Sé que el
lenguaje es un ente vivo, sujeto a evoluciones y condicionamientos de la
realidad, y que el diccionario está obligado a recoger aquellos términos que
han tomado carta de naturaleza en la calle. Pero también reconozco que no
soy propenso al uso de neologismos y
palabros cuando ya perviven en el idioma expresiones concisas que uno puede emplear con propiedad
sin recurrir a esnobismos; ni tampoco soy proclive al uso de vocablos ya
existentes para definir cosas distintas,
por mucho que las modas idiomáticas así lo consagren: puede ser esto
consecuencia de que aprendí lengua y literatura con Fray Antonio Corredor y
esto me haya imbuido de un cierto inmovilismo.
Recuerdo
ahora cuando se puso de moda la palabra “sistémico”, que al parecer valía tanto
para apellidar a un insecticida como la hipertensión arterial o al riesgo
económico de una multinacional en crisis. Y no digamos la expresión “carácter
lúdico”, que he visto emplear hasta en
la publicidad de un tanatorio para anunciar sus actividades y servicios. La potencia que ha adquirido el mundo de la
comunicación en las últimas décadas puede ser la causante de este fenómeno. El
periodismo es mucho más vivo y dinámico que una novela a la hora de acuñar
nuevos términos, a lo que cabe añadir el impulso adquirido por las redes
sociales como caja de resonancia y amplificación. Y, cómo no, la política como
campo de experimentación continuo de términos enrevesados muy acordes con la
propia naturaleza sucia y confusa de esta actividad pública.
El paradigma
palpable de todo esto, donde quería llegar, es la machacona palabra
“posverdad”, que no puede ya dejar de emplear quien quiere tener presencia en
la pomada de la actualidad. Pero ya advirtió de sus peligros Juan Antonio Vera
en un gran artículo sobre posverdad y periodismo. La posverdad se ha definido in extenso como un contexto cultural en el que
la contrastación empírica y la búsqueda de la objetividad son menos relevantes
que la creencia en sí misma y las emociones que genera a la hora de crear
corrientes de opinión pública. Muchos rodeos me parecen a mí para obviar una
palabra neta, diáfana y sin aristas: la mentira. Ejemplos recientes de posverdades
fueron las campañas de Trump y del “Brexit” basadas en la mentira y la
manipulación. O la posverdad separatista catalana apoyada en el “Espanya nos
roba”. Posverdad fue llamar “desaceleración” a lo que era una crisis galopante.
Posverdad fueron las armas de destrucción masiva inexistentes que propiciaron
una invasión y un mundo más inseguro. La posverdad difumina la barrera que
siempre debería ser nítida entre la verdad y la mentira para no llevarnos a
engaño, que a la postre es lo que se trata de conseguir: engañar, falsear,
tergiversar, adulterar, deformar, ocultar, manipular… fíjense si es rico el
castellano.
La verdad
siempre estará ahí aunque sea independiente de nuestras opiniones, dijo Platón
en su mito de la caverna. Y a ella deberían llevarnos los políticos y los informadores
de verdad, en lugar de los adalides de esa disfrazada posverdad: populistas y
creadores de opinión a sueldo. Despojemos a la mentira de su envoltorio cifrado
y llamemos al pan, pan y al vino, vino. Ahora, con su permiso, me voy a leer a
Quevedo.
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