Aprovechando un obligado desalojo por pintura, he
procedido a reordenar mi biblioteca. Es un proceso que ya se ha repetido varias
veces coincidiendo a menudo con mudanzas y traslados, y que da fe del
incremento paulatino de volúmenes –no todos leídos, sin embargo-, que suelen
cambiar de sitio ocupando después lugares más racionales que el anárquico
territorio anterior colonizado por el desorden y la prisa. A algunos dedico
especial atención después de pasarle el plumero, dejando caer con el pulgar sus hojas en cascada como queriendo
revivir esa brisa de aromas que un día acompañaron su lectura; este torrente de
papel puede detenerse con intriga en alguna hoja seca como fósil evocador de
aquella tarde en el parque. O en una entrada del cine Coliseum para “El
exorcista” reviviendo una compañía femenina efímera y caducada. En una edición
argentina de la obra de Charlotte Bühler “Psicología de la vida activa”
apareció un billete de tren Cáceres-Málaga, de 1978, y ha sido un magnífico
pretexto para añorar aquellos tres trasbordos y 12 horas de viaje que repetí
tantas veces antes de que los trabajosos ahorros juveniles permitieran afrontar
la compra del primer coche (por curiosidad he consultado el trayecto
ferroviario actual y el más ventajoso en tiempo te manda ¡a Madrid! para allí
coger el AVE).
Pero los recuerdos pueden aflorar también al
abrir un viejo baúl, al pasar las hojas de un álbum de fotos olvidado, al
contemplar la colección de sellos de la infancia, al visitar de nuevo ese lugar
donde fuimos felices, al consultar las cartas atesoradas como gemas en una caja
de zapatos o el diario adolescente que guardamos como sacra reliquia donde
subyacen potentes emociones ansiosas de revivirse… Incluso al cruzarnos por la
calle con aquel secreto amor platónico cuyo rostro otrora idolatrado han
marchitado con saña los estragos ineludibles del tiempo.
Y hablo hoy de esto porque creo que las
inercias de esta vida explosiva que se ha adueñado del presente encuentran más
espacios para la elucubración de los porvenires, donde todos queremos ser
adivinos con ventaja, privándonos del noble ejercicio del recuerdo. Sé que
algunos pensarán, como Albert Einstein, que la memoria es la inteligencia de
los tontos, y admito también que esta percepción mía puede ser un síntoma
ineludible e inquietante de senectud latente, pero rememorar episodios pasados
con frecuencia aporta una perspectiva nada desdeñable para afrontar el futuro
con mayor visión de conjunto. La certeza inapelable de lo ya vivido (bueno y
malo, ya se encarga la función selectiva de la memoria de filtrar adecuadamente
esos contenidos codificados) es en cierto modo como si conociéramos interesantes
datos de la carretera por la que aun debemos transitar, como el firme, las
curvas y las limitaciones.
Cuando en mi juventud estudiaba las teorías
de Atkinson y Shiffrin sobre el modelo estructural de la memoria con sus
elementos sensoriales, de corto o de largo plazo, no podía imaginar que algunas
décadas después arrinconara por completo aquellos paradigmas científicos de
memorias declarativas o implícitas (¡cuánta información recibida y procesada
recala a lo largo de la vida en la papelera de reciclaje del olvido!) para
dirigirme a ustedes hoy con el simple consejo de saludables y periódicas
introspecciones. Tarea para hoy: intenten recordar el primer beso.
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