miércoles, 28 de diciembre de 2016

Inocentes


     De unos años a esta parte ha descendido sustancialmente la costumbre de insertar alguna inocentada en los periódicos, abandonándose paulatinamente una tradición que marcaba el calendario tal día como hoy. Creo que la razón es bien sencilla: las noticias de verdad cada vez se iban pareciendo más a las rebuscadas bromas de antaño, con lo cual casi se ha perdido ya el efecto pretendido. O si no, lean: “la OCDE considera insuficiente la edad de 67 años para la jubilación en España, que debía ser al menos de 70 años para garantizar el sistema a medio plazo”. Otra: “Manuela Carmena estudia instalar jardines en los techos de los autobuses de la EMT”.


     Es como si la realidad –esa realidad hecha de desatinos donde campa la incoherencia y el dislate como lo más normal del mundo- nos hubiera hecho perder la inocencia, despertando de aquella añorada ingenuidad de cuando las guerras no se televisaban y por tanto eran algo que acontecía en el limbo lejano del desconocimiento;
de cuando los crímenes solo se leían en “el Caso”, estando la barbarie ausente de la prensa normal como cosas que suceden al margen de la vida cotidiana. Sí. Cuando todo era más plácido y previsible, cuando ningún camión asesino irrumpía en los mercadillos navideños, cuando los bancos nos robaban pero no lo sabíamos, existía todavía ese humor infantiloide sacado de los tebeos que inducía a ponerle al jefe un  monigote de papel, como máxima expresión de nuestra candidez. Creo que, en efecto, asistimos a una época que está  dejando de amar lo simple, circunstancia que cada vez nos impide más soñar; y las pesadillas han invadido la cotidianidad de muchas personas para las que aquella serena inocencia ya es historia.
   La cruda y real verdad es que hemos venido padeciendo una inocentada permanente desde hace algunos lustros, como si el cómputo del tiempo estuviera guiado por extraños calendarios donde todos los días del año eran 28 de diciembre. Si las cosas no evolucionan de otra manera, esas llamadas tensiones geopolíticas con consecuencias  palpables en la seguridad, lo económico y lo social harán que definitivamente ese “estado del bienestar” –aquel que nuestros hijos heredarían para  vivir mejor que nosotros- se habrá constituido en la inocentada del siglo; un artificio cruel que ha necesitado más de una generación para caer en el desengaño. La opción de los gobiernos occidentales de prometer beneficios futuros a cambio de  votos presentes ha dado resultado solo durante cierto tiempo, mientras parecía sostenerse una sociedad idílica con sus necesidades presentes y futuras cubiertas; el tiempo necesario para que comenzaran a llegar a sus máximos sostenibles los sistemas inflados artificialmente al amparo de lo irreal.
Y, claro, con los pinchazos en cadena de todo tipo de burbujas hemos vuelto traumáticamente a esa realidad latente y temida que ya llevamos algunos años padeciendo. Resulta que los Reyes Magos no existían.
     Me gustaba coger un periódico el 28 de diciembre cuando decía que la torre de Pisa se había caído y la leona había sido avistada de nuevo en el campo extremeño. Asocio aquella sonrisa benévola a tiempos crédulos y apacibles, tan distintos a estos, donde las esperanzas están en cuarentena, las huchas vacías y los sinvergüenzas en libertad sin fianza.

