana y los jerseys. Un buen día te das cuenta de que por la mañana es de noche cerrada, merced a ese artificio horario que nos fastidia dos veces al año, pero al parecer beneficioso para el ahorro energético y la productividad, tan en boga en estos tiempos. Pronto los paraguas extenderán también sus plegadas alas, como mariposas que han hibernado en la crisálida del paragüero, en ese ignorado rincón del recibidor.

   En otoño la percepción del paso del tiempo es contradictoria: cuando llevamos tres días trabajando parece que son tres meses. ¡Cuán raudo se asumen las problemáticas, las inercias cansinas y las impertinencias de los jefes!, como si tuviéramos el cuerpo encallecido y hecho a los engorros cotidianos que ni siquiera un largo verano ha sido capaz de hacer resentir. Las fuertes percepciones sensoriales que trae el otoño rompen siempre violentamente con el recuerdo del verano, por si había alguna duda. Así, pronto el aroma de las castañas asadas hará que sea definitivamente historia el regusto jugoso de la sandía. El calcetín coloniza de nuevo triunfante su territorio, relegando a la sandalia al prolongado y oscuro ostracismo del mueble zapatero. Y todos estos sentimientos simultáneos, como síntomas de una enfermedad que llega invariablemente cada año, confirman la certeza de que ya estamos en una estación que se nos antoja decadente: no en vano se ha dado en llamar “otoño de la vida” al periodo de la existencia en el que más de uno vamos entrando, mirando a todos lados para ver en qué consiste. De momento yo me he convencido de que somos seres de pelo caduco, como las tópicas hojas que caracterizan al otoño, y que los poetas y los cineastas se empeñan en hacer protagonistas.
   El otoño lo único bueno quetiene es su brevedad, como transición rauda hacia los amplios dominios invernales que se encargarán de anunciar las luces del Corte Inglés. Pero siempre, aunque las temperaturas bajen, hay motivos para sacar expresiones alusivas, que han permanecido meses guardadas entre bolas de alcanfor mediático. Me refiero a eso del “otoño caliente” que, claro, este año no va a ser una excepción,  habiéndose elegido, nada menos que en 20-N, como fecha álgida para marcar todas las transiciones habidas y por haber.

Recortes




     Este vocablo es un ejemplo más de la mutación semántica que los tiempos imprimen al idioma. Antes de la dichosa crisis esta palabra  recordaba aquellos retales y trozos de periódico atesorados como perlas rescatadas del abigarrado y mortecino contexto de la prensa,  por contener escritos que no merecían el destino efímero de un diario, normalmente la papelera.  También entre los epígrafes de la lista de la compra, esa retahíla escrita azarosamente en un ticket de aparcamiento, a menudo figuraba  la palabra "recortes", que adquirían por la noche su esencia gastronómica en los trocitos de jamón rehogado con judías verdes. Y, en fin, cuando los toros gozaban de toda su lozanía, sin atisbo alguno de prohibición en el horizonte, los banderilleros también se permitían efectuar recortes adornando  su faena.
     Ya solo cabe una acepción para esta palabra. El recorte es aplicable a sueldos de funcionarios,  pensiones, presupuestos  públicos y privados; y se ha emparentado políticamente con otras frases hechas de empalagosa recurrencia, como la que hace invariablemente mención a los agujeros del cinturón. La habilidad y la rotundidad en este tipo de tijera virtual, que ha tomado con fuerza el relevo de aquellos casposos censores del franquismo, es ya, por tanto, el principal prerrequisito para desempeñar un cargo público con garantías de éxito. No importa  que se haya estudiado economía en Harvard o se haya hecho un máster en Cambridge. Mire usted cómo recorta ese consejero de economía, o ese alcalde o ese presidente autonómico. Ahora sin profesores interinos, con la mitad de quirófanos, sin coche oficial, con menú del día y sin agua embotellada, ¡qué grandes gestores!
     Nadie cree en la virtuosidad de esa nueva casta de mandatarios con la tijera colgada del cuello como sastres de la cosa pública. Porque todos han salido de la misma camada, aquella que al comienzo de cada legislatura subía sus sueldos, dietas y demás prebendas retributivas con la aquiescencia y el regocijo de los respectivos grupos, que callaban en sus escaños. Dedicarse “a la política” ha sido –en bastantes casos- una forma de medrar económicamente durante unos añitos quedando difuminada esa pretensión con un aparente compromiso con el pueblo. Y quienes no tenían chofer ni móvil oficial, ni comidas y vinos de honor a cada paso, aspiraban ansiosamente a ello  si algún día llegaban al status que lo hiciera posible. No me digan que no. Por todo esto parece bastante impúdico que cómplices del despilfarro se erijan ahora en adalides de la austeridad porque esos vientos les favorecen. Borges decía que toda la Humanidad se divide en platónicos y aristotélicos, y a esta dialéctica se reducen todas las diferencias y disputas que nos enfrentan, pero no observó cuán débil es la línea que nos permite adoptar filosofías distintas ni cuán erráticas llegan a ser nuestras convicciones.

