miércoles, 25 de octubre de 2017

Paz social en peligro



     Prometo que con esta columna concluyo mi “trilogía negra” sobre la situación catalana que se inició con "Los puentes rotos". Como integrante de una generación que no ha conocido afortunadamente  conflictos sociales graves en el entorno próximo donde nos desenvolvemos, en bastantes ocasiones me he preguntado cómo afrontarían en otra época más azarosa estas situaciones de agitación, odios, revueltas y hasta episodios sangrientos de los que por desgracia nuestro país no ha estado ajeno en muchas fases de su historia. Escuchaba a mis padres hablar de las represalias de la posguerra, por ejemplo, como quien oye contar una película, con esa apacible irrealidad que se deriva de lo lejano y no vivido, igual que en esos sueños embarazosos que sin embargo dan un atisbo de convicción de que en efecto estamos en una fantasía onírica. Tan solo el episodio del golpe de estado del 23-F, durante aquellas inciertas horas, supuso un poderoso motivo de reflexión acerca de la paz social y de las formas que existen de quebrarla, de las consecuencias de la ruptura del orden y de los antagonismos y enfrentamientos a los que pudimos estar abocados.
     Pero en aquel suceso de la transición no vimos a medio millón de personas manifestarse en las calles en apoyo de los golpistas. No se percibió en ningún momento una sociedad dividida. Se depuraron con premura los estamentos rancios del ejército incapaces de asumir la democracia y otros grupúsculos sociales proclives a erigirse en salvadores de la patria; hubo cárcel para los responsables y lo demás languideció con rapidez. La actual coyuntura de conflicto social creada en Cataluña y que salpica inevitablemente al resto del país por desgracia puede ser más duradera. Porque ya no hablamos de ideas caducas  y anacrónicas generadoras de tensión. Cuando las mentiras y posverdades fraguadas con empleo de ingeniería política y educativa arraigan con fuerza en importantes capas de la sociedad llegando a las esferas de poder y decisión, puede no bastar con una batería de medidas ni con unos supuestos cortos plazos temporales para revertir la situación. La actuación del Estado de Derecho, siendo absolutamente necesaria, tiene sus limitaciones y no llega a acallar ideas irreductibles y actitudes que pueden verse incluso amplificadas con su cohorte de soberbias e intransigencias.
     Si concebimos la paz social como el entendimiento y las buenas relaciones entre grupos, clases o estamentos sociales en un país, hemos de concluir que esa paz ahora está tocada. Esto supone que las energías que deberían destinarse a la búsqueda del bienestar, al desarrollo de la economía, a potenciar la concordia y el orden en una sociedad emprendedora, ahora se  dilapida en el enfrentamiento, en la discusión estéril y en la búsqueda continua de respuestas que ahondan esa conflagración tanto dialéctica como de hechos consumados.
     Todos esperamos que la paz social no se altere más ni que este conflicto alcance niveles indeseados superiores a los actuales. Nadie quiere contar a sus nietos batallitas como las que nosotros escuchamos. Pero me temo que vamos a añorar todos esos años en los que “no pasaba nada”, donde la evolución de la sociedad –con alguna que otra huelga como único elemento disruptivo- estaba claramente dirigida a alcanzar mejores cotas de progreso y concordia. Lo siento, pero mi pesimismo,como sudedía a Jean Cocteau, no es sino una variedad del optimismo.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Los puentes rotos



     Es de esas metáforas que evocan imágenes almacenadas en la memoria. A mí me sugiere, por ejemplo, el puente semiderruido de Ajùda, que comunicaba España con Portugal en la comarca de Olivenza, cuyos arcos fueron destruidos por los españoles en 1709. También el puente de Mostar, levantado en el siglo XVI y volado durante la guerra de Bosnia en 1993. Y por último el viejo puente romano de Alconétar, salvado actualmente de las aguas del embalse de Alcántara, que perdió su función por ruina en la Edad Media, teniendo que cruzarse el Tajo por aquel lugar en barcas hasta el siglo pasado.
      El puente ente Cataluña y España hace tiempo que amenazaba también ruina. Se oye ahora mucho en tertulias esa pregunta lanzada al aire: “¿cómo hemos llegado hasta aquí?” y se buscan culpables del momento por acción o por omisión. Creo que es de esos puentes que se caen piedra a piedra sin que nadie se preocupe de afianzarlos, confiando en que su fortaleza resistirá cualquier embate. El separatismo es como uno de esos cánceres traicioneros que no dan la cara hasta que el diagnóstico solo puede augurar un final próximo. Parece que nadie se daba cuenta de que durante la Olimpiada de Barcelona en 1992, cuando todavía no se vendían las esteladas en las tiendas de todo a cien, ya había por ahí jovenzuelos colocando pancartas donde se leía “Catalonia is not Spain”; uno de ellos era un Puigdemont con 29 años cuya cruzada irrenunciable se podía entrever al comenzar a ocupar cargos públicos. Y ya se sabía para qué vino al ser nombrado President.
     Otras piedras de este puente han ido cayendo en las escuelas catalanas en las últimas décadas: los estudiantes universitarios que hoy toman rectorados y plazas envueltos en esteladas son los niños que en quinto de primaria, gracias a la LOGSE que transfirió  las competencias de educación a las comunidades autónomas, aprendían en sus libros manipulados que Cataluña ya existía en tiempos de los romanos, que Cataluña era como las excolonias de América que consiguieron su independencia, que la Constitución no está por encima del Estatut, que siempre fue un territorio perseguido por el estado español y los reyes castellanos, y que en lugar de Reino de Aragón hay que decir “corona catalano-aragonesa”.
     Más piedras de este puente han ido cayendo de la mano de una inmersión lingüística prostituida hasta el punto de multar a los establecimientos comerciales que rotulen su actividad en castellano. Hemos asistido a una “gibraltarización” de Cataluña, como los llanitos que hablan andaluz pero son británicos. Era cuestión de tiempo. Un montón de piedras cayeron de golpe con el recurso ante el Tribunal Constitucional por parte del PP en contra de la reforma del Estatut, que habían refrendado el Parlament y el Congreso. La gran grieta en ese puente se ha ido agrandando crecientemente al dejar de hablarse compañeros de trabajo, amigos y hasta hermanos. Y finalmente el puente entero se tambalea ya con la actuación de las fuerzas de seguridad el pasado domingo. Era el pretexto soñado y plasmado en los libros de historia escolares: el territorio catalán ocupado por el estado español. El artículo 155 solo será un remiendo que acrecentará el odio hasta que el puente se venga definitivamente abajo.