viernes, 23 de mayo de 2014

Bares y aulas


     La encuesta de población activa (EPA) es un esperado termómetro, cuya lectura proporciona trimestralmente cientos de datos estadísticos a disposición de los analistas económicos. Esas lecturas tratan de llevar el ascua a la sardina propia –gobierno, oposición, agentes sociales-, y los datos son siempre convenientemente cocinados. No obstante, encontramos cifras objetivas e inamovibles. En 2013 se volvieron a destruir 200.000 puestos de trabajo, por mucho que se asegure que se ha tocado fondo; eso de los fondos, los brotes y los túneles son argumentos que ya huelen. La población activa ha disminuido en un cuarto de millón de personas: ya no se apuntan al paro o sencillamente se marchan fuera del país. Las cifras del desempleo están desvirtuadas.

     Una de las evidencias que también muestra la última EPA es la desigual evolución de los distintos sectores analizados. Lo ideal sería que todo creciera a la par, aunque fuera muy poco, pero no es así. Llama la atención la creación de empleo neto en algunos de esos epígrafes (otra cosa es la calidad y durabilidad de ese empleo). La hostelería repunta con fuerza. Si España era antes de la crisis un país de albañiles y camareros, por lo menos los segundos parece que quieren seguir ayudando a que nuestro país siga a la vanguardia mundial en bares por habitante. Tomar las once, la cañita o el carajillo es una arraigada costumbre hispana que no ha sido capaz de tumbar ni el fiasco de Lehman Brothers. Y las estadísticas dicen que estamos también a la cabeza de Europa en consumo de alcohol y tabaco. Pero bienvenidos sean esos 90.000 nuevos empleos en hostelería.

     En el otro polo tenemos a la Administración Pública, y en concreto a la Educación, con una destrucción de 46.400 empleos docentes en un solo año (ya van dos de recortes, y todo apunta a que si se ejecutan en su totalidad las medidas planteadas por el ministro Wert, se podría alcanzar la supresión global de 100.000 profesores). A lo que se ve, la tarea de dotar a la población de un buen nivel educativo, que siempre es garantía de futuro para cualquier sociedad, se equipara a una simple tarea administrativa susceptible de ser eliminada en gran parte con tasas de reposición del 10% (solo se cubre un puesto de cada diez profesores jubilados), supresión de clases de apoyo, eliminación de unidades rurales por “deficitarias”, aumento de ratios de alumnado y horas lectivas en docentes, quince días de plazo para cubrir una baja… por no citar el cercenamiento de las becas y ayudas a la investigación que provocan la estampida de cerebros.

     Esto de necesitar imperiosamente dar a Europa datos positivos a corto plazo tiene estas curiosidades. El futuro no importa. A lo mejor las estadísticas dejan entrever cifras levemente optimistas. Cifras. Pero no sabemos si la Troika se detendrá a analizar la letra pequeña donde dice que la mejora se sustenta en apertura de bares y cierre de escuelas.

Clase media


Lo que en nuestro tiempo presente hemos entendido por clase media está bastante alejado de los parámetros sociológicos que nacieron a partir de la Revolución Industrial. Cuando Karl Marx escribió El Capital era un grupo pequeño de población entre las grandes masas trabajadoras y las oligarquías burguesas. Sin embargo, a finales del siglo XIX, cuando Max Weber expone sus teorías, es el principal grupo económico de los países desarrollados de Europa.

    En nuestras vivencias cotidianas, la clase media ha estado formada por una horquilla social ciertamente amplia: quienes no eran obreros sin cualificar ni tampoco aristócratas o ricos de cuna capaces de vivir holgadamente de rentas. Así, empleados con trabajo estable, mandos intermedios de empresas, funcionarios, profesionales y titulados varios han constituido durante décadas el sustento real de la economía. Trabajadores normales con capacidad de ahorro y posibilidad de planificar una vida sin sobresaltos que, al mismo tiempo, impulsara para la siguiente generación la esperanza cierta de mejores perspectivas debido a los avances sociales y de la tecnología.

