miércoles, 30 de noviembre de 2011

No se retire

“En este momento todos nuestros agentes están ocupados. No se retire. Le atenderemos en breves instantes”.  Y a continuación, la musiquilla ratonera-emblema de la compañía en cuestión, pensada para entretener a clientes no atendidos, pero que realmente sirve para ponerlos de mala leche. “Su llamada continúa en  espera. Uno de nuestros agentes le atenderá lo antes posible”. Y así hasta  mandarlos a la porra definitivamente colgando el teléfono a ver si más tarde están menos ocupados.
   Hay veces que siento un deseo irrefrenable de ver por un agujerito el local donde están todos esos agentes tan ocupados y los esfuerzos que hacen por atendernos lo antes posible.  Hace ya algún tiempo,  conocí a una persona que había sido responsable de una planta de telemarketing en una importante compañía de atención telefónica. Me contaba que un día no se presentó ningún operador a la hora de inicio de la jornada, pues había  un motín en la empresa por las insostenibles condiciones de sus contratos-basura. La solución, poner la grabación: “en estos momentos todos nuestros agentes están ocupados...”, pero en formar una bronca laboral o buscar otro empleo, podríamos añadir. Al parecer, es frecuente el abandono de esos trabajos que por ahorro de márgenes comerciales las empresas ofrecen en condiciones infames a colectivos necesitados, como estudiantes o inmigrantes sudamericanos. Supongo que a ustedes también le habrán contestado alguna vez con voz musical: “buenos días, le atiende Tatiana Nelson, ¿en qué puedo assshudarle?”, que más parece parte de un tango de Carlos Gardel. Otras veces lo que realmente ocurre es que, sin saberlo, estamos hablando directamente con Perú o Colombia, donde estas empresas practican la deslocalización telefónica porque allí los sueldos son la cuarta parte. Cuánta patraña existe detrás de la apariencia solvente de  empresas de servicios dedicadas a ganar dinero en detrimento de la calidad y que hasta invierten en tecnología para que parezca lo contrario. No hablemos ya de los teléfonos automáticos. Una vez me quedé tirado en la carretera y, dentro de mi azaramiento y nerviosismo, porque se hacía de noche, logré encontrar como un tesoro el teléfono de la compañía de seguros; ávido de conversar con mi salvador, que con voz amable me sacara de aquel atolladero, me topé con un “marque o diga uno a uno los números de su póliza; si es accidente, pulse uno, si es avería pulse dos…”   El grado de deshumanización al que hemos llegado con tanto avance tecnológico amenaza con contagiarnos del mismo hieratismo de las máquinas, para dar respuestas clónicas a las situaciones y problemas de la vida. Buenos tiempos aquellos cuando uno improvisaba y construía su propio destino lejos de respuestas estandarizadas y previsibles.

martes, 22 de noviembre de 2011

Depende

Desde aquel famoso cambio de 1982, con los 202 escaños obtenidos por Felipe González han pasado casi treinta años. Para la democracia española, más que joven, adolescente, era preciso desmontar las estructuras franquistas fuertemente enquistadas en el ejército y en los cuerpos de seguridad. La ETA mataba a cien personas al año. Era necesario dotar al país de una red viaria e infraestructuras competitivas, hacía falta remar en la dirección europea, muy lejos aún, y otras muchas cosas, como una dolorosa pero inevitable reconversión industrial. Y para poder hacer con tranquilidad todo aquello debíamos dotarnos de un “rodillo”, y así lo vieron los ciudadanos. Así, aquello del rodillo socialista estuvo en boca de los indignados al uso más por rodillo que por socialista.
     A partir de entonces se han sucedido legislaturas con alternancias que, globalmente, nos han puesto en la órbita de nuestro entorno próximo, con logros sociales impensables desde que conducíamos un 127. Y en el momento presente estamos inmersos en otra coyuntura de cambio, y los electores han considerado que la única forma de poder llevarlo a cabo es dotando al país de un nuevo rodillo, esta vez de color azul. Tenemos unas buenas infraestructuras, la ETA ya no mata y el franquismo es historia. Son otros los asuntos a los que hay que dar la vuelta, cosa que ya no podía hacer el PSOE, y su tiempo ha muerto precisamente un 20-N, la misma fecha en la que enterramos a Franco.
   Ahora bien, si la crisis es como un caballo desbocado que ya no podía manejar su jinete de cejas circunflejas, está por ver si el nuevo lo logrará a base de hincar espuelas o la montura se encabritará aún más. El piloto suicida ha sido sustituido, pero el nuevo comandante tiene ya a las Torres Gemelas en el horizonte con poco margen para variar el rumbo, y los botones que tiene que accionar pueden provocar efectos colaterales.
Puede que dentro de poco, cientos de miles de votantes al rodillo popular contemplen con cara de imbécil que han sido víctimas de fuego amigo, porque a quien se trata de agradar realmente es a Ángela Merkel y a los mercados, caiga quien caiga. Los votantes han dicho “esto hay que arreglarlo” con un cheque en blanco porque falta que se nos diga cómo. Está por ver si en el momento presente es mejor un rodillo que la pluralidad y el consenso. Está por ver cómo se maneja el nuevo presidente con su inglés aznariano en las cumbres europeas y del G-20, donde deberá contestar ya sin leer los papeles que le prepara su equipo, procurando evitar los balbuceos y sonrisas desdentadas. Está por ver hasta dónde el Estado puede asumir el coste de lo conseguido en las últimas tres décadas y a quiénes les tocará la china de retroceder. Demasiadas cosas están por ver. Es como una obra donde hemos cambiado de cuadrilla de albañiles: siempre dicen que todo lo de antes estaba mal hecho, pero a nosotros nos va a costar el doble. O puede que no. Depende, como gusta sentenciar al gallego.

