miércoles, 23 de agosto de 2017

Los grillos de Las Ramblas



     Desde que mantengo este espacio semanal de opinión –que ya ha cumplido tres lustros- he solido dedicar mi columna al comentario y la reflexión después de cada atentado terrorista destacado, pues con muertos sobre la escena siempre me ha parecido frívolo esquivar el asunto y escribir sobre cualquier otra cuestión. Y lamentablemente los argumentos opinables se agotan por la profusión de episodios de esta naturaleza que ya llevamos a las espaldas. Revisando mis archivos, titulé “Reflexión hoy más que nunca” el artículo tras la masacre del 11-M de 2004, que versó en tono de homenaje, sobre la terrorífica dimensión que adquiría la jornada de reflexión en víspera de la cita electoral de aquel año. La cultura de la destrucción y los letales elementos emergentes que hacen posible el terror en nuestra era fueron tratados tras la masacre de Niza en una columna titulada “Terrorismo y condición humana”. Más recientemente en “Acostumbrarnos al miedo” y tratando de ser original, abundé sobre las teorías psicológicas de la indefensión después de la matanza en el Manchester Arena.
     Dicen algunos periodistas que cubrieron informativamente el atentado terrorista de Barcelona el 17-A, que al ser clausurada al tránsito la zona de la matanza, esa tarde-noche no se escuchaba el bullicio del tráfico rodado, ni el murmullo de la muchedumbre en su eterno pasear, ni el griterío alegre de los niños, ni los reclamos musicales de las tiendas, ni el efluvio sonoro emanado de restaurantes y terrazas. En las Ramblas se volvió a escuchar, después de decenios quizás, el canto de los grillos rompiendo un asfixiante y pesado silencio preñado de los peores augurios. La sensación de irrealidad  angustiosa se apoderaba de quienes contemplaban aquella quietud trágica. Los grillos, ese “sueño de la tierra” que dijera David Thoreau, siempre un bucólico reclamo armonioso de la tranquilidad y el sosiego, se convirtieron esta vez en el eco macabro de la furgoneta mortífera aplastando cuerpos de hombres mujeres y niños sin distinción de credos, razas o nacionalidades.
   Esa es la pretensión del terrorismo yihadista (en una fase crítica y peligrosa tras sus fuertes derrotas bélicas en Oriente): cambiar los sonidos de una civilización a la que odian; hacer que el miedo altere la convivencia, introducir debates retrógrados sobre la libertad y la seguridad. Su ceguera les impide advertir que estas acciones cobardes son precisamente un acicate para reafirmarnos en el mantenimiento de lo que se ha conseguido en el mundo (en el nuestro, claro) en cuanto a libertad, respeto, tolerancia y coexistencia, atributos que ellos no conocerán nunca. Prueba de ello es que pocas horas después los grillos agoreros fueron de nuevo acallados y eclipsados por el hervidero cotidiano de las Ramblas, esa calle mayor de la expresión multicultural por la que todos hemos paseado alguna vez. En una reacción espectacular de los ciudadanos se ha afianzado la determinación de acabar con el horror irracional de ese reducto medieval que constituye el salafismo anacrónico y perverso, y se ha gritado alto y claro “no tenemos miedo”, que habrán escuchado hasta los terroristas muertos desde su ilusorio paraíso coránico.

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