He dejado atrás Plasencia y todavía le voy
dando vueltas al artículo del próximo miércoles; la búsqueda de argumentos
novedosos para el asunto de los tuits de Cassandra se me antoja baldía, y en
cuanto al “brexit”, parece igualmente que mis musas han ganado un referéndum
para abandonarme. Entre conatos de inspiración y meditaciones abortadas Navaconcejo
ya está a la vista. Las nubes, deshechas y transfiguradas en esas brumas
veloces que juegan a esconder el sol, se precipitaban desbocadas desde las
crestas de la Sierra de Tormantos, saludando con reverencia comedida al Valle
del Jerte. Y el Valle, azotado por un viento todavía frío, despedía jubiloso y
engalanado a un mortecino marzo que se resiste a mayear. Los cerezos (dicen que
más de un millón) vestidos de blanco, hace días que han tomado posesión de las
laderas, como eternas y coquetas quinceañeras que reservan el paisaje para su
puesta de largo anual. Estas vistas seductoras, verdadero alimento de almas, me
acompañan hasta mi destino. Estoy ya en Cabezuela del Valle, en el mirador de
San Felipe, privilegiada atalaya desde donde se otean las tierras más bellas de
una Extremadura que se despide sin estridencias allá arriba, en
Tornavacas, para convertirse
silenciosamente en meseta. Donde los pequeños pueblos altos del Valle son como
balcones señoriales concebidos para ver pasar el Jerte con su murmullo
cadencioso, mitad río mitad garganta. Donde el viento racheado de la mañana
atesora pequeños pétalos nacarinos de flores de cerezo que van siendo depositados
aquí y allá, como aquellas anheladas nevadas de la infancia que nunca llegaban
a cuajar. Y donde es imposible pensar en otra cosa, pues la contemplación del
Paraíso debe ser claramente incompatible con las miserias mundanas. Ahora
pensar en Trump o en Puigdemont, en los presupuestos o en los tejemanejes de
Murcia se me antoja como esas cavilaciones sacrílegas y obscenas que pugnan por
aflorar, pero que desechamos con energía de nuestra mente.
El espectáculo está servido. En las calles
de Cabezuela las balconeras de palo oscurecido por el tiempo presencian
cautelosas el creciente bullicio y dan cobijo a hojas de palmera, flores de
retama y claveles que se transmutan en bellos arcos bajo los que empiezan a
transitar gentes de lugares lejanos (porque se escuchan eses finales) que
actúan como verdaderos insectos polinizadores que también acuden año tras año
al cerezo en flor, transmitiendo al mundo que existe un lugar donde en los
corrales de las casas no hay geranios sino cerezos. Donde es posible saborear
cerveza y aguardiente hecho con su fruto totémico. Un valle donde sus gentes
preparan la cosecha compartiendo generosos una belleza paisajística sin
parangón que es excesiva para ser disfrutada por ellos solos.
Regreso con el ánimo henchido de orgullo
porque esta es mi tierra. Y con un cerezo en una maceta, como esos vástagos
adoptados y separados de su entorno que no sabemos con certeza los derroteros
que tomarán en la vida. Ah, y ya tengo argumentos para el artículo. Me he
tomado unos ejercicios espirituales y el cerezo en flor del Valle del Jerte ha
desbancado esta vez con justicia al cansino valle de lágrimas cotidiano de
crisis, corrupciones, populismos, sentencias judiciales y procesos separatistas.
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