De unos años a esta parte ha descendido
sustancialmente la costumbre de insertar alguna inocentada en los periódicos,
abandonándose paulatinamente una tradición que marcaba el calendario tal día
como hoy. Creo que la razón es bien sencilla: las noticias de verdad cada vez
se iban pareciendo más a las rebuscadas bromas de antaño, con lo cual casi se
ha perdido ya el efecto pretendido. O si no, lean: “la OCDE considera insuficiente
la edad de 67 años para la jubilación en España, que debía ser al menos de 70
años para garantizar el sistema a medio plazo”. Otra: “Manuela Carmena estudia
instalar jardines en los techos de los autobuses de la EMT”.
de cuando los crímenes solo
se leían en “el Caso”, estando la barbarie ausente de la prensa normal como
cosas que suceden al margen de la vida cotidiana. Sí. Cuando todo era más
plácido y previsible, cuando ningún camión asesino irrumpía en los mercadillos
navideños, cuando los bancos nos robaban pero no lo sabíamos, existía todavía ese
humor infantiloide sacado de los tebeos que inducía a ponerle al jefe un monigote de papel, como máxima expresión de
nuestra candidez. Creo que, en efecto, asistimos a una época que está dejando de amar lo simple, circunstancia que
cada vez nos impide más soñar; y las pesadillas han invadido la cotidianidad de
muchas personas para las que aquella serena inocencia ya es historia.
La cruda y real verdad es que hemos venido
padeciendo una inocentada permanente desde hace algunos lustros, como si el
cómputo del tiempo estuviera guiado por extraños calendarios donde todos los
días del año eran 28 de diciembre. Si las cosas no evolucionan de otra manera, esas
llamadas tensiones geopolíticas con consecuencias palpables en la seguridad, lo económico y lo
social harán que definitivamente ese “estado del bienestar” –aquel que nuestros
hijos heredarían para vivir mejor que
nosotros- se habrá constituido en la inocentada del siglo; un artificio cruel
que ha necesitado más de una generación para caer en el desengaño. La opción de
los gobiernos occidentales de prometer beneficios futuros a cambio de votos presentes ha dado resultado solo
durante cierto tiempo, mientras parecía sostenerse una sociedad idílica con sus
necesidades presentes y futuras cubiertas; el tiempo necesario para que
comenzaran a llegar a sus máximos sostenibles los sistemas inflados
artificialmente al amparo de lo irreal.
Y, claro, con los pinchazos en cadena
de todo tipo de burbujas hemos vuelto traumáticamente a esa realidad latente y
temida que ya llevamos algunos años padeciendo. Resulta que los Reyes Magos no
existían.
Me gustaba coger un periódico el 28 de
diciembre cuando decía que la torre de Pisa se había caído y la leona había
sido avistada de nuevo en el campo extremeño. Asocio aquella sonrisa benévola a
tiempos crédulos y apacibles, tan distintos a estos, donde las esperanzas están
en cuarentena, las huchas vacías y los sinvergüenzas en libertad sin fianza.