El fin de la aceituna

     Parece que nos hemos convertido en espectadores pasivos, que asisten a la despedida imparable de unos modos y estilos de vida que hasta hace muy poco parecían consustanciales con la propia existencia. ¿Quién les iba a decir a nuestros padres y a nuestros abuelos que terminarían prohibiendo los toros? Los catalanes ya tendrán que viajar a Zaragoza o a Valencia para ver una corrida con la misma avidez que hace algún tiempo iban a Perpignan para ver una teta en el cine.

   Unas cosas se acaban por decisiones políticas (porque sin toros se es menos España que con ellos), y otras mueren de inanición por la pasividad y la inoperancia de otros políticos, esta vez incapaces e ineptos. El olivar ha sido desde la época árabe uno de los medios de vida de muchas familias humildes de nuestras comarcas, que veían en la recolección de la aceituna una importante ayuda en sus precarias economías domésticas. Durante el año cuidaban sus olivares labrando y manteniendo limpios sus suelos, podando sus ramas y “desmamonando” sus brotes en espera de lluvias equilibradas que propiciaran un verdeo sano y productivo. Pero esto se está acabando,  pues los precios que reciben estos pequeños agricultores por su producción y por su esfuerzo año a año han ido cayendo en picado hasta el punto de no merecer la pena la recolección. Paralelamente, los precios finales de la aceituna en destino no han parado de crecer y hoy suponen el 600% con respecto a lo que pagan al agricultor; a esto me refiero con políticos ineptos e incapaces de frenar el enriquecimiento de los intermediarios, y que no me vengan diciendo que esto es cosas de “los mercados”, que ya estamos hartos de que todo el mundo eche la culpa a ese etéreo e ignoto causante de todos los males para tapar su incapacidad. Si la aceituna en origen se paga a la mitad que hace unos años ¿por qué una lata de aceitunas en la tienda no vale también la mitad? ¿dónde se ha quedado el beneficio? Este año van a pagar el kilo de aceituna de verdeo a una media de 0,36 €, cuando el coste de recolección se calcula en 0,35, es decir “lo comío por lo servío”. Ya hay países, como Argentina, mucho más competitivos en estos costes, y ya saben qué pasará con nuestras aceitunas. Si alguien va a engordar, esos son los pájaros. Ante este panorama, las asociaciones de agricultores aconsejan no coger aceitunas este año, pero ¿quién le dice a un parado del campo o a un perceptor el P.E.R. que renuncie a esos quinientos, mil o dos mil euros que llevar a su casa, aunque sea la mitad de lo que pagaron el año pasado?
     Hubo una época, en tiempos de Miguel Hernández, en la que los aceituneros eran altivos. Hoy han mutado a míseros y mendicantes, presenciando impotentes cómo se extingue lánguidamente el divino legado de sus antepasados.