martes, 15 de noviembre de 2011

Slow Down para todos

   Ahora que por prescripción facultativa tengo prohibidas las situaciones generadoras de estrés, me estoy haciendo militante del llamado movimiento Slow Down, que en cristiano no es sino una corriente cultural aparecida en Europa hace algunos años con el fin de intentar calmar las actividades humanas, absolutamente desvirtuadas por las prisas que el mundo moderno imprime a nuestra existencia; por mejor decir, según este movimiento debemos tomar el control del tiempo en lugar de someternos y dejarnos llevar por su tiranía. El Slow Down, por ejemplo, estaría en contra de las situaciones que nos conducen sin remedio a  los establecimientos de “comida rápida”, y a los establecimientos en sí,  para potenciar el disfrute real de compartir una comida como Dios manda con otras personas, con tiempo suficiente para apreciar los sabores en una conversación sosegada olvidada completamente del reloj. Y quien dice comer dice pasear, o cualquier otra actividad que realicemos con gusto porque nos sale de ahí. Se trata de aparcar definitivamente la prisa para disfrutar cada minuto.
     Poner en práctica esta filosofía va mucho más allá de evitar las prisas. Se trata de fortalecer una nueva escala de valores que se basaría en trabajar para vivir, y no como solemos hacer, vivir para trabajar. Esto implica incorporar a nuestro ideario algunas cosas: apreciar la biodiversidad, las formas de vida tradicionales, reivindicar nuestras culturas locales y emplear inteligentemente la tecnología. Justamente todo lo contrario a lo que solemos hacer cotidianamente, porque el montaje globalizado donde vegetamos ya nos marca la ruta a seguir: vivir aceleradamente, tender a que todo funcione 24 horas para perpetuar el consumismo, comprar la ropa de invierno en verano… las empresas potencian la dirección por objetivos “flexibilizando” los horarios, es decir, trabajar más horas de las fijadas en los convenios, en detrimento de la vida familiar, del fomento de la amistad y las actividades dedicadas al ocio. Muchos, por desgracia, basan su vida en ganar mucho dinero para el futuro olvidándose de disfrutar del momento presente, que es el único tiempo real que existe. Los países nórdicos están consiguiendo hacer realidad esta utopía de disfrutar del presente, y no por ello se resiente su productividad, como alguien podría pensar: ahí tenemos a Suecia con empresas como Volvo, Skandia, Ericsson, Ikea, Electrolux o Nokia, donde está mal visto hacer horas extras.
     Pero nosotros, pobrecitos mediterráneos engullidos por la globalización y el mandato empresarial del aquí y ahora, vemos en esto del Slow Down una ciencia ficción que jamás nos liberará del llamado por los psicólogos “síndrome de la felicidad aplazada”, que padecen quienes jamás se detienen a disfrutar de nada en la vida debido a sus muchas obligaciones. Las prisas, además de conducir al estrés, conllevan también un peculiar estilo de vida que propicia otros males como la obesidad, las enfermedades coronarias y el deterioro de la comunicación familiar. Por eso admiro a quienes, independientemente de su ocupación profesional, están en un grupo de teatro, practican senderismo, disfrutan de sus amigos, tocan la flauta y el tamboril, juegan diariamente con sus hijos y se toman la vida con la calma de quien sabe que solo se vive una vez. Ser antisistema también es rebelarse contra todo lo que nos impide que vivamos nuestra propia vida como queremos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Trenes perdidos

