“Haber” es la palabra más consultada de
este año en el diccionario on line de la Real Academia Española. Hay que
suponer que estas consultas obedecen a una forma preventiva de solventar una
duda o evitar errores en la escritura.
Cuando estudiaba Magisterio había un temido “penene” al que bastaba una
sola falta de ortografía en un examen de Lengua
para quedar suspenso aunque los contenidos merecieran sobresaliente. No
podía ser que un futuro maestro no
supiera escribir correctamente el idioma. Diré, modestia aparte, que no tuve en
esta asignatura graves dificultades gracias, sobre todo, a mi profesor anterior
en bachillerato: Fray Antonio Corredor, que con sus excéntricos “desafíos” en
clase, esculpió de forma indeleble en miles de alumnos las reglas que rigen la
ortografía, la sintaxis, la semántica, en definitiva las garantías del correcto
uso de un bien tan preciado como nuestra lengua.
Aunque un idioma es un ente dinámico
sujeto a modificaciones (prueba de ello es la continua incorporación de nuevos
vocablos al diccionario de la RAE), lo que más ha evolucionado son los canales
de difusión del mismo y la forma en que
se visualiza, que hace no mucho tiempo lo
constituía exclusivamente el papel. Y esto posiblemente ha puesto de manifiesto
que hayan adquirido más prestancia los
fondos que las formas: la intención comunicativa y la carga semántica interna en
una pantallita de un “t kiero” o un “a venido” no se merma lo más mínimo con el
envoltorio. Incluso parece que en el colectivo estudiantil esta economía o uso
arbitrario de grafemas obedece a una especie de argot rebelde identitario e
intencional que no interfiere con un uso correcto de la ortografía en otras
situaciones que así lo demanden. Existe, no obstante, un riesgo que afecta más a cierta población adulta ya
lejana a las etapas educativas: los modernos canales comunicativos han abierto
muchos debates y patentizado otras certezas; una de ellas es que seguramente lo
esencial es comunicar, no importando tanto cómo se haga. Pero esta forma
generalizada de comunicarnos, sobre todo en chats y redes sociales tiene la
facultad de crear clichés visuales que se incorporan al repertorio de quien
únicamente lee estos minitextos y nunca libros, ese 38% de la población
española, según algunos estudios. Nada que objetar a que ahora existan más
posibilidades de escribir pensamientos y a que se haga sin el antiguo pudor de
quien era consciente de sus limitaciones ortográficas. Pero es como bailar
pisando a la pareja; el concepto de competencia, que fue durante mucho tiempo
un requisito de supervivencia social, ha perdido (y no solo en la ortografía)
gran parte de su prestigio en aras de un
utilitarismo ramplón ajeno a toda regla. Lo vemos en el vendedor ineficaz, en
el orador negado, en el guía inexperto, en el conductor torpe o en el operario
desmañado.
¿De qué manera podemos influir entonces
fuera de los medios de comunicación que sí exigen competencia lingüística como
un periódico o una revista? (Esto de momento: en el nuevo grado de Periodismo
en la UEX no se contemplan contenidos de Lengua y Literatura). Haber si nos enteramos: cuando alguien
nos diga en un chat “allúdame por fabor”, regalémosle un libro. Fray Antonio lo
agradecerá desde el más allá.