Comienzo a esbozar estas líneas mirando ensimismado
el caprichoso ir y venir de la llama en la chimenea, mientras la lumbre brama
levemente en su cárcel de cristal. Fuera, amortiguados silbidos que terminan en
explosión sorda se constituyen en
verdugos delatores de un año ya mortecino y extinguido. Las lucecitas de Navidad en el
exterior del balcón aspiran detrás del visillo a ser un pequeño y dócil
firmamento que no opondrá resistencia a ser guardado próximamente en una caja
de cartón; ahora todavía tintinea en silencio y contribuye a aunar a todos los
elementos de la ocasión, que se repiten en un ritual cíclico e invariable donde
no falta el aroma del consomé para la cena, que ya toma cuerpo allá en la
cocina. Pero mi mirada va más allá de ese resplandor incandescente que caldea
plácidamente la estancia. Es una mirada que traspasa los límites físicos como un
berbiquí cuántico que me sitúa en otros lugares fríos y oscuros con aromas
opuestos al consomé de esta noche: olor a pólvora, a la destrucción y la muerte
en una ciudad sitiada. Olor a orines y excrementos donde chapotean otros seres
en una patera en medio de la inmensidad del mar. Olor a… ¿a qué huele el hambre
y la desnutrición?
Conozco esa mirada vacía que hace volar la
mente hacia lugares inhóspitos, pero segura de su regreso a la comodidad de su
mundo, como en esas pesadillas que sufrimos a veces con la certeza de
estar pasajeramente en una mentira
onírica donde solo basta despertar para ahuyentar al peligro; hasta creo que es
un aditamento más que acompaña siempre a la parafernalia finalista e iniciática
de los años que van y vienen. Como esos propósitos envueltos en las banalidades
que nos alimentan y que suelen resumirse en eliminar michelines y cosas por el
estilo. Las mismas preguntas estúpidas sin intención alguna de buscar una
respuesta: ¿nacer en un sitio o en otro es fruto del azar, una mera cuestión
estadística? Pero esa mirada indagadora de miserias lejanas no solo transita
por los polvorientos caminos de un tercer mundo de peligro conocido.
Últimamente también circula por autopistas cercanas con el peaje macabro de una muerte
no programada, y mi atisbo abstraído más allá de la lumbre se cruza con otras
miradas hechas de una ultimidad que corporiza al pavor: en la ratonera
incendiada de un rascacielos neoyorquino; en los vagones humeantes del metro
madrileño o londinense; en el estrecho habitáculo de un avión, con medio minuto
para ser consciente del final; en las calles populosas de París o Bruselas; en
los alegres recovecos de un mercadillo berlinés. O, en el mismo instante en que
miro perezosamente a la lumbre, bajo las luces giratorias de una discoteca de
Estambul que celebra las esperanzas en un nuevo año.
Esa mirada errante y desnortada regresa al escorzo real de la
llama mientras la comodidad de mi sofá me resulta hiriente y una extraña culpa
me embarga por un instante, la culpa heredada de ser espectador de la muerte,
como un pecado original que solo conoce el bautismo estéril de la conmiseración. Pero
solo un instante. Y recupero pronto el bagaje cotidiano de abulias e
indolencias dejando esas reflexiones baldías para otro año. ¿Está ya la cena?
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