jueves, 25 de agosto de 2016

Cuarentones y cincuentones



   Es esta una nomenclatura más bien peyorativa utilizada cuando se habla del ciclo vital de las personas, que yo llamo mejor “segunda edad”. Porque es frecuente  la alusión a la “tercera edad”, a la “primera infancia”, etc. Se da tácitamente por hecho que en este intermedio de la vida, por el que todo ser humano pasa antes de acceder a las etapas seniles, hay poco espacio para el ocio y que es pronto para que aparezcan necesidades de otro tipo de asistencias, por cuyo motivo el interés oficial se vuelca en el resto de segmentos poblacionales con promociones y descuentos. Se olvida que el mantenimiento de esos colectivos compete en gran medida, precisamente, a esa sufrida segunda edad.

     La juventud actualmente se alarga hasta más allá de la treintena, cuando tiene lugar la emancipación y la autonomía. Es entonces cuando comienza el plan vital, esto es, la fijación de unas metas, la existencia de unas expectativas y las actuaciones  en busca de los logros que permitan un crecimiento personal exitoso y  hacer realidad las potencialidades del individuo, cosas que lamentablemente ahora no suelen cumplirse en su totalidad al existir en la vida variables negativas  difíciles de controlar. Todo esto acontece en la segunda edad, que aglutina durante su duración el final de la juventud y la madurez; después, en la tercera es ya momento de hacer balance. El desarrollo de la carrera profesional, la educación y  crianza de los hijos, la asunción de responsabilidades de todo tipo son una constante en la vida cotidiana al llegar a la cuarentena. Cuarentones y cincuentones soportan básicamente el sistema impositivo que permite el mantenimiento de otros importantes colectivos: los jubilados, los parados; o bien servicios, como la enseñanza pública y la sanidad. En nuestro sistema de reparto (que ya hace agua con las sucesivas mordidas a la “hucha”), es la segunda edad la que aporta, y el resto los que reciben. Es la larga época en la que se pagan las letras y se sufragan las hipotecas. Es la edad en la que se tienen hijos pequeños, necesitados de cuidados, consejos, orientaciones y gastos a medida que el tiempo pasa.
Son esos años en los que también se tienen padres mayores, debiéndose asumir la responsabilidad de conducir sus últimos momentos, devolviéndoles ahora la dedicación y la ayuda que ellos nos prestaron, por eso que se llama “ley de vida”. Es la época de la frustración que supone verse con energías de hacer “muchas cosas” y no poder llevarlas a cabo por falta de tiempo o de dinero. Tal vez cuando algún día se tengan estos dos requisitos, ya no existan arrestos o facultades.

   Cuarentones y cincuentones han visto desaparecer ese efímero estado del bienestar que anhelaban antes de poder disfrutarlo. Cuando esta segunda edad se convierta en tercera verán prolongada su vida laboral y menguada sensiblemente su pensión. ¿Hay algún programa electoral que se ocupe de quienes no sean jóvenes, pensionistas, niños, mujeres maltratadas o parados de larga duración? Pregunto.

jueves, 18 de agosto de 2016

Tres mil horas de sol



   Cuando las matrículas de los coches permitían conocer la procedencia de sus ocupantes, se estilaba llevar detrás  un perro que siempre decía que sí con la cabeza, asintiendo tal vez con resignación ante los abundantes baches de la carretera; y también aquellas pegatinas  con una frase que ensalzaba la patria chica del propietario, como una especie de twitter estático y artesanal. “Cáceres, ciudad monumental” o “Salamanca, arte, saber y toros”. Tras un reciente viaje a las costas onubenses he recordado las pegatinas de allí hace varias décadas: “Huelva, tres mil horas de sol”.

