Recientemente he tenido el placer de
presentar en la Feria del Libro de Cáceres a Care Santos, ganadora del Premio
Nadal 2017 con su novela “Media vida”. Su libro es todo un homenaje a la
generación de mujeres que vivieron la posguerra en su adolescencia y que
debieron enfrentarse a una sociedad injusta, llena de tabús y contradicciones,
con ausencia de libertades, e inmersas en los corsés morales aprendidos en
aquellos internados de monjas donde el papel de la mujer que se inculcaba había
evolucionado poco desde la época decimonónica. Pero este libro también es un
instrumento de reflexión acerca del perdón, la culpa y el olvido.
Este asunto del perdón, ya extraído de la
trama novelesca, planea permanentemente sobre este mundo lleno de injusticias y
sufrimiento, planteándose innumerables dilemas. Uno de ellos alude al tiempo
que hace falta para que se asuman las culpas y se pueda perdonar. En ocasiones no
basta una vida para que aflore el arrepentimiento y muchos conflictos requieren
varias generaciones para llegar a una reconciliación. En este sentido hay
quienes cuestionan la efectividad de estas peticiones de perdón institucionales
tan a destiempo: ¿qué sentido tiene que España pida perdón ahora por la
expulsión de los judíos? Parece que en la asunción de la culpa debería estar
presente quien debe perdonar, y que el perdón
no se otorga por supuesta delegación de antepasados. Estos gestos
tampoco incluyen nunca el arrepentimiento real de quien ya no está. En este
sentido, los programas penitenciarios que han posibilitado encuentros cara a
cara entre activistas de ETA y sus víctimas (que a veces han terminado en un
abrazo) serían el paradigma a seguir.
Care Santos alude en su novela a una cita recogida
por el filósofo catalán Joan Carles Mèlich: “solo se puede perdonar lo
imperdonable”. En realidad la frase es del pensador francés Jacques Derrida,
teórico de la llamada deconstrucción y próximo a Nietzsche. El perdón sería
algo absurdo: ni se puede dar por delegación, ni solo porque el otro lo demande.
El perdón es personal e indelegable y solo se puede dar cuando no hay
resarcimiento posible a quien se ofendió.
Pero, filosofías aparte, hay una dimensión
más palpable, que es el poder terapéutico de catarsis que encierra el perdón.
El psiquiatra Luis Rojas Marcos constató que los afectados por los atentados
del 11-S no consiguieron mitigar su dolor y sensación de vulnerabilidad ni con
patriotismo ni con sed de venganza, de ahí que cada vez más afectados
comenzaran a pensar que para apaciguar su desasosiego y pasar página deberían
afrontar el arduo dilema de perdonar lo imperdonable. Nunca olvidar. Lo mismo
hacen actualmente muchos colombianos ante el fin del conflicto con la guerrilla
de las FARC. Hay consenso en que quienes perdonan suelen liberarse del pasado, controlando
mejor su destino. Los que nunca lo harán, vivirán estancados en un ayer
horrendo con heridas abiertas sin poder liberarse de obsesiones. Como resumen,
viene a cuento otro gran pensador, Thomas Szasz, referente de la antipsiquiatría:
“los tontos, ni perdonan ni olvidan; los ingenuos, perdonan y olvidan; los sabios
perdonan, pero no olvidan”.
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