Como en la canción que interpretaba
Raphael, a veces llegan cartas como la que había ayer en el buzón cuando llegué
a casa. Me refiero al buzón de verdad,
cuya dieta cambió hace tiempo, pues se alimenta casi exclusivamente de
propagandas, ofertas de supermercados y demás correspondencia basura depositada
por esos carteros espurios repartidores de spam en papel. La misiva en cuestión
estaba rezagada y escondida entre el resto de papelorios bancarios -esa plebe
agobiante y fútil de la correspondencia- como si no quisiera revivir un
protagonismo añejo, perdido hace tiempo en los recovecos marginales del
progreso; pero era una carta-carta
(ahora recuerdo que mi padre llamaba cura-cura a los clérigos que llevaban
sotana). Porque este mensaje del que les hablo también rebosaba una
autenticidad perdida, tenía sello y todo, presentando las señas escritas a mano
con ampulosa caligrafía y también su remite correspondiente, como mandan los
buenos cánones de la comunicación epistolar. Su autor, que conocí hace lustros,
me hacía partícipe de benévolas reflexiones que le suscitó uno de mis artículos
y prefirió utilizar este ya arcaico
medio de comunicación que se me antoja algo así como una artesanía intencional del
afecto, que implica una proximidad buscada
que es de agradecer, porque también podía haber echado mano del socorrido wasap
o del universal pero impersonal Messenger; incluso Facebook, donde ya he recibido algún que otro topetazo
dialéctico “por privado” Ahora pienso que posiblemente el afable remitente conocería
mis lejanos orígenes laborales como funcionario de Correos y quiso suscitar en
mi ánimo entrañables añoranzas. Descifrar una caligrafía manual tiene ese
encanto viajero que nos sitúa en el escritorio de nuestro interlocutor, a quien
yo imagino pensativo y afanado en transmitirme sus impresiones en unas modestas
cuartillas completadas con pausas y relecturas.
Esta carta me ha llevado a recordar
aquella época no tan lejana, anterior al teléfono móvil y al e-mail, época que
tanto cuesta concebir a nuestros hijos o nietos, no solo ajenos a la escritura
a mano sino también a Olivettis y papel carbón. Hasta entonces se recibían
cartas-cartas y llamadas desde cabinas. La letra facunda y adornada del abuelo,
dibujada con esa lentitud gozosa de quien nunca ha precisado tomar apuntes,
parecía traer vagos efluvios con aroma a humo de dehesa. Aquellos entrañables
formulismos: “espero que al recibo de esta os encontréis bien, por aquí todos
buenos (G.A.D.)”, “vuestro padre y abuelo que mucho os quiere…”, tenían algo de
propósito reverente, como de instancia a la superioridad, a la que solo parecía
faltar la póliza de tres pesetas. ¿Y qué me dicen de las cartas de la novia o
del novio? En mi caso podía advertir en el exilio africano de la mili, al abrir
ávidamente una de ellas, el perfume evocador de mi querida, que había viajado
incólume sin merma de su poder excitante por muchas sacas de Correos,
estaciones de ferrocarril y bodegas de ferrys que se hubieran interpuesto.
La recepción de esta carta me ha hecho tomar
una decisión: volver a enviar felicitaciones navideñas por correo-correo; voy a
abandonar por este año los emoticonos y los archivos con renos móviles. Intentaré que
mis destinatarios evoquen villancicos de vinilo y el sabor del mazapán en mis
sinceros deseos de puño y letra.
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