          Ese cómputo de horas disfrutando del astro rey es común en la península en muchas de sus regiones. Por tanto, cuando las tecnologías alternativas desarrollaron nuevas fuentes energéticas que sustituyeran a los combustibles fósiles, España se configuraba como uno de los países más beneficiados del mundo por su clima y condiciones naturales, estando llamado a ocupar puestos de liderazgo en esta energía limpia. Y así parecía en los albores de este siglo XXI destinándose importantes presupuestos a la investigación y desarrollo en este sector, con una normativa prometedora: en 2005 España se convirtió en el primer país del mundo en requerir la instalación de placas solares en edificios nuevos y el segundo tras Israel en demandar la instalación de sistemas de agua caliente solar. Era el futuro, pues según informes de Greenpeace, la energía solar podría abastecer siete veces la demanda eléctrica de nuestro país en 2050, eliminando la dependencia de otras fuentes importadas del exterior.
Con estas perspectivas creció la inversión, hasta el punto de que muchas familias españolas destinaron sus ahorros a proyectos de energías renovables, aprovechando la inercia impulsada por los organismos internacionales que fijaban objetivos de cumplimiento en la adopción de estas nuevas energías que, en definitiva, suponen la mejor lucha contra el cambio climático.
     El actual gobierno, y bastante antes de estar en funciones, ha venido sistemáticamente hablando de la “herencia recibida”. Pues bien, no sé en otras cosas, pero la herencia en materia energética, encauzada hacia las nuevas fuentes (más baratas, inagotables y limpias) se ha dilapidado lastimosamente en los últimos años, poniéndose de manifiesto un clarísimo retroceso (también en energía eólica y biomasa).
Las nuevas leyes del sector eléctrico, la reforma energética y las sucesivas subidas del precio de la luz, además de truncar las perspectivas de futuro, han ido en contra de los ciudadanos. En el país de las tres mil horas de sol se ha acuñado el nuevo término de “pobreza energética” y nos alejamos del objetivo comunitario. La Unión Europea muestra estupefacción por esta reculada en España y por la política energética impulsada aquí penalizando el autoconsumo. Con esta normativa restrictiva, la innovación tecnológica está desapareciendo de las empresas del sector, dejando desempleados a cientos de  jóvenes investigadores, obligados a una “emigración energética”.
   Cuando salgamos al extranjero deberíamos mostrar un perro con una sombrilla que diga que no con la cabeza y una pegatina que rece de nuevo: “Zoy españó, cazi ná”.

jueves, 11 de agosto de 2016

Aquel Cáceres de película



     El Callejón del Gallo, por su escaso tránsito en las horas deshabitadas de la siesta,  era el lugar  ideal para aligerar necesidades perentorias en una época pionera  donde no todas las casas humildes disponían de excusados. Por eso convenía caminar por allí con precaución, como soldados de comando en un campo de minas. En aquellas películas unipersonales, que ambientaban las campanas de San Mateo queriendo también actuar suspendiendo su tañido en un cálido y envolvente susurro, siempre fui protagonista y héroe vencedor, ya fueran mis enemigos simples lagartijas, que imaginaba desafiantes cocodrilos extrañamente venidos a menos.
Muchas veces observé con detenimiento aquellos rabos sueltos con prórroga de vida que protestaban con espasmos ciegos y en silencio lo absurdo de su mutilación. Aquel imponente plató donde los tiempos querían escapar de su histórica prisión por los resquicios empedrados de las callejas, por los ecos retumbantes de mi propios pasos, por el camino etéreo que los vencejos dibujaban en las luces tenues de la tarde, fue como un fértil territorio inexplorado; nunca el olvido fue tan generoso, guardando mi mundo a recaudo de focos, cámaras y acción. Fui un gozoso Robinson Crusoe en la isla inimaginable que al doblar cualquier esquina permitía descubrir matacanes y ajimeces, divisar almenas y arquivoltas, escuchar las retahílas cadenciosas del piconero o el melonero (los extras de mis películas) más o menos lejanas según soplara el viento.
Por los distintos escenarios pétreos repartidos por un Cáceres de película, el tiempo –mi tiempo- transcurría con esa imposible celeridad parsimoniosa propia de la infancia, como un anémico año-luz abriéndose paso en el universo fecundo de mis fantasías.