   Estas perspectivas son precisamente las que se están yendo al garete, y con ellas la propia clase media según la entendíamos hasta ahora. La aberración de ese 50% de paro juvenil vaticina la desaparición de ese segmento socioeconómico. Circula por ahí un estudio de la prestigiosa consultora Icsa que pone de manifiesto la creciente polarización que se está produciendo entre los que ganan muchísimo (más de 80.000 € anuales) y los que ganan cada vez menos (sueldo inferior a 20.000 € brutos al año). El año que acaba de finalizar ha incrementado de media un 7% el sueldo de los directivos y ha mermado en torno a un 6%  el de esa llamada clase media, que además sustenta estoicamente las crecientes cargas fiscales, la carestía de los servicios y sufre los embates de la precariedad y la insuficiencia. La citada consultora señala a la Reforma Laboral como causante principal de este fenómeno.
     El status social del que gozaba  un médico, un ingeniero, un periodista o  un profesor  hace seis años está desapareciendo velozmente: paro, medias jornadas, trabajos temporales, subempleo, cuando no emigración al extranjero; y lo mismo se podría decir del resto de integrantes de aquella antigua clase media estable, que hoy solo aspira a sobrevivir aceptando la marginalidad y los servicios públicos que se le ofrecen, absolutamente devaluados. Estamos ante un estamento social que se diluye como un azucarillo para convertirse en una verdadera subclase sin expectativas. Lo malo de todo esto es que la recuperación que se atisba será a costa de zaherir aún más los cimientos de esas masas de ciudadanos cada vez más empobrecidas; una galopante clase media-baja (en poder económico), pero cualificada educativa y socialmente es un fracaso estrepitoso para cualquier sociedad, pero parece que es un fracaso invisible, en todo caso eclipsado por un crecimiento rácano del 0,3%. Si esto es para sacar pecho en el despacho oval, que se pare esto, que yo quiero bajarme. ¿Me acompañan?

jueves, 22 de mayo de 2014

Inquina


 

 
 
 
 
     Montserrat González, la presunta autora confesa del asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, manifestó como desencadenante del crimen la “inquina personal”, generada durante varios años por el trato dispensado a su hija. Este hecho me ha hecho recordar mucho otro episodio muy parecido que ocurrió hace siete años en Fago, pequeño pueblo del Pirineo aragonés, donde el alcalde Miguel Grima fue asesinado con una escopeta de postas a manos de su vecino Santiago Mainar, por idéntico sentimiento de aversión. Aunque ambas víctimas ostentaban cargos públicos, en el caso de Fago, su asesino era además rival político, cosa que no sucede con el de León, ya que eran correligionarias. Por tanto, la motivación política no es el principal desencadenante en estos crímenes, donde la relación meramente personal, irreconciliable y generadora de inmenso odio es la que posibilita esa liberación patológica que lleva al acto violento.

     La inquina y el odio son sentimientos humanos que han existido siempre, no hace falta que el Génesis nos hable de Caín. Además, es una de las emociones más inútiles: a todos nos habrá pasado alguna vez en mayor o menor medida albergar pensamientos insultantes y hasta deseos de perjuicios contra alguien, ya sea conocido (por ejemplo, ese vecino de 4º B) o ajeno (el del altercado de tráfico en la rotonda). Da igual; se tiende a pensar que al odiar estamos haciendo daño al otro, cuando el otro ni se cosca. A quienes hacemos daño es a nosotros mismos, sobre todo cuando ese sentimiento se arraiga y se mantiene en el tiempo, lo cual nos desequilibra y daña nuestra mente, imposibilitándonos para mantener una conducta coherente. Hasta aquí llegaría lo normal en la inquina, es decir, “pecar de pensamiento”. Lo que ya hay que analizar más despacio son los casos en los que esos meros proyectos vengativos emocionales se llevan a la práctica como único escape para romper esa presión, porque realmente es así y el criminal en cierto modo se siente aliviado tras su acción. La personalidad del agraviado es determinante, y no necesariamente ha de ser un psicópata, sólo se trata de cómo reprime cada uno sus odios. Santiago Mainar manifestó en el juicio que lo condenó a veinte años: “prefiero que me acusen de dar muerte a un tirano antes que ampararlo políticamente y de resignarme como ciudadano”. Es muy posible que Montserrat González piense exactamente igual.

     Hemos dicho que en la mayoría de nosotros la inquina nos la comemos, es anónima; pero ahora existe la posibilidad de hacerla pública y multiplicar así sus efectos. Facebook, por ejemplo te invita a ello a cada instante (“¿qué estás pensando?”). Se está viendo que para algunos las redes sociales representan una válvula de escape para sus odios que de otra forma no pueden eliminar, y puede inducir a quien lo lee a albergar los mismos sentimientos. Ahora se comparte todo, lo bueno y lo malo. Es un importante daño colateral, pues asistimos realmente a una globalización del odio y de la inquina.