Prometo que con esta columna
concluyo mi “trilogía negra” sobre la situación catalana que se inició con "Los
puentes rotos". Como integrante de una generación que no ha conocido
afortunadamente conflictos sociales
graves en el entorno próximo donde nos desenvolvemos, en bastantes ocasiones me
he preguntado cómo afrontarían en otra época más azarosa estas situaciones de
agitación, odios, revueltas y hasta episodios sangrientos de los que por
desgracia nuestro país no ha estado ajeno en muchas fases de su historia.
Escuchaba a mis padres hablar de las represalias de la posguerra, por ejemplo,
como quien oye contar una película, con esa apacible irrealidad que se deriva
de lo lejano y no vivido, igual que en esos sueños embarazosos que sin embargo
dan un atisbo de convicción de que en efecto estamos en una fantasía onírica.
Tan solo el episodio del golpe de estado del 23-F, durante aquellas inciertas
horas, supuso un poderoso motivo de reflexión acerca de la paz social y de las
formas que existen de quebrarla, de las consecuencias de la ruptura del orden y
de los antagonismos y enfrentamientos a los que pudimos estar abocados.
Pero en aquel suceso de la transición no
vimos a medio millón de personas manifestarse en las calles en apoyo de los golpistas.
No se percibió en ningún momento una sociedad dividida. Se depuraron con premura
los estamentos rancios del ejército incapaces de asumir la democracia y otros
grupúsculos sociales proclives a erigirse en salvadores de la patria; hubo cárcel
para los responsables y lo demás languideció con rapidez. La actual coyuntura
de conflicto social creada en Cataluña y que salpica inevitablemente al resto
del país por desgracia puede ser más duradera. Porque ya no hablamos de ideas
caducas y anacrónicas generadoras de
tensión. Cuando las mentiras y posverdades fraguadas con empleo de ingeniería
política y educativa arraigan con fuerza en importantes capas de la sociedad
llegando a las esferas de poder y decisión, puede no bastar con una batería de
medidas ni con unos supuestos cortos plazos temporales para revertir la
situación. La actuación del Estado de Derecho, siendo absolutamente necesaria,
tiene sus limitaciones y no llega a acallar ideas irreductibles y actitudes que
pueden verse incluso amplificadas con su cohorte de soberbias e intransigencias.
Si concebimos la paz social como el
entendimiento y las buenas relaciones entre grupos, clases o estamentos
sociales en un país, hemos de concluir que esa paz ahora está tocada. Esto
supone que las energías que deberían destinarse a la búsqueda del bienestar, al
desarrollo de la economía, a potenciar la concordia y el orden en una sociedad
emprendedora, ahora se dilapida en el
enfrentamiento, en la discusión estéril y en la búsqueda continua de respuestas
que ahondan esa conflagración tanto dialéctica como de hechos consumados.
Todos esperamos que la paz social no se
altere más ni que este conflicto alcance niveles indeseados superiores a los
actuales. Nadie quiere contar a sus nietos batallitas como las que nosotros
escuchamos. Pero me temo que vamos a añorar todos esos años en los que “no
pasaba nada”, donde la evolución de la sociedad –con alguna que otra huelga
como único elemento disruptivo- estaba claramente dirigida a alcanzar mejores
cotas de progreso y concordia. Lo siento, pero mi pesimismo,como sudedía a Jean Cocteau, no es sino una variedad del optimismo.