   Mi concepto del cine era lejano. Se limitaba a Cantinflas, a aquellas propagandas de “Lo que el viento se llevó” que había debajo de los cojines del sofá. Mis únicos celuloides eran fotogramas recortados de Ben-Hur en una caja de cerillas como un Hollywood exánime que me había tocado en suerte. Pero un día Alain Delon irrumpió en el corazón de mis ancestrales correrías, profanando con su caballo blanco el guá sagrado de mis canicas de barro.
Y un ejército de técnicos, extras pagados con un bocadillo de queso, grúas, focos, raíles y plataformas de un sacrílego mecano, tomaron posesión de mis atávicas heredades, haciendo suyos los decorados altivos entre los que crecí y soñé.
Al tiempo que la niñez se alejaba desdibujando el bagaje de mis ensueños, como un cometa que cambia de órbita no regresando jamás a las regiones conocidas del espacio, otras estrellas me desplazaron, como a esos actores viejos  que terminan mendigando papeles secundarios. El cine de verdad había desembarcado ya en el Cáceres recoleto ausente de los circuitos turísticos.     La parafernalia mediática de Romeo y Julieta, La catedral del mar y Juego de Tronos campeará bajo la silueta almenada que cobijó nuestra existencia tierna; esa prestancia se irradiará al mundo, pero algunos jamás podremos olvidar nuestras delirantes y privativas películas, ya imposibles de visualizar, en las que solo se puede  hurgar  con la varilla roma del recuerdo.


jueves, 4 de agosto de 2016

Terrorismo y condición humana



    Los  últimos meses han sido horríbilis en cuanto a atentados terroristas, no todos de corte islamista. A los 84 muertos de Niza habría que añadir los más de 250 de Bagdad,  otros  80 muertos de Kabul, por citar solo los de mayor envergadura. Junto a estas masacres situemos en EEUU los sucesos de San Bernardino y la matanza homófoba de Orlando y varios tiroteos de carácter racial contra policías. Añadamos finalmente la masacre de Múnich a cargo de un adolescente perturbado y otros atentados en Alemania y Francia.

   Esta mistura mortífera de salafismo y antecedentes psiquiátricos se ve enriquecida por el contexto hostil propio del yihadismo, que aprovecha  masacres de dudoso origen para atribuirse su inspiración, con lo que se acrecienta el ambiente de inseguridad, ya definitivamente instalado en nuestra sociedad, y que es precisamente el efecto buscado por los extremistas radicales.
     Pero cabría preguntarse el motivo por el cual los perturbados últimamente escogen este modelo de asesinato colectivo para quitarse de en medio, en lugar de esa intimista horca con una nota póstuma a los pies. En algunos se ha detectado adicción a videojuegos violentos, y referentes destructivos no les faltan: no hay más que zapear con un mando a distancia. Recordemos el caso del copiloto del Airbus de Germanwings, que se llevó por delante a otros 227 prójimos. No quisiera entrar aquí en el debate de la proliferación de las armas, pero es un hecho que mientras se pueda adquirir un Kalashnicov por Internet esta guerra la tenemos perdida. Pretendo más bien perfilar el asunto de la tendencia violenta del ser humano, puesta de manifiesto por autores de diferente procedencia científica.
Por ejemplo, Konran Lorenz, experto en comportamiento animal, afirmaba que existe en nuestra especie un instinto de lucha responsable de los actos violentos. Sigmund Freud había definido el instinto de muerte, que orienta el comportamiento hacia la destrucción y la guerra. De hacerles caso, con eso está todo explicado y no hay nada que hacer, salvo resignarse a nuestro mortífero destino.
Pero afortunadamente hay quien piensa que  estamos ante comportamientos aprendidos y no instintivos. Lo que hemos aprendido es en definitiva una cultura: la cultura de la destrucción. Ashley Muntago en su libro “La naturaleza de la agresividad humana”,  postula que los hombres no nacen con un carácter agresivo, sino con un sistema organizado de tendencias hacia el crecimiento y el desarrollo en un ambiente de comprensión y cooperación. Como psicólogo me adhiero a esta visión y al convencimiento de que es esa cultura letal la que ha subvertido la tendencia natural del hombre.
Un impedimento importante para mejorar nuestro presente es que los cambios culturales y la modificación de entramados de valores requieren mucho tiempo y a veces una revolución. Puede que sea tarde. Pensando en un futuro mejor, nuestros descendientes deberían  leer más libros y cazar menos Pokémon. Más realidad y menos virtualidad. Más raciocinio y menos bazofia. Más contacto y menos aislamiento. Más modelos de vida  y menos de muerte.