jueves, 22 de diciembre de 2016

A propósito del plagio



El plagio no es un fenómeno surgido en nuestros días y han existido desde siempre otras versiones más arcaicas del actual corta-pega empleado, por ejemplo, por el mismísimo rector de la Universidad Rey Juan Carlos. Hay quien dice que en la  Biblia se contienen episodios plagiados de otros relatos legendarios anteriores, pertenecientes a la  mitología sumeria.
  Desde el consejo de redacción y la dirección de revistas culturales en las que he actuado, he visto llegar para su publicación trabajos de destacadas plumas con fragmentos literalmente copiados de internet; otras veces esos textos pasan desapercibidos al no citar fuentes hasta que el plagio es advertido por el verdadero autor.
Conozco personas que basan su carrera de edición precisamente en el trabajo ajeno logrando cifras de publicaciones a las que no llegarían si el esfuerzo fuera enteramente propio, por no citar esos engendros de autoedición en forma de blogs pseudocientíficos donde yo mismo he visto reproducidos, sin entrecomillar ni citar, párrafos de alguno de mis trabajos. Por tanto también sé lo que se siente al ser plagiado, y no es agradable.
   Parecería lógico pensar que el plagio es usado solo por autores claramente mediocres e incapaces de crear algo propio, pero la Historia está llena de estos robos cutres y picarescos por parte de figuras a priori poco sospechosas de caer en esta fechoría intelectual o, cuando menos, que no lo hubieran necesitado;  Pablo Neruda y Camilo José Cela son algunos ejemplos emblemáticos.
     Y es precisamente esta proliferación creciente del plagio la que necesita atención y análisis de sus causas, porque detrás del mero hecho mecánico de reproducir tramposamente lo de otro debe haber oculto algo más. Se puede hablar, con evidencias, de que estamos inmersos en una cultura del mínimo esfuerzo con carencia de modelos morales válidos; hoy no voy a hablar de los informes PISA, pero es claro que los procesos formativos están involucrados, al prestar escasa atención a una de las normas esenciales de la educación: el saber implica la búsqueda de la verdad y de la justicia (de ahí la extrema gravedad de que plagie un rector universitario). La pereza intelectual que en el futuro puede llevar a una falta de respeto por el prójimo –como sucede al plagiar- debe ser erradicada en la escuela potenciando siempre la creatividad, cuestión fundamental que debería contemplarse ineludiblemente en las escuelas de magisterio y másteres en educación. Pensar por sí mismo no es difícil, pero necesita educarse. 

Además, vivimos una época que ha generado mucha prisa por la fama y el reconocimiento, donde la necesidad imperiosa de figurar potencia la inobservancia de la más elemental ética: la vanidad no entiende de estaciones intermedias, las del esfuerzo, el raciocinio, la crítica… y se usan las vías apresuradas del cinismo y la desvergüenza para fusilar desde tesis doctorales hasta letras de murgas carnavaleras. Añadamos a esto los enormes flujos de información que circulan por la red a disposición de todo el mundo, y que evitan al plagiador el trabajo de ir a las bibliotecas y conseguir sus fraudulentas fuentes, engorro que podía persuadirles. Con bastante impotencia entreveo que son cosas demasiado gordas para cambiarlas. Si Sócrates levantara la cabeza…

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Solidaridad en peligro



“Gracias a muchas personas que nos ayudaron, Nadia fue intervenida en Houston, con lo que hemos conseguido alargar su esperanza de vida entre 5 y 10 años.”. Este párrafo puede leerse todavía en un blog sobre tricotiodistrofia creado por el padre de esa niña, actualmente en prisión. Hoy sabemos que es mentira lo de Houston y a qué finalidades fue a parar el dinero aportado por todas esas personas.


     Estamos ante un episodio sofisticado de la truhanería que caracteriza a nuestra sociedad desde los tiempos del Buscón, y que va a terminar por horadar la bondad que nos identifica como pueblo solidario. Hace unos años estalló el escándalo de las ONG’s Anesvad e Intervida con los famosos apadrinamientos fraudulentos; muchas personas –buena parte de escasos recursos económicos-, movidos por la compasión ante fotografías de niños del tercer mundo estuvieron años aportando mensualmente cantidades de dinero que suponían un sacrificio, pero les tranquilizaba poner cara a su solidaridad. Aquellos fondos jamás llegaron al supuesto destino humanitario, sino a otros negocios nada vinculados con la caridad.
Puede haber granujería  organizada colectivamente para forrarse a costa del prójimo: por ejemplo, las estafas de Fórum y Afinsa, donde los estafados a la postre buscaban una rentabilidad que no existía en el mercado bancario. Pero engañar  usando la solidaridad y las mejores intenciones humanas constituye una ignominia incalificable. El resultado es que ya miramos con desconfianza a otras oenegés no salpicadas por esos escándalos, cuya labor nadie cuestiona, cuando vemos que hoy subcontratan empresas que a su vez incorporan a falsos voluntarios (porque cobran a comisión y tienen objetivos comerciales) con chalecos y carpetas que situados estratégicamente para que no escape nadie  nos acosan por la calle para que nos hagamos socios. La solidaridad, por tanto, sigue siendo un negocio de corte empresarial con entramados organizativos y sueldos que pagar y cada vez nos asaltan más dudas sobre qué parte de nuestra aportación llega finalmente a su destino.
Foto Jorge Rey. HOY.es
Muchos ciudadanos se preguntan por qué los estados se escaquean de aportar ese famoso 0,7 por ciento del PIB comprometido hace décadas para ayuda a países pobres y tenemos que ser nosotros quienes lo sufraguemos de nuestro bolsillo fuera de cauces oficiales. O por qué se recorta hasta el mínimum la inversión en investigación y tienen que ser de nuevo ciudadanos de a pie quienes aporten privadamente  movidos por casos como el de Nadia. La abdicación de los organismos oficiales de su deber de ayuda social ha creado un sistema paralelo de oenegés, asociaciones de afectados, bancos de alimentos, colectas privadas o programas televisivos auspiciados por una solidaridad colectiva que ya está en peligro por falta de control y auditorías, y que da oportunidad a los desaprensivos para hacer su agosto.

