miércoles, 27 de diciembre de 2017

Haber



     “Haber” es la palabra más consultada de este año en el diccionario on line de la Real Academia Española. Hay que suponer que estas consultas obedecen a una forma preventiva de solventar una duda o evitar errores en la escritura.

     Cuando estudiaba Magisterio había un temido “penene” al que bastaba una sola falta de ortografía en un examen de Lengua  para quedar suspenso aunque los contenidos merecieran sobresaliente. No podía ser que un futuro maestro  no supiera escribir correctamente el idioma. Diré, modestia aparte, que no tuve en esta asignatura graves dificultades gracias, sobre todo, a mi profesor anterior en bachillerato: Fray Antonio Corredor, que con sus excéntricos “desafíos” en clase, esculpió de forma indeleble en miles de alumnos las reglas que rigen la ortografía, la sintaxis, la semántica, en definitiva las garantías del correcto uso de un bien tan preciado como nuestra lengua.

     Aunque un idioma es un ente dinámico sujeto a modificaciones (prueba de ello es la continua incorporación de nuevos vocablos al diccionario de la RAE), lo que más ha evolucionado son los canales de difusión del  mismo y la forma en que se  visualiza, que hace no mucho tiempo lo constituía exclusivamente el papel. Y esto posiblemente ha puesto de manifiesto  que hayan adquirido más prestancia los fondos que las formas: la intención comunicativa y la carga semántica interna en una pantallita de un “t kiero” o un “a venido” no se merma lo más mínimo con el envoltorio. Incluso parece que en el colectivo estudiantil esta economía o uso arbitrario de grafemas obedece a una especie de argot rebelde identitario e intencional que no interfiere con un uso correcto de la ortografía en otras situaciones  que así lo demanden. Existe, no obstante, un riesgo que afecta más a cierta población adulta ya lejana a las etapas educativas: los modernos canales comunicativos han abierto muchos debates y patentizado otras certezas; una de ellas es que seguramente lo esencial es comunicar, no importando tanto cómo se haga. Pero esta forma generalizada de comunicarnos, sobre todo en chats y redes sociales tiene la facultad de crear clichés visuales que se incorporan al repertorio de quien únicamente lee estos minitextos y nunca libros, ese 38% de la población española, según algunos estudios. Nada que objetar a que ahora existan más posibilidades de escribir pensamientos y a que se haga sin el antiguo pudor de quien era consciente de sus limitaciones ortográficas. Pero es como bailar pisando a la pareja; el concepto de competencia, que fue durante mucho tiempo un requisito de supervivencia social, ha perdido (y no solo en la ortografía) gran parte de su prestigio  en aras de un utilitarismo ramplón ajeno a toda regla. Lo vemos en el vendedor ineficaz, en el orador negado, en el guía inexperto, en el conductor torpe o en el operario desmañado.

   ¿De qué manera podemos influir entonces fuera de los medios de comunicación que sí exigen competencia lingüística como un periódico o una revista? (Esto de momento: en el nuevo grado de Periodismo en la UEX no se contemplan contenidos de Lengua y Literatura). Haber si nos enteramos: cuando alguien nos diga en un chat “allúdame por fabor”, regalémosle un libro. Fray Antonio lo agradecerá desde el más allá.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Recuerdos



