viernes, 31 de julio de 2015

El náufrago feliz






Aquellas maletas de cartón encima de la cama con refuerzos metálicos insertos con tachuelas en las esquinas, el olor subido de la naftalina que se difuminaba por toda la habitación al abrirla en una apacible cámara de gas, las prendas que poco a poco iban acomodándose ordenadamente en su interior me parecían víveres para una larga expedición: eran un ritual al que yo asistía entre bambalinas como el espectador entusiasta que pronto va a participar también en la obra, con un gozoso papel secundario que se repetía de año en año.
Y no te olvides el optalidón. Ni el diazepán. Ni los supositorios. Aquello parecía más bien el equipo para un viaje interplanetario donde no podía faltar la pesada Rolleiflex ni el cazamariposas; como la pequeña Calpurnia Tate, yo capturaría también ejemplares por amplios castañares y riberas de olor a poleo, y volvería a reencontrarme con esas amazonas aladas (argynnis pandora), almirantes veloces (vanessa atalanta) y ninfas de los arroyos (limenitis reducta),
dueñas de un mundo libre al que me era dado asomarme. Por difícil que pareciera, todo (incluida la hamaca de cuerdas y la cesta de mimbre naranja) encontraba acomodo en los más recónditos huecos de un seiscientos más alto que ancho por la necesaria prolongación de su atiborrada baca.

No importaba que no hubiera autovías ni rayas en la carretera. Nuestro viaje estaba a ratos escoltado por gruesos árboles a ambos lados del camino que, luciendo arrogantes una faja blanca, a veces flanqueaban un verdadero túnel de vegetación que nos engullía como un agujero negro cósmico.
No importaba que tampoco existiera el aire acondicionado, para eso estaba el puerto de Miravete y su detenedero en la fuente para que los coches pastaran con el capó abierto, como el pico de un cigüeño abatido por la quemazón de su nido. Y no solo no importaba, sino que era fantástico que no existieran los teléfonos móviles ni Internet, ni que el lugar donde pasaríamos aquellos gozosos e interminables treinta días no tuviera televisión. Porque habitaríamos un mundo distinto y primitivo de jofainas y cántaras, con olor a establo y atardeceres dorados. De paseos amenizados por el rumor de las gargantas y la compañía transparente de las libélulas.  
      Supongo que a estas alturas del texto ya habrán adivinado ustedes que  me voy de vacaciones, aunque no serán ya como aquellas de las de antaño donde uno se sentía como un auténtico Robinson Crusoe. Es lo que nos ha traído nuestro acelerado tiempo, donde se ha extinguido la aventura y el anonimato. Todo el mundo sabrá “mi ubicación” y aunque restrinja la actividad en Facebook tampoco será posible desembarazarse por completo de las redes de la actualidad. Estaré a cada instante controlado por los sonidos indiscretos y artificiales de los  whatsapps y seré incapaz de olvidarme de sondeos demoscópicos y avatares de la bolsa de Shanghái. La niñez hace tiempo que la perdimos, pero también la inocente libertad de unos tiempos primarios que nos permitían saborear el ocio de otra manera.

viernes, 24 de julio de 2015

Justicia para un enano



     En el verano de 2006 Plutón dejó de ser considerado planeta. Entonces escribí: “este pequeño astro, feliz colega desde 1930 de venerables gigantes como Júpiter y Saturno, ha sido despojado de su alcurnia planetaria y rebajado en sus funciones hasta hacerlo desaparecer de aquella lista emblemática, como un equipo que desciende de categoría en los despachos tras el fallo inapelable de un juez único; como el comandante degradado a cabo primero tras un consejo de guerra precipitado y sumarísimo”.


     Entonces, cuando se acuñó el término de “planeta enano”, comentaba que yo siempre me identifiqué con Plutón, pues me he encontrado cómodo perteneciendo a grupos o sistemas de algún empaque, pero manteniéndome alejado de vanidades o petulancias. Me gusta que me conozca en profundidad solo quien tenga verdadero interés en acercarse, y en este sentido casi siempre me he rodeado de amistades plutonianas, con una visión afín del universo social. Hace una década atravesaba un cierto bache existencial y me sentía un poco como Plutón:  desplazado más allá de las lejanas fronteras del reconocimiento y el aprecio, como si deambulara perdido fuera del cinturón de Kuiper junto a otros vulgares asteroides. Para mí fueron tiempos de jueces implacables con licencia para crear nuevas categorías al amparo de una pedante ambición innovadora; cuando la edad te va creando dificultad para amoldarte a los cambios, notamos que nuestros esquemas se descolocan.