     Y de las redes sociales mejor ni hablamos. Hay cientos de páginas que usan imágenes de niños enfermos, con cáncer o que necesitan un trasplante, para conseguir un “like” y así hacerse con nuestro correo electrónico y nuestro perfil. Ser solidario se está convirtiendo en ser un pardillo para desgracia de los realmente necesitados.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

La muerte del payaso



No es a Fidel Castro a quien me refiero, de eso ya se han encargado todos los cronistas mundiales, enfatizando –con distinto sesgo ideológico según el caso- en la desaparición de uno de los  protagonistas de importantes tiranteces geopolíticas y padre putativo de la patria cubana durante medio siglo. Pero Fidel solo ha sido vencido por el reloj implacable de sus muchos años. Tampoco me refiero a la repentina muerte de Rita Barberá, a la que sacan punta desde distintas esferas de la política doméstica,  convirtiéndose también en comidilla de tertulias varias. Pero Rita ha sido vencida por el infarto, igual que otros 125.000 españoles cada año, no sometidos a acoso político ni mediático alguno. Y así podríamos seguir analizando decesos recientes, desde el de  Leonard Cohen hasta la Veneno, personas con alguna significación pública cuya desaparición incita al análisis y al resumen vital del finado.
     Me quería referir a otros aspectos de la muerte (porque la muerte, además de causas también tiene aspectos); por ejemplo, su anonimato. La muerte del joven Anás al Basha, animador social de 24 años no ha merecido  ningún especial informativo ni siquiera un subtítulo móvil en noticiarios generalistas, tan solo un escueto despacho de agencia. Anás era un joven sirio que se negó a abandonar la ciudad sitiada, director de un grupo civil llamado “Espacio de Esperanza”, dedicado a procurar felicidad y sonrisas a los niños de Alepo con regalos y actuaciones, por lo que era conocido como el “payaso de Alepo”. Murió hace unos días, no abatido por la ineludible cita del agotamiento biológico ni por el desenlace cruel de una enfermedad, sino destrozado en un bombardeo en aquel agujero mortífero del planeta.

     Ya se han encendido los árboles  y las luminarias de led en todas nuestras ciudades. Ya se empiezan a vislumbrar los triviales mensajes obligados por el calendario que apelan a una paz postiza y cutre. Ya se incita al consumismo y a la sensiblería navideña con anuncios de turrones y lotería. Mientras, los niños de Alepo, los que quedan vivos y más o menos enteros después de esas explosiones que asolan escuelas salpicando las paredes de sangre y esparciendo miembros por doquier, se han quedado sin lo único a lo que aún podían aspirar para olvidar su desolación y su orfandad: la sonrisa y el osito de peluche de segunda mano que les procuraba Anás al Basha, su payaso.
No sabemos muy bien si Anás era uno de esos payasos estereotipados por una literatura tópica que dice que hacen reír pero lloran por dentro, pero es muy posible que así fuera: ¿hay alguien que sea incapaz de llorar ante ese panorama monstruoso? Matar a un payaso que hace sonreír a niños que han perdido entre escombros la capacidad de la alegría tiene algo de aterrador que transciende los ya de por sí espantosos atributos del crimen, acercándonos al lado más lóbrego de la condición humana. Hoy mi reflexión va para las muertes injustas, inocentes y anónimas, aquellas que no conocen libros de condolencia ni séquito de cenizas.