viernes, 5 de febrero de 2016

Café huérfano






    Si estoy solo, no puedo tomar un café sin leer el periódico. Eso de dar vueltas y vueltas lentamente con la cucharilla -aunque el azúcar esté totalmente disuelto- como algo que ocurre al margen, con la mirada puesta en los titulares de la primera página es un ritual indisociable, y no tendría sentido una acción sin la otra. Los primeros y cortos sorbos (porque me gusta que esté muy caliente, así el café dura más y es más “leído”) coinciden con esa inicial prospección globalizadora donde ya se van haciendo selecciones hoja a hoja, pues mi lectura es de ida y vuelta, como quien afronta un tema de estudio en un ámbito académico. Los churros ya son el complemento perfecto de la lectura reposada y placentera del contenido más sustancioso, como un premio que  concedo al paladar al mismo tiempo que saboreo la información.


     Era jueves. Aquella mañana entré en la cafetería, y antes de pedir el café mis ojos ya estaban prestos y avizores a la búsqueda de un periódico: no había ninguno en aquella recóndita esquina de la barra donde suelen reposar, manoseados y descolocados, incluso con gotas de café y manchas de mantequilla, como máculas vejatorias que denotan lecturas precipitadas y chapuceras. Eché un vistazo a las mesas. En una de ellas había un señor ya entrado en años que leía el diario parsimoniosamente, hasta los anuncios por palabras, moviendo los labios en secreta letanía. Descartado; los jubilados a veces cambian el parque por la cafetería, con la misma vocación de tediosa eternidad. Y en el otro córner un caballero de mediana edad con chaqueta y corbata leía el HOY mientras sorbía el café en una liturgia parecida a la mía. Pasaba las hojas con rapidez. Bien.
Contemplé un instante la contraportada del As, sin rastro de celulitis, y pedí un café, de momento huérfano, mientras dirigía subrepticias miradas a aquel individuo, pues he comprobado que a veces esa impúdica insistencia hace desistir al oponente de lecturas reposadas. Él también reparó en mi presencia y, al pasar una hoja, noté que su mirada no era vacía ni distraída, sino más bien escrutadora, como si examinara mis rasgos faciales. Desplazaba la vista hacia el periódico y volvía a levantarla dirigiéndola a mí, sin recato. Calculé la página que leía: muy posiblemente era la sección de opinión. “Ya está” –pensé- “me ha reconocido”. Maquinalmente me froté y ladeé la cara como queriendo esconder aquella evidencia incómoda, como ese protagonista de cine acusado de asesinato que sale en las portadas. Por el rabillo del ojo vi como seguía enfrascado en la lectura ¡estaba leyendo mi columna!
En un momento dado concluyó ostentosamente, cerró el periódico y colocó sus hojas; y a él me dirigí, sonriente, tal vez me haría un benévolo comentario mientras me entregaba el HOY. Pero el tío dobló ahora las últimas hojas, sacó un bolígrafo ¡y se dispuso a hacer el crucigrama! Aquello era una venganza. Y supe que no le gustó mi artículo.

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