Cuando aún no teníamos adquirida esa
capacidad para juzgar por nosotros
mismos (el llamado “uso de razón”)
nuestra mente era fácilmente maleable. Los Reyes Magos constituyeron el
bulo dorado de la infancia con el que los adultos potenciaban nuestra capacidad
ilusoria a falta de una lógica mental aún por llegar. Pero también se usaba el
recurso al bulo para tratar de explicar aquellos misterios de la vida que se
suponía que no estábamos preparados evolutivamente para comprender. Así, la
cigüeña de París constituyó durante generaciones el exponente más distintivo de
nuestra inocencia. La conducta se dirigía a base de piadosas jácaras y
engañifas: el ángel de la guarda, el hombre del saco o el demonio. La creencia
adulta consideraba a los niños
pensadores incompetentes, hasta que el psicólogo suizo Jean Piaget demostró
con sus teorías del desarrollo cognitivo que los niños no son tontos, solo
conciben el mundo de manera diferente; la maduración biológica y la interacción
con el medio reorganiza los procesos mentales y adquieren entonces la capacidad
de formular hipótesis.
Pero los bulos tampoco se acabaron con la
maduración cognitiva. Los dirigentes políticos y las estructuras de poder
tomaron el relevo de los adultos para seguir dirigiendo nuestro pensamiento. Había
poca diferencia entre lo que decía “Arriba”, “Ya” o el “ABC”: Pinochet era el
bueno. Con la democracia llegó la libertad de prensa. Las fuentes de
información se diversificaron y las opiniones eran discordantes, pero opiniones al fin y al cabo
dentro de la libertad y el respeto. Los bulos quedaron reducidos a torpes
conatos de manipulación expeditamente anulados por la profesionalidad y el
rigor de los medios. La llamada “era de la comunicación” posibilitó más tarde
que cada uno de nosotros dirijamos un
medio de información que edita y difunde
noticias o se hace eco de ellas, no siempre guiados por la ética ni por
decálogo profesional alguno. Ahora a menudo la veracidad sucumbe al empleo de
la artimaña. La claridad capitula ante la confusión. El interés deja paso a la
banalidad. La objetividad se convierte en entelequia. El contraste y el rigor escasean.
Las fuentes se oscurecen y el morbo coloniza los flujos. Hoy es posible
manipular elecciones, referéndums y
procesos políticos; se contratan expertos para fortalecer o hundir la imagen
pública de las personas y se difunden bulos de todo tipo en base a una
verdadera ingeniería del engaño para sacar réditos partidistas. ¿Las abuelas
sangrantes del 1-O eran verdad? ¿La muerte del senegalés en Lavapiés se ha tergiversado
o instrumentalizado? Los bulos entorpecen hasta las investigaciones policiales.
“Lanza la mierda y lávate las manos”, dice
Roger Wolfe. La proliferación de noticias falsas parece haberse ido de las
manos y está en proporción inversa al supuesto avance tecnológico que debería
erradicarlo. No percibo una maduración
cognitiva o social que nos libre de este imperio de sofismas y posverdades, auténtica
falla de la democracia, donde volvemos a ser niños o tontos. Ante esta involución hacia etapas que
creíamos superadas, algunos empezamos a añorar a los Reyes Magos, al hombre del
saco y a la cigüeña, aquellos engaños transitorios que una vez desvelados daban
paso a verdades lúcidas e incuestionables.