Debería tener ocho años. Sabía que el
camino de regreso era largo y tortuoso, y costaba ya respirar en aquella recóndita
profundidad de la caverna. Además, me amedrentaba el zumbido de los murciélagos
esquivando en la oscuridad mi silueta menuda. Era la primera vez que deambulaba
sin compañía por las entrañas sinuosas de la Prehistoria. Deseché con
resolución un amago de sollozo y a tientas recuperé del suelo aquella vieja
linterna con pila de petaca, ahora inservible. Intentaría la hazaña del
regreso, pues creía conocer el itinerario hasta la salida, aun a oscuras.
Estaba ahora en la Sala de las Chimeneas, uno de los pocos lugares donde se
podía uno poner de pie sin riesgo para la cabeza, pero era preciso a partir de
este momento adoptar una prudente posición encorvada, pues las amenazantes estalagtitas, gruesas y goteantes, no entendían tampoco de estaturas bajas. Las manos extendidas braceaban
lentamente como queriendo emerger de un mar de tinieblas. Recordé entonces
cuando jugaba a “ser ciego” por los recovecos del Museo, pero entonces se
podían abrir los ojos ante cualquier sospecha de peligro para la integridad;
ahora era de verdad: los ojos inútilmente abiertos eran incapaces de romper
aquella hermética penumbra.
Mis manos y mi cabeza al unísono toparon con una
pared infranqueable, fría y viscosa como todas. Había penetrado por error en el
Corredor de la Serpiente, sin salida, pero conocía dónde estaba la abertura que
me conduciría a la Sala de las Pinturas, a donde llegué en cámara lenta
sabiendo que por el centro no había grandes obstáculos. En mi inocencia
infantil, ahora vestida de fantasía oscura, me sentía extrañamente protegido
por decenas de manos milenarias plasmadas en las húmedas paredes de aquella
estancia pétrea. Manos vagas y mutiladas que había ayudado a calcar muchas
veces, y que parecían indicarme con premura el camino hacia la salida desde la
negrura misteriosa del Pleistoceno. Por el estrechamiento que conduce a la
Cámara de la Mesa mis piernas desnudas estaban ya rebozadas de aquel barro pegajoso
y rojizo con el que fabricaba canicas para ahorrarme la perra chica que valían
en los carrillos de Cánovas. Con alivio comprobé al tacto que acababa de llegar
a la Sala de las Columnas, abrazando con deleite a mi paso las gruesas y frías formaciones
calcíticas que le daban nombre. Poco a poco la temperatura parecía subir varios
grados y se iba difuminando el intenso olor a humedad. Al fin, una tenue y
apagada luz, como el mortecino final de una tarde, saludaron mis ojos, ya
cansados de no ver.
Aquella noche soñé con feroces hombres de
las cavernas que me perseguían por haber profanado su sagrado santuario. Ha
pasado medio siglo desde entonces, una insignificancia comparada con la edad de
las pinturas, ahora establecida con rigor
científico; y mi sueño de adulto, despojado ya de aquellas figuraciones
oníricas de la infancia, es que dejemos por fin de dar la espalda a nuestro
remoto origen. Que conozcamos y valoremos ser la cuna primigenia del arte humano.
El hombre de Neanderthal vivió, amó y creó en Maltravieso, verdadero y genuino
Patrimonio de la Humanidad. Sueño con que dejemos de estar perdidos, como me
ocurrió aquel día, en la tiniebla estéril del olvido. Nuestros remotos orígenes
lo merecen.