Aprovechando  un obligado desalojo por pintura, he procedido a reordenar mi biblioteca. Es un proceso que ya se ha repetido varias veces coincidiendo a menudo con mudanzas y traslados, y que da fe del incremento paulatino de volúmenes –no todos leídos, sin embargo-, que suelen cambiar de sitio ocupando después lugares más racionales que el anárquico territorio anterior colonizado por el desorden y la prisa. A algunos dedico especial atención después de pasarle el plumero, dejando caer con  el pulgar sus hojas en cascada como queriendo revivir esa brisa de aromas que un día acompañaron su lectura; este torrente de papel puede detenerse con intriga en alguna hoja seca como fósil evocador de aquella tarde en el parque. O en una entrada del cine Coliseum para “El exorcista” reviviendo una compañía femenina efímera y caducada. En una edición argentina de la obra de Charlotte Bühler “Psicología de la vida activa” apareció un billete de tren Cáceres-Málaga, de 1978, y ha sido un magnífico pretexto para añorar aquellos tres trasbordos y 12 horas de viaje que repetí tantas veces antes de que los trabajosos ahorros juveniles permitieran afrontar la compra del primer coche (por curiosidad he consultado el trayecto ferroviario actual y el más ventajoso en tiempo te manda ¡a Madrid! para allí coger el AVE).
     Pero los recuerdos pueden aflorar también al abrir un viejo baúl, al pasar las hojas de un álbum de fotos olvidado, al contemplar la colección de sellos de la infancia, al visitar de nuevo ese lugar donde fuimos felices, al consultar las cartas atesoradas como gemas en una caja de zapatos o el diario adolescente que guardamos como sacra reliquia donde subyacen potentes emociones ansiosas de revivirse… Incluso al cruzarnos por la calle con aquel secreto amor platónico cuyo rostro otrora idolatrado han marchitado con saña los estragos ineludibles del tiempo.
   Y hablo hoy de esto porque creo que las inercias de esta vida explosiva que se ha adueñado del presente encuentran más espacios para la elucubración de los porvenires, donde todos queremos ser adivinos con ventaja, privándonos del noble ejercicio del recuerdo. Sé que algunos pensarán, como Albert Einstein, que la memoria es la inteligencia de los tontos, y admito también que esta percepción mía puede ser un síntoma ineludible e inquietante de senectud latente, pero rememorar episodios pasados con frecuencia aporta una perspectiva nada desdeñable para afrontar el futuro con mayor visión de conjunto. La certeza inapelable de lo ya vivido (bueno y malo, ya se encarga la función selectiva de la memoria de filtrar adecuadamente esos contenidos codificados) es en cierto modo como si conociéramos interesantes datos de la carretera por la que aun debemos transitar, como el firme, las curvas y las limitaciones.
   Cuando en mi juventud estudiaba las teorías de Atkinson y Shiffrin sobre el modelo estructural de la memoria con sus elementos sensoriales, de corto o de largo plazo, no podía imaginar que algunas décadas después arrinconara por completo aquellos paradigmas científicos de memorias declarativas o implícitas (¡cuánta información recibida y procesada recala a lo largo de la vida en la papelera de reciclaje del olvido!) para dirigirme a ustedes hoy con el simple consejo de saludables y periódicas introspecciones. Tarea para hoy: intenten recordar el primer beso.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Las flatulencias de Rull y el mito de la caverna



Al exconseller de Presidencia Josep Rull la comida de la prisión le ha hecho sufrir mucho. Ciertamente debe ser un suplicio no poder elegir menú de restaurante de cuatro tenedores. Los cocidos “de aquellos intensos” al pobre le producían flatulencias. Según ha contado  era frustrante no poder comer con cubiertos metálicos ni tener una copa de vino acompañando el bocado. Igualmente fue terrible tener que quitarse el anillo de casado y escuchar el himno nacional en los móviles de los guardias civiles; en resumen, sus 32 días de cárcel han sido “una experiencia espeluznante”, donde cita hasta las misas en castellano que le resultaban “muy raras”.
   Admitiendo que la privación de libertad no debe ser agradable para nadie, a muchos nos parece que los comentarios apocalípticos de este flojeras separatista ante un cautiverio light en la mejor prisión del Estado no son más que una reacción infantiloide de quien ha llevado hasta ahora una vida refinada y señorial, de chóferes y hoteles, de privilegios y servidumbre, queriendo aparecer como el prisionero de guerra que presume ante sus acólitos de haber escapado de las garras del enemigo. Lo que han “sufrido” los políticos liberados –que en su día deberán ser juzgados por sus delitos, no lo olvidemos- no es más que un baño de realidad: han visto en versión de prueba lo que sucede al saltarse olímpicamente el ordenamiento jurídico con absoluto desprecio del respeto a la norma.
   Pero a pesar de la evidencia que han experimentado en sus carnes estos políticos durante un mes, y como relataba Platón en su famosa alegoría contenida en La República, es más fuerte la tendencia a creerse su propia mentira y, curiosamente, al salir de prisión han vuelto de nuevo a la caverna que consideran su existencia real al amparo de sus ilusiones y deformadas imágenes. Otro dato revelador de lo que argumento: el señor Rull y el resto de exconsellers se “hundían” en Estremera al leer la prensa española y solo encontraban alivio con los diarios El Punt Avui y Ara; es decir, se sentían a salvo con las sombras de la caverna con las que se han identificado hasta desmentir cualquier atisbo de realidad distinta. Con esta irrefrenable tendencia a la autoafirmación juegan los medios de comunicación soberanistas -en especial TV3- y otras asociaciones “culturales”, cuyos dirigentes saborean en estos momentos los menús flatulentos de Soto del Real.
El 21D lo que se dilucida en definitiva es saber cuántos ciudadanos están dispuestos a salir de la caverna y comprobar que existe una realidad diferente a las sombras fantasmagóricas que hasta ahora han considerado su particular existencia, esa proyección de posverdades en la pantalla confusa de sus emociones disfrazadas de patria que tan hábilmente han maquinado los arquitectos del secesionismo. Comprobaremos hasta qué punto esas sombras del “procés” siguen constituyendo el mundo irrenunciable de un sector importante del electorado enfrentado a cualquier raciocinio proveniente del exterior que contravenga sus inercias.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Puño y letra



