miércoles, 28 de febrero de 2018

Maltravieso



    Debería tener ocho años. Sabía que el camino de regreso era largo y tortuoso, y  costaba ya respirar en aquella recóndita profundidad de la caverna. Además, me amedrentaba el zumbido de los murciélagos esquivando en la oscuridad mi silueta menuda. Era la primera vez que deambulaba sin compañía por las entrañas sinuosas de la Prehistoria. Deseché con resolución un amago de sollozo y a tientas recuperé del suelo aquella vieja linterna con pila de petaca, ahora inservible. Intentaría la hazaña del regreso, pues creía conocer el itinerario hasta la salida, aun a oscuras. Estaba ahora en la Sala de las Chimeneas, uno de los pocos lugares donde se podía uno poner de pie sin riesgo para la cabeza, pero era preciso a partir de este momento adoptar una prudente posición encorvada, pues las amenazantes  estalagtitas, gruesas y goteantes,  no entendían tampoco de estaturas  bajas. Las manos extendidas braceaban lentamente como queriendo emerger de un mar de tinieblas. Recordé entonces cuando jugaba a “ser ciego” por los recovecos del Museo, pero entonces se podían abrir los ojos ante cualquier sospecha de peligro para la integridad; ahora era de verdad: los ojos inútilmente abiertos eran incapaces de romper aquella hermética penumbra. 
     Mis manos y mi cabeza al unísono toparon con una pared infranqueable, fría y viscosa como todas. Había penetrado por error en el Corredor de la Serpiente, sin salida, pero conocía dónde estaba la abertura que me conduciría a la Sala de las Pinturas, a donde llegué en cámara lenta sabiendo que por el centro no había grandes obstáculos. En mi inocencia infantil, ahora vestida de fantasía oscura, me sentía extrañamente protegido por decenas de manos milenarias plasmadas en las húmedas paredes de aquella estancia pétrea. Manos vagas y mutiladas que había ayudado a calcar muchas veces, y que parecían indicarme con premura el camino hacia la salida desde la negrura misteriosa del Pleistoceno. Por el estrechamiento que conduce a la Cámara de la Mesa mis piernas desnudas estaban ya rebozadas de aquel barro pegajoso y rojizo con el que fabricaba canicas para ahorrarme la perra chica que valían en los carrillos de Cánovas. Con alivio comprobé al tacto que acababa de llegar a la Sala de las Columnas, abrazando con deleite a mi paso las gruesas y frías formaciones calcíticas que le daban nombre. Poco a poco la temperatura parecía subir varios grados y se iba difuminando el intenso olor a humedad. Al fin, una tenue y apagada luz, como el mortecino final de una tarde, saludaron mis ojos, ya cansados de no ver.

     Aquella noche soñé con feroces hombres de las cavernas que me perseguían por haber profanado su sagrado santuario. Ha pasado medio siglo desde entonces, una insignificancia comparada con la edad de las pinturas, ahora establecida con rigor  científico; y mi sueño de adulto, despojado ya de aquellas figuraciones oníricas de la infancia, es que dejemos por fin de dar la espalda a nuestro remoto origen. Que conozcamos y valoremos ser la cuna primigenia del arte humano. El hombre de Neanderthal vivió, amó y creó en Maltravieso, verdadero y genuino Patrimonio de la Humanidad. Sueño con que dejemos de estar perdidos, como me ocurrió aquel día, en la tiniebla estéril del olvido. Nuestros remotos orígenes lo merecen.






miércoles, 21 de febrero de 2018

Las cuatro "P"