     Hoy estoy feliz de que, más de nueve años después, la nave New Horizons se haya acercado lo suficiente a Plutón para desvelar sus cualidades, su verdadera imagen y características, de las que ahora todos hablan. Plutón, ese enano, ha vuelto a ser durante unos días un gigante en las pantallas de la NASA, el centro de la información científica mundial rememorando los tres cuartos de siglo en los que fue rotundo colofón de nostálgicos estribillos escolares, los que compartieron con Wamba y Don Rodrigo la ultimidad gozosa de aquellas retahílas que ponían a prueba la memoria en cualquier materia o asignatura, desde los diez mandamientos hasta el sistema periódico. Y coincidiendo con ello mi atmósfera también se ha aclarado es este tiempo, mis traslaciones son más conocidas y exactas aunque no pertenezca de hecho a un grupo de planetas caracterizados por la ostentación y el desdén. Como Plutón, he buscado mi propia órbita –retirada pero cómoda- que percibo ya despejada de basura cósmica. Las cenizas de Clyde Tombaugh, descubridor de Plutón en 1930, han viajado en la sonda norteamericana durante nueve años y medio y vagarán por el Universo más allá del sistema solar todavía un puñado de años. Me da una gran paz pensar en ello.
Así he deseado siempre que sean mis pensamientos, mis conceptos de las cosas: libres, abiertos, no importa que alejados. En estas tórridas noches de julio, donde me es dado mirar largamente el firmamento estrellado, me sorprendo en un sentimiento de agradecimiento. Gracias, Plutón. Me has enseñado muchas cosas y para mí nunca serás enano.

viernes, 17 de julio de 2015

La hucha



La primera hucha que recuerdo vagamente haber tenido era de hojalata; la moneda se colocaba en un soporte y, accionando una manivela, un pajarraco la introducía con su enorme pico en sus oscuros dominios, donde caía con estrépito junto a sus compañeras de infortunio (la mayoría perras gordas y dos reales de aquellos del agujero). El estímulo hacia el ahorro que imperaba en casa –sin duda por haber atravesado sus moradores circunstancias difíciles como “el año del hambre” que alguna vez relataban- me hizo conocer a lo largo del tiempo otras huchas, la última tan sofisticada como una caja fuerte en miniatura con su clave secreta  y todo,  que jamás me era revelada. Haré mención también a otra hucha de apertura magnética que solo podía ser manipulada en la Caja de Ahorros, siendo su pesado contenido destinado periódicamente, cual desterrado en Melilla, a convertirse en la vil anotación en una cartilla de ahorros, despojada así de todo aditamento metálico, lo que yo entendía por dinero.

     Pero sea cual fuere el sistema de apertura de todas aquellas huchas, también recuerdo que siempre me las ingenié para extraer secreta y fraudulentamente algunas sisas para cromos, golosinas y otros vicios, convirtiéndome en un hacker de mis propios ahorros. Fabriqué ganzúas para cerraduras, artilugios con imanes para la de la Caja y tantas horas pasé probando combinaciones que al final la ley de probabilidad también se rindió ante mí, dando con las malditas letras de la caja fuerte. Así, mis huchas  nunca alcanzaron contenidos espectaculares ni cumplieron con la finalidad de garantizar la adquisición lejana de tal o cual costoso artículo.
     Me vienen a la memoria estas andanzas añejas de ahorro subvertido cada vez que escucho que el gobierno mete mano en la “hucha de las pensiones”. Según las últimas informaciones, de manera análoga a lo que ocurrió con todas mis maltrechas huchas, este fondo de reserva está ahora en la mitad de lo que llegó a atesorar hace algunos años, cuando las vacas gordas permitían hacer aportaciones al mismo. Los Pactos de Toledo autorizan a retirar de este fondo las cantidades necesarias para hacer frente al pago de las pensiones contributivas en “ciclos económicos bajos”. Lo que ocurre es que ni los más pesimistas auguraban que la bajeza del actual ciclo se prolongara tanto tiempo.
Los estudios que se realizan sobre el futuro de este remanente tampoco son halagüeños: en los próximos años comenzará a jubilarse la generación del baby boom. Además, la elevación de la esperanza de vida (es decir, “vivir más de lo esperado”, como diría Christine Lagarde) hace aumentar significativamente el montante destinado a pensiones. Consultoras americanas pronostican a este fondo de reserva una vida útil de pocos años, incluso en el caso de que el desempleo bajara al 10% y aumentaran así los cotizantes. Resumiendo: las huchas (no importa el tamaño) siempre son pan para hoy, hambre para mañana. Van a tener razón los que nos aconsejan la hucha paralela de un plan de pensiones.