miércoles, 5 de abril de 2017

Cerezo en flor



 

     He dejado atrás Plasencia y todavía le voy dando vueltas al artículo del próximo miércoles; la búsqueda de argumentos novedosos para el asunto de los tuits de Cassandra se me antoja baldía, y en cuanto al “brexit”, parece igualmente que mis musas han ganado un referéndum para abandonarme. Entre conatos de inspiración y meditaciones abortadas Navaconcejo ya está a la vista.  Las nubes,  deshechas y transfiguradas en esas brumas veloces que juegan a esconder el sol, se precipitaban desbocadas desde las crestas de la Sierra de Tormantos, saludando con reverencia comedida al Valle del Jerte. Y el Valle, azotado por un viento todavía frío, despedía jubiloso y engalanado a un mortecino marzo que se resiste a mayear. Los cerezos (dicen que más de un millón) vestidos de blanco, hace días que han tomado posesión de las laderas, como eternas y coquetas quinceañeras que reservan el paisaje para su puesta de largo anual. Estas vistas seductoras, verdadero alimento de almas, me acompañan hasta mi destino. Estoy ya en Cabezuela del Valle, en el mirador de San Felipe, privilegiada atalaya desde donde se otean las tierras más bellas de una Extremadura que se despide sin estridencias allá arriba, en Tornavacas,  para convertirse silenciosamente en meseta. Donde los pequeños pueblos altos del Valle son como balcones señoriales concebidos para ver pasar el Jerte con su murmullo cadencioso, mitad río mitad garganta. Donde el viento racheado de la mañana atesora pequeños pétalos nacarinos de flores de cerezo que van siendo depositados aquí y allá, como aquellas anheladas nevadas de la infancia que nunca llegaban a cuajar. Y donde es imposible pensar en otra cosa, pues la contemplación del Paraíso debe ser claramente incompatible con las miserias mundanas. Ahora pensar en Trump o en Puigdemont, en los presupuestos o en los tejemanejes de Murcia se me antoja como esas cavilaciones sacrílegas y obscenas que pugnan por aflorar, pero que desechamos con energía de nuestra mente.

     El espectáculo está servido. En las calles de Cabezuela las balconeras de palo oscurecido por el tiempo presencian cautelosas el creciente bullicio y dan cobijo a hojas de palmera, flores de retama y claveles que se transmutan en bellos arcos bajo los que empiezan a transitar gentes de lugares lejanos (porque se escuchan eses finales) que actúan como verdaderos insectos polinizadores que también acuden año tras año al cerezo en flor, transmitiendo al mundo que existe un lugar donde en los corrales de las casas no hay geranios sino cerezos. Donde es posible saborear cerveza y aguardiente hecho con su fruto totémico. Un valle donde sus gentes preparan la cosecha compartiendo generosos una belleza paisajística sin parangón que es excesiva para ser disfrutada por ellos solos.

    Regreso con el ánimo henchido de orgullo porque esta es mi tierra. Y con un cerezo en una maceta, como esos vástagos adoptados y separados de su entorno que no sabemos con certeza los derroteros que tomarán en la vida. Ah, y ya tengo argumentos para el artículo. Me he tomado unos ejercicios espirituales y el cerezo en flor del Valle del Jerte ha desbancado esta vez con justicia al cansino valle de lágrimas cotidiano de crisis, corrupciones, populismos, sentencias judiciales y procesos separatistas.

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