No es a Fidel Castro a quien me refiero, de eso ya
se han encargado todos los cronistas mundiales, enfatizando –con distinto sesgo
ideológico según el caso- en la desaparición de uno de los protagonistas de importantes tiranteces
geopolíticas y padre putativo de la patria cubana durante medio siglo. Pero
Fidel solo ha sido vencido por el reloj implacable de sus muchos años. Tampoco
me refiero a la repentina muerte de Rita Barberá, a la que sacan punta desde
distintas esferas de la política doméstica,
convirtiéndose también en comidilla de tertulias varias. Pero Rita ha
sido vencida por el infarto, igual que otros 125.000 españoles cada año, no
sometidos a acoso político ni mediático alguno. Y así podríamos seguir analizando
decesos recientes, desde el de Leonard
Cohen hasta la Veneno, personas con alguna significación pública cuya
desaparición incita al análisis y al resumen vital del finado.
Me quería
referir a otros aspectos de la muerte (porque la muerte, además de causas
también tiene aspectos); por ejemplo, su anonimato. La muerte del joven Anás al
Basha, animador social de 24 años no ha merecido ningún especial informativo ni siquiera un
subtítulo móvil en noticiarios generalistas, tan solo un escueto despacho de
agencia. Anás era un joven sirio que se negó a abandonar la ciudad sitiada,
director de un grupo civil llamado “Espacio de Esperanza”, dedicado a procurar
felicidad y sonrisas a los niños de Alepo con regalos y actuaciones, por lo que
era conocido como el “payaso de Alepo”. Murió hace unos días, no abatido por la
ineludible cita del agotamiento biológico ni por el desenlace cruel de una
enfermedad, sino destrozado en un bombardeo en aquel agujero mortífero del
planeta.
Ya se han encendido los árboles y las luminarias de led en todas nuestras
ciudades. Ya se empiezan a vislumbrar los triviales mensajes obligados por el
calendario que apelan a una paz postiza y cutre. Ya se incita al consumismo y a
la sensiblería navideña con anuncios de turrones y lotería. Mientras, los niños
de Alepo, los que quedan vivos y más o menos enteros después de esas
explosiones que asolan escuelas salpicando las paredes de sangre y esparciendo
miembros por doquier, se han quedado sin lo único a lo que aún podían aspirar
para olvidar su desolación y su orfandad: la sonrisa y el osito de peluche de
segunda mano que les procuraba Anás al Basha, su payaso.
No sabemos muy bien si
Anás era uno de esos payasos estereotipados por una literatura tópica que dice
que hacen reír pero lloran por dentro, pero es muy posible que así fuera: ¿hay
alguien que sea incapaz de llorar ante ese panorama monstruoso? Matar a un
payaso que hace sonreír a niños que han perdido entre escombros la capacidad de
la alegría tiene algo de aterrador que transciende los ya de por sí espantosos
atributos del crimen, acercándonos al lado más lóbrego de la condición humana.
Hoy mi reflexión va para las muertes injustas, inocentes y anónimas, aquellas
que no conocen libros de condolencia ni séquito de cenizas.
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