Tatuajes

     La dependienta de la pastelería, ostentosamente escotada, me entregó mi bamba de nata dejando entrever lo que me pareció un racimo de uvas tatuado ya cerca de lascivas y blanquecinas regiones. En principio recordé mis propios versos (disculpen la petulancia) una vez que imaginé a  Gabriel y Galán en el siglo XXI: “Mujeris que no han visto enaguas / con santos pintaos en la teta, / con yerrinos p’al ombligu / y alfileris en la jeta”. Pero me pregunté también, inducido por mi frustrada condición de psicólogo sin ejercicio, qué razones pueden llevar ahora a los jóvenes a semejante pintarrajeo. Porque no solo hablamos de estos sensuales racimitos, ni de breves mariposas en esa también pecaminosa transición de la espalda, que parecen guiar al practicante al lugar exacto para la inyección. Nos referimos  a enormes grafitis epidérmicos: inscripciones góticas que llenan todo un antebrazo o monstruos con tres cabezas que abarcan la totalidad de la espalda, como aquellas rosas de los vientos antropomorfas de los mapas medievales.
     Parece claro que en el transfondo de un tatuaje descansa secretamente el deseo de adquirir una cierta singularidad para huir del atroz anonimato al que nos someten las masas y los conglomerados humanos, que eliminan por sí mismos cualquier identidad. Muchos jóvenes creen salir de esta alienación con un simple dibujito polícromo. En todo caso (y esto lo saben bien los tatuadotes) el tatuaje refleja la necesidad permanente del hombre de diferenciarse de los demás y distinguirse de este modo de sus congéneres como ser único y distinto. Sin embargo esta práctica a mí me trae más bien evocaciones de presidiario, pues recuerdo cómo tenían los brazos de pintados los aforados de la Legión que traían al calabozo de mi cuartel de Ceuta, en mi obligada época militar.
     Bueno, pero las personas evolucionan en sus percepciones de la vida y a los 18 años no se tiene la misma visión social ni las mismas necesidades que a los 50; un tatuaje no es como aquellos papeles pintados del salón que podían despellejarse cada dos años porque se habían pasado de moda. Así como es fácil quitarse un pendiente o un pearcing de la ceja, no sucede lo mismo con el tatuaje. Yo me inquietaría algo si el cirujano que tiene que intervenirme, cuando se aproxima con su cofia verde luce sendas sirenas multicolor en los brazos, o al abogado que me lleva el pleito, como el que no quiere la cosa, le asoma un dragón por el cuello. No sé hasta qué punto la autoafirmación ante las antiguas inseguridades adolescentes de nuestro dentista pueden crear un clima favorable a la extracción de la muela del juicio. Les juro que estoy descolocado.

Estramonio y "choking game"

      Iba a escribir algo sobre el llamado “síndrome post vacacional”, pero lo único que se me ocurría es que tal trastorno es un camelo inventado para rellenar espacio cada año en los suplementos de prensa de principios de septiembre. La reincorporación al trabajo después de unas vacaciones, con los tiempos que corren, cada vez debe ser más interpretada como un  privilegio que como un trauma causante de no sé qué desequilibrios psíquicos, o si no que se lo pregunten a cinco millones de personas que yo me sé, incapaces de experimentar esa complicación del ánimo por imposibilidad manifiesta.
     De entre los muchos asuntos acaecidos durante el pasado mes susceptibles de ser comentados en esta columna  he elegido una temática compuesta por algunos flashes informativos relacionados con los jóvenes y sus expectativas. Generalizar siempre tiene el riesgo de deformar la realidad, pero ignorar acontecimientos aislados también engendra el peligro de no atajar a tiempo situaciones grotescas que se pueden extender. Me refiero, por ejemplo, a eso del estramonio y otras lindeces. Al parecer ya no es suficiente “calentarse” cada fin de semana con el botellón, la borrachera la ha habido siempre y es una experiencia  manida y demasiado “light”. Y si me apuran, “colocarse” con un canutillo tampoco aporta ya nuevas sensaciones. Quienes mueven los hilos de los “mercados” juveniles terminaron introduciendo las drogas sintéticas, de tal forma que ya se puede alucinar consumiendo cómodas pastillitas, siendo muchos los jóvenes que “comen” éxtasis y otros comprimidos al uso. Más: alguien ha ideado cómo emborracharse sin resaca. Sí, también lo he visto este verano. Se trata de unos chupitos humeantes de alcohol sintético que se inhala, y que han empezado a dar en los botellones, como cuando en Carrefour promocionan un nuevo queso. Y ahora el estramonio. No sé a quién se le ha ocurrido que la solución es contratar brigadas para quitar esta planta de los alrededores de los sitios de botellón.  Pronto comerán amapolas y habrá que erradicarlas del campo para evitar tentaciones. Pero sigamos: choking game, es decir, apretarse el pescuezo para comprimir la arteria carótida y perder el conocimiento por falta de riego cerebral, y parece que esto mola.
      Y pensar que a mi padre no le gustaba que jugara tanto al billar. Convendrán conmigo en que algo está fallando. No sé de qué manera podríamos idear dosis de responsabilidad, pastillas de sensatez o chupitos de cordura sintética. La crisis de valores es mucho más obstinada que la de la deuda soberana. Si nos cargamos aquel divino tesoro que decía Rubén Darío mal nos v a  ir.