     Los más jóvenes no han conocido el tren Ruta de la Plata, la mítica y desaparecida línea Astorga-Salamanca-Plasencia, que discurría por el mismo corredor usado en tiempos romanos para llegar también a la vieja capital de los astures leoneses.  En aquel viaje no eran precisas revistas para leer, pues el principal entretenimiento lo constituía el paisaje nada más salir de Plasencia. A los ásperos berrocales sucedía pronto la floresta tupida del Valle del Ambroz, cobijada por las moles cercanas de Gredos. Si era verano, las ventanillas abiertas dejaban pasar las fragancias de la vegetación mientras el tren serpenteaba por el Puerto de Béjar accediendo a la Meseta. En 1985 la desidia hizo fenecer esta línea después de casi un siglo, interrumpiéndose aquí por tanto, el tránsito ferroviario de todo el oeste peninsular.
     El mismo camino parece que puede tomar el viejo Lusitania Exprés que une la provincia cacereña con Lisboa a través de la frontera de Valencia de Alcántara, el camino más corto desde Madrid a la capital portuguesa. Esta vez la vecindad con el país luso, que atraviesa por dificultades mayores que las nuestras, nos está perjudicando enormemente, pues tampoco Portugal cumplirá su compromiso de enlazar con el AVE ni ejecutar su parte de autovía que debía unirse con la EX-A-1, de Plasencia a la frontera por Monfortinho.
     Pero la desaparición de ferrocarriles en Extremadura es algo más que un mero borrado de líneas negras en el mapa regional. Es cómodo echar la culpa a Portugal o a la propia crisis económica cuando no se está sabiendo defender lo nuestro. Otro tren hemos perdido dejándonos arrebatar el Eje 16 que nos comunicaría por fin con el corazón de Europa en igualdad de condiciones, en beneficio de otras regiones con más peso que se han llevado el gato y el Eje al agua, a la suya. Y hablando de Europa, un tren más desapareció del horizonte extremeño, esta vez cultural y de progreso con el fiasco de Cáceres 2016, proyecto en el que tantas esperanzas y dineros depositamos. La plataforma logística de Badajoz se aleja o se empequeñece con tantos trenes perdidos, igual que dijimos adiós al aeropuerto de Cáceres. Si hubo unos años en los que Extremadura parecía salir de su secular letargo dibujando una curva ascendente, me está pareciendo que a la evidente pérdida de peso de España en el concierto internacional está acompañando una proporcional pérdida de significación extremeña en la orquesta nacional, donde ni se nos ve ni se nos oye. Seguimos en puestos de descenso, que es lo que hemos mamado desde siempre. Y me preocupa el tono de nuestros gobernantes, entrantes y salientes, con resentimientos y actitudes vengativas. A todas nuestras desgracias puede unirse una mayor que parecía superada: que los comicios autonómicos se hayan planteado el clave de vencedores y vencidos, clima de enfrentamiento cateto y revanchista  muy propicio para seguir en tierra, perdiendo todos los trenes habidos y por haber.

martes, 1 de noviembre de 2011

Sanidad pública

He aquí dos palabras a las que el abuso demagógico despoja de su significado original. Si repetimos monja, monja, monja, acabaremos diciendo jamón.  Los clichés que uno se puede formar al respecto son diversos. Para muchos la sanidad pública es ir al ambulatorio a por recetas; para otros es sinónimo de lista de espera, incluso para algunos es un concepto inédito y vacío porque la identifican con la sanidad de los pobres y los inmigrantes, ya que ellos costean seguros de salud privados y prefieren una consulta con televisión e hilo musical, algo que, ciertamente, es absolutamente respetable.
     Pero de la misma forma que no es lo mismo ojear el folleto de la cueva de Nerja que introducirse en sus entrañas, hay que experimentar el sistema sanitario por dentro para forjarse una idea lo más objetiva posible del servicio  público que tenemos en España para salvaguardar nuestra salud, con sus déficits y carencias, pero también con sus virtudes y singularidades. Recientemente no he tenido más opción, en contra de mi voluntad, que ser usuario de su servicio de urgencias, calibrar la dotación humana y material de una UCI, experimentar la asistencia profesional en una planta y, finalmente, someterme a la experiencia de sus especialistas y cirujanos. Prueba superada ampliamente. Y que conste que otras veces también he sufrido colas o retrasos, pero es bueno que usemos esa balanza conceptual que nos permite separar, como el grano de la paja, lo esencial de lo accesorio. Mi convalecencia me permite más tiempo para informarme en Internet de todo lo relacionado con los marcapasos, artilugio bendito con el que he salido del hospital. No pueden ustedes imaginarse cómo en los foros la gente de  México o Argentina  buscan ofertas en la red para comprar por ahí uno por 7.000 dólares (el sueldo de un año en muchos países) para ver si después se lo pueden poner a su madre en algún hospital que no sea muy caro.
    Yo les digo a ustedes que no sabemos lo que tenemos. Es verdad que el sistema, por su universalidad,  mantiene deudas con proveedores y adolece de capacidad para ser más ágil en la asistencia, y últimamente se están cargando las tintas en estos extremos, tal vez para justificar determinados cambios después, porque no hay dinero para mantenerlo tal como está. Pero el fraude fiscal sigue siendo del 23% del PIB mientras la sanidad representa el 6%. Miren qué cerca están las perras.
   Mientras banqueros sin escrúpulos se van a su casa con los bolsillos llenos,  flota en el ambiente la intención de meterle mano decididamente a este sistema sanitario aduciendo necesidad de recortes para aminorar el déficit, como si  la salud pública tuviera que  ser un negocio. Si hay que volver a las barricadas para evitarlo, allí estaré yo con mi marcapasos.

