miércoles, 7 de diciembre de 2016

La muerte del payaso



No es a Fidel Castro a quien me refiero, de eso ya se han encargado todos los cronistas mundiales, enfatizando –con distinto sesgo ideológico según el caso- en la desaparición de uno de los  protagonistas de importantes tiranteces geopolíticas y padre putativo de la patria cubana durante medio siglo. Pero Fidel solo ha sido vencido por el reloj implacable de sus muchos años. Tampoco me refiero a la repentina muerte de Rita Barberá, a la que sacan punta desde distintas esferas de la política doméstica,  convirtiéndose también en comidilla de tertulias varias. Pero Rita ha sido vencida por el infarto, igual que otros 125.000 españoles cada año, no sometidos a acoso político ni mediático alguno. Y así podríamos seguir analizando decesos recientes, desde el de  Leonard Cohen hasta la Veneno, personas con alguna significación pública cuya desaparición incita al análisis y al resumen vital del finado.
     Me quería referir a otros aspectos de la muerte (porque la muerte, además de causas también tiene aspectos); por ejemplo, su anonimato. La muerte del joven Anás al Basha, animador social de 24 años no ha merecido  ningún especial informativo ni siquiera un subtítulo móvil en noticiarios generalistas, tan solo un escueto despacho de agencia. Anás era un joven sirio que se negó a abandonar la ciudad sitiada, director de un grupo civil llamado “Espacio de Esperanza”, dedicado a procurar felicidad y sonrisas a los niños de Alepo con regalos y actuaciones, por lo que era conocido como el “payaso de Alepo”. Murió hace unos días, no abatido por la ineludible cita del agotamiento biológico ni por el desenlace cruel de una enfermedad, sino destrozado en un bombardeo en aquel agujero mortífero del planeta.

     Ya se han encendido los árboles  y las luminarias de led en todas nuestras ciudades. Ya se empiezan a vislumbrar los triviales mensajes obligados por el calendario que apelan a una paz postiza y cutre. Ya se incita al consumismo y a la sensiblería navideña con anuncios de turrones y lotería. Mientras, los niños de Alepo, los que quedan vivos y más o menos enteros después de esas explosiones que asolan escuelas salpicando las paredes de sangre y esparciendo miembros por doquier, se han quedado sin lo único a lo que aún podían aspirar para olvidar su desolación y su orfandad: la sonrisa y el osito de peluche de segunda mano que les procuraba Anás al Basha, su payaso.
No sabemos muy bien si Anás era uno de esos payasos estereotipados por una literatura tópica que dice que hacen reír pero lloran por dentro, pero es muy posible que así fuera: ¿hay alguien que sea incapaz de llorar ante ese panorama monstruoso? Matar a un payaso que hace sonreír a niños que han perdido entre escombros la capacidad de la alegría tiene algo de aterrador que transciende los ya de por sí espantosos atributos del crimen, acercándonos al lado más lóbrego de la condición humana. Hoy mi reflexión va para las muertes injustas, inocentes y anónimas, aquellas que no conocen libros de condolencia ni séquito de cenizas.

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