     Como en la canción que interpretaba Raphael, a veces llegan cartas como la que había ayer en el buzón cuando llegué a casa. Me refiero al buzón de verdad,  cuya dieta cambió hace tiempo, pues se alimenta casi exclusivamente de propagandas, ofertas de supermercados y demás correspondencia basura depositada por esos carteros espurios repartidores de spam en papel. La misiva en cuestión estaba rezagada y escondida entre el resto de papelorios bancarios -esa plebe agobiante y fútil de la correspondencia- como si no quisiera revivir un protagonismo añejo, perdido hace tiempo en los recovecos marginales del progreso;  pero era una carta-carta (ahora recuerdo que mi padre llamaba cura-cura a los clérigos que llevaban sotana). Porque este mensaje del que les hablo también rebosaba una autenticidad perdida, tenía sello y todo, presentando las señas escritas a mano con ampulosa caligrafía y también su remite correspondiente, como mandan los buenos cánones de la comunicación epistolar. Su autor, que conocí hace lustros, me hacía partícipe de benévolas reflexiones que le suscitó uno de mis artículos y  prefirió utilizar este ya arcaico medio de comunicación que se me antoja algo así como una artesanía intencional del afecto, que implica  una proximidad buscada que es de agradecer, porque también podía haber echado mano del socorrido wasap o del universal pero impersonal Messenger; incluso Facebook, donde  ya he recibido algún que otro topetazo dialéctico “por privado” Ahora pienso que posiblemente el afable remitente conocería mis lejanos orígenes laborales como funcionario de Correos y quiso suscitar en mi ánimo entrañables añoranzas. Descifrar una caligrafía manual tiene ese encanto viajero que nos sitúa en el escritorio de nuestro interlocutor, a quien yo imagino pensativo y afanado en transmitirme sus impresiones en unas modestas cuartillas completadas con pausas y relecturas.
     Esta carta me ha llevado a recordar aquella época no tan lejana, anterior al teléfono móvil y al e-mail, época que tanto cuesta concebir a nuestros hijos o nietos, no solo ajenos a la escritura a mano sino también a Olivettis y papel carbón. Hasta entonces se recibían cartas-cartas y llamadas desde cabinas. La letra facunda y adornada del abuelo, dibujada con esa lentitud gozosa de quien nunca ha precisado tomar apuntes, parecía traer vagos efluvios con aroma a humo de dehesa. Aquellos entrañables formulismos: “espero que al recibo de esta os encontréis bien, por aquí todos buenos (G.A.D.)”, “vuestro padre y abuelo que mucho os quiere…”, tenían algo de propósito reverente, como de instancia a la superioridad, a la que solo parecía faltar la póliza de tres pesetas. ¿Y qué me dicen de las cartas de la novia o del novio? En mi caso podía advertir en el exilio africano de la mili, al abrir ávidamente una de ellas, el perfume evocador de mi querida, que había viajado incólume sin merma de su poder excitante por muchas sacas de Correos, estaciones de ferrocarril y bodegas de ferrys que se hubieran interpuesto.
   La recepción de esta carta me ha hecho tomar una decisión: volver a enviar felicitaciones navideñas por correo-correo; voy a abandonar por este año los emoticonos y  los archivos con renos móviles. Intentaré que mis destinatarios evoquen villancicos de vinilo y el sabor del mazapán en mis sinceros deseos de puño y letra.