domingo, 1 de enero de 2017

Frente a la lumbre



     Comienzo a esbozar estas líneas mirando ensimismado el caprichoso ir y venir de la llama en la chimenea, mientras la lumbre brama levemente en su cárcel de cristal. Fuera, amortiguados silbidos que terminan en explosión sorda se constituyen  en verdugos delatores de un año ya mortecino y extinguido. Las lucecitas de Navidad en el exterior del balcón aspiran detrás del visillo a ser un pequeño y dócil firmamento que no opondrá resistencia a ser guardado próximamente en una caja de cartón; ahora todavía tintinea en silencio y contribuye a aunar a todos los elementos de la ocasión, que se repiten en un ritual cíclico e invariable donde no falta el aroma del consomé para la cena, que ya toma cuerpo allá en la cocina. Pero mi mirada va más allá de ese resplandor incandescente que caldea plácidamente la estancia. Es una mirada que traspasa los límites físicos como un berbiquí cuántico que me sitúa en otros lugares fríos y oscuros con aromas opuestos al consomé de esta noche: olor a pólvora, a la destrucción y la muerte en una ciudad sitiada. Olor a orines y excrementos donde chapotean otros seres en una patera en medio de la inmensidad del mar. Olor a… ¿a qué huele el hambre y la desnutrición?

   Conozco esa mirada vacía que hace volar la mente hacia lugares inhóspitos, pero segura de su regreso a la comodidad de su mundo, como en esas pesadillas que sufrimos a veces con la certeza de estar  pasajeramente en una mentira onírica donde solo basta despertar para ahuyentar al peligro; hasta creo que es un aditamento más que acompaña siempre a la parafernalia finalista e iniciática de los años que van y vienen. Como esos propósitos envueltos en las banalidades que nos alimentan y que suelen resumirse en eliminar michelines y cosas por el estilo. Las mismas preguntas estúpidas sin intención alguna de buscar una respuesta: ¿nacer en un sitio o en otro es fruto del azar, una mera cuestión estadística? Pero esa mirada indagadora de miserias lejanas no solo transita por los polvorientos caminos de un tercer mundo de peligro conocido. Últimamente también circula por autopistas cercanas con el peaje macabro de una muerte no programada, y mi atisbo abstraído más allá de la lumbre se cruza con otras miradas hechas de una ultimidad que corporiza al pavor: en la ratonera incendiada de un rascacielos neoyorquino; en los vagones humeantes del metro madrileño o londinense; en el estrecho habitáculo de un avión, con medio minuto para ser consciente del final; en las calles populosas de París o Bruselas; en los alegres recovecos de un mercadillo berlinés. O, en el mismo instante en que miro perezosamente a la lumbre, bajo las luces giratorias de una discoteca de Estambul que celebra las esperanzas en un nuevo año.

     Esa mirada errante y desnortada regresa al escorzo real de la llama mientras la comodidad de mi sofá me resulta hiriente y una extraña culpa me embarga por un instante, la culpa heredada de ser espectador de la muerte, como un pecado original que solo conoce el bautismo estéril de la conmiseración. Pero solo un instante. Y recupero pronto el bagaje cotidiano de abulias e indolencias dejando esas reflexiones baldías para otro año. ¿Está ya la cena?

    

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