   “Primero está el país, luego el partido y por último la persona”. Fue el aviso a navegantes que lanzó  Artur Mas cuando dimitió como presidente del PDeCAT. Aviso no exento de cinismo político, pues sus “pasos al lado”  no le avalan como adalid de su propia máxima.
  Y es verdad que eso de “país” está en el centro de muchas conversaciones en aquella esquina de España, pero es un concepto confuso sobre el que existe una desorientación absoluta: ¿qué país se quería? Porque objetivamente lo que se contempla hoy es un país dividido y enfrentado ideológicamente, de donde se han marchado tres mil empresas,  con el turismo y la creación de empleo a la baja, con la marca Cataluña por los suelos a ojos foráneos y actualmente intervenidos por el Estado. Es decir, país auténticamente fallido. Con este resultado ¿realmente se ha pensado en el país por encima de todo lo demás?
Siguiente P de partido. Convergencia y Unió fue el partido que lideró el  devenir de los catalanes durante décadas a raíz de la instauración democrática. Formación catalanista, sí, pero implicada tanto en la gobernabilidad del Estado como en el logro de crecientes cotas de bienestar y cohesión para su territorio. Hasta que llegamos a la famosa frase de Maragall: “vostès tenen un problema. I aquest problema es diu 3 per cent”. Se había empezado a pensar más en Andorra  y Suiza, en el Palau, o en el dinero de las ITV que en el propio partido y, por supuesto, más que en su país. Partido que hoy aparece escindido, condenado judicialmente, refundado y renombrado varias veces para tratar de deshacerse vanamente de una maloliente gestión que de corrupta devino en separatista excluyente e ilegal. Ante esta chapuza ¿se pensó en el partido por encima de las personas?
  Pues todo apunta a que las personas –siguiente P- elegidas para conducir los designios de su pueblo no supieron (o no quisieron) fortalecer aquello que les unía sino, precisamente, erigirse  en protagonistas y beneficiarios de réditos pecuniarios e ideológicos, potenciando la desavenencia y el enfrentamiento social hasta concluir incumpliendo la ley que deberían preservar como gobernantes. ¿Fueron esas personas las adecuadas para regir los designios de un país?
  Finalmente, P de Puigdemont, como paradigma de la supremacía de la persona por encima de todo lo demás, que ni siquiera se sustrae a las directrices ni a la  ideología de partido alguno porque ha creado una “lista” paralela y autónoma acorde con su voluntad personalista. Pero, siguiendo a Juan Jesús Ayala, “el personalismo en política tiene su tiempo, y no va más allá del descubrimiento de lo falaz y de lo efímero de ese tipo de personalidad que comienza encantando y termina desencantando”. Creo que ya se está en este estadio del desengaño y el chasco ante una persona que lleva meses tratando de salvar solo su trasero, cosa demasiado evidente ante  personas, partido y país entero.
      La política no se construye con bonitas frases vacías, sino con decisiones que tengan en cuenta el interés de los ciudadanos –de todos, no solo una parte, lo que realmente es el “país”- para que Cataluña en este caso regrese a una senda de normalidad. Hasta ahora peor no se ha podido hacer.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Conciencia de especie



     Hoy me he levantado algo transcendente. Como en una fábula platoniana mis pensamientos esta noche (a resultas seguramente de unas recientes lecturas en National Geographic) han  percibido varios niveles de realidad que coexisten bajo el techo de nuestras percepciones. De hecho, mis columnas suelen madurar  en esos vahídos confusos del duermevela. Pues bien, en el nivel con más proximidad a esas realidades estarían aquellos asuntos que nos atañen muy directamente: tenemos que pasar la ITV del coche o ha bajado un 4% nuestro fondo de inversión. Hay otro nivel de realidad que aparentemente no afecta tanto a nuestro día a día, pero que absorbe gran cantidad de atención: a ver qué dice hoy Puigdemont, o Ciudadanos se está comiendo al PP. Y finalmente hay asuntos que están ahí, seguro que más transcendentes, pero que podríamos ignorar perfectamente –de hecho mucha gente los ignora- porque  en apariencia sus efectos son tan diferidos que ni siquiera afectarían de forma grave a nuestra generación: la superpoblación del planeta con su crisis alimentaria  o el agrandamiento del agujero en la capa de ozono.
     Pero el futuro no es más que una concatenación de presentes y es a este último nivel al que quería hoy referirme porque, como ya dijo Albert Einstein, no pensamos habitualmente en ese futuro, tal vez porque llega muy pronto. Hace años leí un ensayo de paleoantropología  escrito por Eduald Carbonell bajo el título de “El nacimiento de una nueva conciencia”, donde en forma de prospectiva sobre la evolución humana venía a vaticinar el colapso del Homo sapiens y la desaparición de más de la mitad de sus individuos durante este mismo siglo si no se alcanza “una auténtica conciencia de especie”. Hoy me sigo estremeciendo ante este augurio, porque si somos incapaces de tener una conciencia grupal uniforme, si cuesta trabajo ponerse de acuerdo dentro de un país o entre naciones diferentes, imagínense la tarea que supone tener un criterio único dentro de la especie humana. El director de Atapuerca indicaba en su libro que “es muy posible que la crisis ecológica, la distribución desigual de los recursos y otros factores, propicien un cuello de botella en la especie en el caso de que el ser humano no reflexione y decida cambiar la tendencia actual”. Ni que decir tiene que esa tendencia nos llevaría hacia la autodestrucción. Y entonces todavía no estaba Trump, y el norcoreano estaba calladito.
   De nada sirve que los sistemas políticos tachen de pesimistas a los científicos. Se señala la superpoblación como causa de ese colapso humano. Con 10.000 millones de terrícolas se harán patentes las carencias energéticas y alimentarias, que multiplicarán las enfermedades y patologías que ya existen hoy. No es ciencia-ficción: el casquete del Ártico se descongelará por completo en pocos años. Si la mentalización de Occidente ya era débil para emprender acciones correctoras para evitar el calentamiento y la contaminación, la eclosión económica de India y China, así como la era Trump, que está retirando a su país de los acuerdos internacionales en esta materia, pueden ser la puntilla para nuestro querido planeta azul.
   Pero como a nosotros probablemente no nos va a tocar, el que venga que detrás que arree. Esa es la “conciencia de especie” imperante hoy día

