viernes, 6 de noviembre de 2015

Belleza interior



      No hace muchos días reapareció Camilo Sesto con la última versión de su rostro, que cada vez más es un pastiche de sí mismo. Para mí llegar a los 70 años calvo, arrugado y sin un gramo de bótox constituirá un honor porque las huellas del paso del tiempo son como medallas de guerra que se lucen a diario y no solo el día de la fiesta nacional. Pero dejando a un lado la obsesión enfermiza de Camilo Sesto, reconozcamos que hay quienes han sido depositarios de las iras del destino y, sin culpa alguna, son poco agraciados, me refiero a ambos sexos; para ellos no significa ningún consuelo ese estribillo de la “belleza interior” que escuchan benévolamente de sus allegados, pues anhelan otra cosa.
Otros, con el paso despiadado de los años, van atesorando excedentes de humanidad, como conatos de sí mismo adosados implacablemente  que redondean sus perfiles primigenios  bajo diferentes nomenclaturas siempre vejatorias: michelines, cartucheras, culámen... Casi todos consideramos tener uno o varios defectos susceptibles de ser modificados milagrosamente mediante esos avances portentosos de la cirugía. Deseamos ser bellos por fuera, y así proliferan verdaderas modelos de Rubens que añoran poder introducirse de nuevo en aquellos  vestidos juveniles como intrusas de otro tiempo; dentaduras díscolas desde la pubertad que intentan  alinearse como para anunciar un dentífrico, miopes recalcitrantes en trámites de separación de sus gafas o narices escoradas a la derecha toda la vida que aspiran ahora a esa disputada centralidad de cara a las urnas selectivas de la aceptación social.

        Obsesionados por  la apariencia exterior, pocos  se ocupan en llegar a esa belleza tímida de los adentros que parece no tener ninguna trascendencia porque no está a la vista. Y sin embargo a muchos les harían falta  implantes emocionales para elevar las turgencias del alma. O succionarles de alguna forma la prepotencia sobrante. O eliminar los odios que les rebosan mediante el ejercicio saludable de la solidaridad y la comprensión, o tratar esa celulitis rebelde del intelecto que se manifiesta  en pequeños cúmulos de ostentación y mentira. O pasar unos meses de internamiento en clínicas anti-vanidad. O, en fin, ponerse a dieta rigurosa contra la indiferencia y el hedonismo. Qué pena que por falta de pacientes de este tipo no proliferen tampoco especialistas adecuados. Y que no existan pasarelas donde desfilen personas decentes y equilibradas, ni concursos que ensalcen y valoren una estética interior. Solo cuando se llega a la fealdad patológica de la que hablo ahora se ingresa -sin desearlo gran cosa- en la cárcel o en el psiquiátrico, instituciones que, como clínicas subvencionadas del fracaso, rara vez llegan a arreglar los defectos susceptibles de ser tratados. A diferencia de lo que ocurre con los cambios radicales que soñamos para ser más bellos físicamente, padecemos un triste inmovilismo en cuanto al mejoramiento de nuestras actitudes. Es muy posible que la dinámica de la vida actual (en pos de poder y dinero) premie precisamente a los feos por dentro y guapos por fuera.


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