Ánimas

        Cuando se come opíparamente nadie agua la fiesta suscitando la posibilidad de una hambruna. Somos así de olvidadizos, con una interesada desmemoria que tiene un extraño apego a las vacas gordas como si  no existieran, acechantes, las antípodas de la realidad inmediata y placentera. Estamos tan ocupados en vivir (cosa que nos lleva todo el día) que pocas veces nos acordamos de la muerte. No hace tanto tiempo –muchos de ustedes lo recordarán- aquellos ejercicios espirituales sin calentamiento previo se ocupaban de sobra del asunto como tema prácticamente monográfico y eran tan duros los mencionados ejercicios que uno salía con la conciencia dolorida y una especie de agujetas en el alma: pecado, fuego, eternidad... son vocablos que al evocarlos todavía engendran una reminiscencia de encogimiento emocional. La adolescencia trajo, no obstante, otros ímpetus y fuegos interiores que relegaron el infierno junto a los Reyes Magos y la cigüeña de París a esa recámara truculenta de la memoria a la que solo le es permitido merodear en los espacios oníricos como lánguida flojera  de la consciencia. La muerte viajó también al cajón de los asuntos definitivamente postergados; realmente, al último lugar de la lista como diciendo “no adelantemos acontecimientos”.  Tal vez por eso desde el siglo X el calendario ofrece un día al año para rememorar fugazmente este instante postrero de la existencia que parece que solo somos capaces de concebir al verlo reflejado en quienes ya pasaron por ese ignoto trance: los difuntos, sustancia a la que todos tendemos sin desearlo gran cosa, porque no tenemos costumbre de afrontar las preguntas que solo pueden ser contestadas desde la filosofía o los dogmas de la fe. Hoy, primero de noviembre, es momento para la reflexión: habrá un día -y no precisamente lejano- en el que al fin todos seremos iguales y no habrán valido para ello ventajas ni primacías, ni trampas. Cuando hayamos muerto, todos nos convertiremos en “seres queridos”, expresión que,  con su dramática carga de eufemismo, es finalmente algo que muchos no lograron en vida. Nuestra  tenue morada etérea será solo el recuerdo más o menos acusado de nuestros allegados y deudos, a quienes contemplaremos siempre de frente desde las distintas ultratumbas que ofrecerá una dimensión inconcebible hecha de purgatorios subjetivos: anhelantes al otro lado de la lápida cual espejo de Alicia; desde el lóbrego interior de una urna o desde las aguas donde un día arrojaron nuestras cenizas como una siembra extensiva de diminutas motas de olvido. Estaremos a un tiempo muy cerca y muy lejos, seremos ánimas expectantes en todos los reversos inescrutables de la realidad física, uno espectros tristes que añoran el dulce protagonismo de la vida sin posibilidad de intervenir, como un malabarista que ha perdido las manos sin darle tiempo a ejecutar su mejor número. Hasta que el recuerdo de nuestra existencia comience a desdibujarse y a perder los contornos de sentimiento en los que quedaron aquí. Entonces, perdido el último afecto, mutaremos de nuevo para ser solo  un letrero dorado extraviado en la inmensidad quieta del camposanto,  un recordatorio con ribete negro, tal vez fotografía arrumbada entre la incómoda estrechez de las páginas de un viejo álbum; un perfecto desconocido para una generación extraña que no fue coetánea de nadie vivo en nuestra época...
     La muerte y los difuntos constituyen una materia rodeada de un ancestral misterio y temor (común a todas las culturas) que soslayan y convierten sistemáticamente en tabú algo que es consustancial con la propia vida. No se concibe vida sin muerte y viceversa. Seguramente la convicción de que todos tenemos una fecha ineluctable de caducidad condiciona las formas de descifrar las vivencias en función de si se cree o no que hay algo más allá de esa muralla opaca de la que nunca nadie ha regresado. Recordar a nuestros difuntos es un ejercicio de justicia y de solidaridad porque algún compartiremos su misma sustancia. Y en lo a que a nosotros respecta,  hasta llegar a esa línea de meta ineludible tenemos la oportunidad de obrar con rectitud y aprovechamiento para no tener que arrepentirnos en exceso, no sea que finalmente se confirme aquello del infierno.
De mi libro El pez colorao