miércoles, 7 de febrero de 2018

Despoblación y olvido. ¿Qué fue de la Caja?



     Hace unos meses ya me referí  al llamado “invierno demográfico” que asola nuestras comarcas rurales, abocando a muchos núcleos pequeños de población a un irreversible ocaso que terminará  de modo cierto en su desaparición. En aquella ocasión (era verano) el asunto surgió con relación a los incendios y al abandono de los montes por no existir ya pastoreo ni labor alguna por falta de efectivos humanos. No incidiré en las razones de este despoblamiento, que pueden consultarse en un magnífico reportaje de Antonio Armero en este diario el pasado domingo, y que asola sobre todo al norte de Extremadura.
     Ya han desaparecido en España centenares de pueblos, ¿cuántos le tocarán a Extremadura en las próximas décadas? Recientemente y a resultas de mis “tours” senderistas, he recalado en Descargamaría, en la Sierra de Gata cacereña, que llegó a tener 900 almas antes de la diáspora de la emigración. Hoy a duras penas supera el centenar, la mayor parte pensionistas: ¿qué será de este y otros muchos pueblos cuando se consume ese otro éxodo ineludible, ese del que no se regresa? Aquí ya está justificado el término de “suicidio demográfico” que se empieza a ver en algunos foros. Porque ya no es suficiente que aparezcan aquí y allá algunas casas rurales para solaz efímero de visitantes urbanitas de finde; el turismo es importante, pero por sí solo no fija población al medio rural, habría que tender a que los pueblos no se queden sin habitantes, a que no desaparezcan estilos de vida ni cultivos ni aprovechamientos ni paisajes. Soluciones imaginativas para las que toda ayuda será poca.
   Pero vean cómo son las cosas. Estamentos como la banca, motor de la economía y punta de la vanguardia tecnológica, cuyo compromiso social debería ser universal, está abandonando a su suerte a estas esquilmadas poblaciones, suprimiendo no solo oficinas rurales, sino incluso aquellos corresponsales que atendían a estos núcleos un día por semana. Ahora, jubilados con 80 años tienen que desplazarse como puedan a los cajeros automáticos de su cabecera geográfica u operar por “banca electrónica” ¿mande?  Parece que otro tipo de atención a estos segmentos rurales  no resulta rentable ni importa demasiado la desastrosa imagen de marca que ello comporta. Y he recordado con cierta nostalgia cuando la Caja, por antonomasia,  pagaba las verbenas de los pueblos, los bancos y las papeleras del parque, cuando sorteaba bicicletas y en todas las casas del pueblo más pequeño había un cenicero y un calendario de la Caja. Pero el olvido, ese hermano ausente de la memoria, que dijo el hispanista Cees Nooteboom, ha llegado para quedarse. Creía ingenuamente que las cuentas de resultados eran globales y que estas potentes empresas asumían pequeñas pérdidas en zonas poco pobladas que compensaban  fácilmente con beneficios en grandes y masificadas áreas urbanas, como las líneas de transporte. Pero no. Para esta entrañable población rural, que merecería ser mimada para que no se extinguiera lánguidamente, con esta “obra anti-social” la única caja que esperan ver, muy a su pesar, será la de pino.