miércoles, 20 de diciembre de 2017

Recuerdos



Aprovechando  un obligado desalojo por pintura, he procedido a reordenar mi biblioteca. Es un proceso que ya se ha repetido varias veces coincidiendo a menudo con mudanzas y traslados, y que da fe del incremento paulatino de volúmenes –no todos leídos, sin embargo-, que suelen cambiar de sitio ocupando después lugares más racionales que el anárquico territorio anterior colonizado por el desorden y la prisa. A algunos dedico especial atención después de pasarle el plumero, dejando caer con  el pulgar sus hojas en cascada como queriendo revivir esa brisa de aromas que un día acompañaron su lectura; este torrente de papel puede detenerse con intriga en alguna hoja seca como fósil evocador de aquella tarde en el parque. O en una entrada del cine Coliseum para “El exorcista” reviviendo una compañía femenina efímera y caducada. En una edición argentina de la obra de Charlotte Bühler “Psicología de la vida activa” apareció un billete de tren Cáceres-Málaga, de 1978, y ha sido un magnífico pretexto para añorar aquellos tres trasbordos y 12 horas de viaje que repetí tantas veces antes de que los trabajosos ahorros juveniles permitieran afrontar la compra del primer coche (por curiosidad he consultado el trayecto ferroviario actual y el más ventajoso en tiempo te manda ¡a Madrid! para allí coger el AVE).
     Pero los recuerdos pueden aflorar también al abrir un viejo baúl, al pasar las hojas de un álbum de fotos olvidado, al contemplar la colección de sellos de la infancia, al visitar de nuevo ese lugar donde fuimos felices, al consultar las cartas atesoradas como gemas en una caja de zapatos o el diario adolescente que guardamos como sacra reliquia donde subyacen potentes emociones ansiosas de revivirse… Incluso al cruzarnos por la calle con aquel secreto amor platónico cuyo rostro otrora idolatrado han marchitado con saña los estragos ineludibles del tiempo.
   Y hablo hoy de esto porque creo que las inercias de esta vida explosiva que se ha adueñado del presente encuentran más espacios para la elucubración de los porvenires, donde todos queremos ser adivinos con ventaja, privándonos del noble ejercicio del recuerdo. Sé que algunos pensarán, como Albert Einstein, que la memoria es la inteligencia de los tontos, y admito también que esta percepción mía puede ser un síntoma ineludible e inquietante de senectud latente, pero rememorar episodios pasados con frecuencia aporta una perspectiva nada desdeñable para afrontar el futuro con mayor visión de conjunto. La certeza inapelable de lo ya vivido (bueno y malo, ya se encarga la función selectiva de la memoria de filtrar adecuadamente esos contenidos codificados) es en cierto modo como si conociéramos interesantes datos de la carretera por la que aun debemos transitar, como el firme, las curvas y las limitaciones.
   Cuando en mi juventud estudiaba las teorías de Atkinson y Shiffrin sobre el modelo estructural de la memoria con sus elementos sensoriales, de corto o de largo plazo, no podía imaginar que algunas décadas después arrinconara por completo aquellos paradigmas científicos de memorias declarativas o implícitas (¡cuánta información recibida y procesada recala a lo largo de la vida en la papelera de reciclaje del olvido!) para dirigirme a ustedes hoy con el simple consejo de saludables y periódicas introspecciones. Tarea para hoy: intenten recordar el primer beso.

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