Desde que mantengo este espacio semanal de
opinión –que ya ha cumplido tres lustros- he solido dedicar mi columna al
comentario y la reflexión después de cada atentado terrorista destacado, pues
con muertos sobre la escena siempre me ha parecido frívolo esquivar el asunto y
escribir sobre cualquier otra cuestión. Y lamentablemente los argumentos
opinables se agotan por la profusión de episodios de esta naturaleza que ya
llevamos a las espaldas. Revisando mis archivos, titulé “Reflexión hoy más que
nunca” el artículo tras la masacre del 11-M de 2004, que versó en tono de
homenaje, sobre la terrorífica dimensión que adquiría la jornada de reflexión
en víspera de la cita electoral de aquel año. La cultura de la destrucción y
los letales elementos emergentes que hacen posible el terror en nuestra era
fueron tratados tras la masacre de Niza en una columna titulada “Terrorismo y
condición humana”. Más recientemente en “Acostumbrarnos al miedo” y tratando de
ser original, abundé sobre las teorías psicológicas de la indefensión después
de la matanza en el Manchester Arena.
Dicen algunos periodistas que cubrieron
informativamente el atentado terrorista de Barcelona el 17-A, que al ser
clausurada al tránsito la zona de la matanza, esa tarde-noche no se escuchaba
el bullicio del tráfico rodado, ni el murmullo de la muchedumbre en su eterno
pasear, ni el griterío alegre de los niños, ni los reclamos musicales de las
tiendas, ni el efluvio sonoro emanado de restaurantes y terrazas. En las
Ramblas se volvió a escuchar, después de decenios quizás, el canto de los
grillos rompiendo un asfixiante y pesado silencio preñado de los peores
augurios. La sensación de irrealidad
angustiosa se apoderaba de quienes contemplaban aquella quietud trágica.
Los grillos, ese “sueño de la tierra” que dijera David Thoreau, siempre un bucólico
reclamo armonioso de la tranquilidad y el sosiego, se convirtieron esta vez en el
eco macabro de la furgoneta mortífera aplastando cuerpos de hombres mujeres y
niños sin distinción de credos, razas o nacionalidades.
Esa es la pretensión del terrorismo
yihadista (en una fase crítica y peligrosa tras sus fuertes derrotas bélicas en
Oriente): cambiar los sonidos de una civilización a la que odian; hacer que el
miedo altere la convivencia, introducir debates retrógrados sobre la libertad y
la seguridad. Su ceguera les impide advertir que estas acciones cobardes son
precisamente un acicate para reafirmarnos en el mantenimiento de lo que se ha
conseguido en el mundo (en el nuestro, claro) en cuanto a libertad, respeto,
tolerancia y coexistencia, atributos que ellos no conocerán nunca. Prueba de
ello es que pocas horas después los grillos agoreros fueron de nuevo acallados
y eclipsados por el hervidero cotidiano de las Ramblas, esa calle mayor de la expresión
multicultural por la que todos hemos paseado alguna vez. En una reacción
espectacular de los ciudadanos se ha afianzado la determinación de acabar con
el horror irracional de ese reducto medieval que constituye el salafismo
anacrónico y perverso, y se ha gritado alto y claro “no tenemos miedo”, que
habrán escuchado hasta los terroristas muertos desde su ilusorio paraíso
coránico.
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