jueves, 31 de marzo de 2016

Reflexiones esteladas



Habían pasado 25 años desde mi última visita a Cataluña. Entonces la visión de una bandera española no revestía todavía ese afligido remordimiento de quien presencia un acto impuro; incluso Maragall había dicho poco antes que “el que és bo per a Catalunya és bo per a Espanya”. Todo se mostraba veladamente tras los visillos encubridores de la reforma, como esos paños mágicos de los ilusionistas que, al ser retirados con un ritual abracadabra, nos mostrarían finalmente los flamantes logros encaminados a una emblemática fecha: 1992. Montjuic sufría los últimos embates de cemento que acogerían las glorias del olimpismo. Fachadas y museos ensayaban con obras de adecentamiento sus mejores galas como quinceañeras en puesta de largo, para mostrar al exterior la singularidad plástica de una pléyade propia de creadores del modernismo cuyas muestras de talento habrían de ser exportadas al mundo: Gaudí, Dalí, Miró… hasta el retablo de la basílica de Montserrat había que adivinarlo tras unos vejatorios andamiajes que eclipsaban la mística benedictina.


     Todo esto recordaba yo ahora desde el balcón de mi alojamiento en Barcelona mientras contemplaba en los edificios cercanos, como piadosos escapularios el día del Corpus, las banderas esteladas (bastante ralas por cierto) colgadas en las ventanas aquí y allá. Las había nuevas, ondeando con sus primigenios vivos colores, incluso todavía con la señal de las dobleces para su embalaje en algún almacén de China con destino al Camp Nou para ser regaladas a los guiris y japoneses asistentes a algún evento del Barça. Otras denotaban en sus apagados colores ya una cierta veteranía a la intemperie, muestra inequívoca de su participación callejera en las últimas diadas. Pero sobre todas ellas me llamó la atención aquella que lucía en el palo mugriento de una escoba justo enfrente de mi apartamento, en una de esas terrazas vetustas del Ensanche escondidas al viandante que no levanta la vista porque solo está hecho para ver escaparates. Me recordó el estandarte de  aquellos peliculeros Rogers Ranger que desfilaban tullidos y mutilados al son de un tambor y una flauta, tal era su estado. Su hastío en ondear al viento  en distintas épocas y climatologías  había hecho que  las barras catalanas terminaran por libre en jirones desvaídos y macilentos, casi transparentes de puro viejo. ¿Quién sería su dueño? Tal vez algún patriota pionero con barretina, anterior a la transfiguración de Artur Más.
Recordé entonces las banderas azulgranas en los balcones de Almendralejo años después de la experiencia futbolística en primera división, que permanecían impávidas ante la intemperie como en espera de poder rememorar remotas e irrepetibles gestas. O esa rojigualda que todavía ondea en una terraza al lado del tendedero y la bicicleta desde la Eurocopa de Luis Aragonés como tótem  premonitorio de nuevos auges.

     Esa estelada vetusta y harapienta puede ser icono precario de un futuro imposible. O presagio victorioso y perseverante de una realidad patriótica codiciada. En todo caso, me da que muchas otras esteladas adquirirán el mismo lustre mortecino y andrajoso antes de ser blandidas  triunfalmente.

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