miércoles, 25 de abril de 2018

Deslices y filtraciones


     Las nuevas tecnologías han traído como efecto colateral el haber multiplicado exponencialmente las posibilidades de meter la pata. En otras épocas, cuando se enviaba una carta convencional tenía uno más tiempo no solo para releer el contenido, sino también para evaluar la conveniencia real de enviarla; la papelera de reciclaje, corpórea, estaba debajo de la mesa, donde a menudo recalaban arrugados nuestros conatos epistolares. En un mundo de escasas virtualidades los tiempos de reflexión eran mayores: había que salir a la calle, cubrir el trayecto hasta el “león” de Correos y depositar allí nuestra carta, en aquel pequeño tobogán por el que nos gustaba mirar para ver cómo la misiva iniciaba el periplo juguetón hasta su destino, generalmente una sola persona. Ahora dependemos de un clic traicionero e irreversible para poner en tiempo real nuestros pensamientos (que ninguno nos es devuelto por señas incorrectas) en los buzones de cientos o miles de personas que en ocasiones fatídicas no eran ni nuestros destinatarios. La inmediatez de un comunicado es una rémora para una sosegada evaluación y un impedimento para la reflexión serena. Que se lo pregunten a Carolina Bescansa (la del niño de teta en el Congreso), con su futuro político arruinado por un clic precipitado.
   Claro que las prisas han sido malas consejeras en todo tiempo y lugar. Recuerdo una vez que en la oficina redacté una carta de disculpa dirigida a una señora que había puesto una reclamación; a los dos días la tenía frente a mi mesa pidiendo nuevas explicaciones: en mi despedida había puesto antes de mi firma “un salido”.
   Pero ahora las meteduras de gamba han dejado de ser anécdotas entre dos para convertirse en  “virales”, pues todo lo que sucede tiene millones de espectadores que no estaban previstos, como cuando Nicolás Maduro dijo en un discurso aquello de que “Cristo multiplicó los penes”. O la traición del subconsciente de Berlusconi cuando afirmó haber gastado 200 millones de euros en jueces. Los ejemplos son incontables: el “Viva Honduras” de Trillo, la indemnización en diferido de Cospedal (que también afirmó haber trabajado mucho para “saquear” el país adelante). Y lo de los micrófonos abiertos es el terror de los políticos: desde las “dos tardes” de Jordi Sevilla con Zapatero, hasta el “coñazo de desfile” que tenía Rajoy.
     Con lo de las filtraciones yo tengo muchas dudas, pues me niego a creer en esa inusitada permeabilidad de los grupos humanos que me hacen recordar la ósmosis en clase de química del colegio. Creo que más veces de las que pensamos trasciende lo que se quiere que se sepa pero es incómodo que nadie comunique. Así es como se generan tendencias mediáticas. Queda bien eso de “se ha filtrado”, como la propuesta del PSOE a Carmena, ofrecimiento convertido en globo-sonda para evaluar reacciones
     Dicen los sabios consejos que es importante pensar bien las cosas antes de decirlas; la conclusión es que no siempre se puede cuidar lo que sale de la boca. Ni siempre es fácil  expresar lo que pensamos en 140 caracteres, a muchos les falla la capacidad de síntesis escorándose hacia el insulto y el exabrupto. Seguimos siendo humanos por mucha tecnología de que nos hayamos rodeado.


miércoles, 4 de abril de 2018

Peter Pan y pactos de Estado



Llamamos inmadura a una persona adulta que se comporta como si estuviera anclada en estadios evolutivos que ya no le corresponden, dadas sus reacciones infantiloides o pseudoadolescentes. Freud llamaba a esto fijación. Este parámetro de observación es perfectamente válido para las sociedades y sus comportamientos colectivos. Recuerdo que poco tiempo después de la Transición se usaba mucho el término “joven democracia española”, para disculpar conductas grupales discutibles por el escaso rodaje de convivencia en libertad o más bien con un todavía pegajoso mimetismo con el pasado autárquico del que acabábamos de salir.
     Ya ha pasado suficiente tiempo, con más de una generación en democracia, para que la sociedad española diera muestras de madurez, sobre todo en lo que atañe a la política, pero no sucede así: de los 28 países de la Unión Europea hay 21 que tienen gobiernos de coalición y en un número importante en esos gobiernos participan partidos de ideología conservadora, socialdemócrata y liberal. Aquí sin embargo eso sería algo así como mentar a la bicha y aquel líder que amague con pactar con su oponente se arriesga a finalizar su carrera política dejando hundido a su partido. No es no.
     Curiosamente se citan los Pactos de la Moncloa, cuando éramos unos neófitos en esto de pactar, como una consecución ejemplar que no hemos vuelto a ejercitar. Incluso en el pacto antiyihadista hay formaciones que prefieren ir como “observadores”, como si se tratara de unas elecciones caribeñas. Las dificultades para ponernos de acuerdo se plasman cotidianamente en el Parlamento, convertido en reunión de comunidad de vecinos donde no faltan las palabras gruesas y los shows rufianescos por parte de una generación de nuevos políticos más cercanos al gansterismo que a la práctica pactista; se busca más el “sorpasso” que el acuerdo y esto  nos incapacita para asumir políticas de Estado y objetivos estratégicos a largo plazo con amplia base política y social. El caso más flagrante es el de la Educación, donde cada gobierno se limita a promulgar “su” ley. El último conato de pacto educativo ha finalizado abruptamente con el abandono del PSOE, como hace años hizo el PP ante el plan de Ángel Gabilondo. Parece como si pactar fuera un ejercicio con demasiados riesgos o una especie de traición a los votantes.
   Lo mismo podría decirse de otras cuestiones de Estado. El modelo sanitario dista de ser unívoco. El Pacto de Toledo no ha servido para que las pensiones dejen de ser arma arrojadiza y rehén de luchas partidistas. ¿Y para cuándo un pacto por el empleo? ¿Llegaremos a pactar algún día una financiación autonómica? Reconozcamos que la sociedad, aquejada del síndrome de Peter Pan, ha generado una clase política inmadura y mediocre proclive al victimismo y el berrinche. Difícil será llegar a pactos de Estado si ni siquiera tenemos claro qué Estado queremos. Temo que esta vulgaridad termine siendo una característica perenne de nuestra sociedad, como las personas inmaduras y bisoñas que no pueden ya aspirar a una personalidad distinta. Además de historiadores, en el país de Nunca Jamás seguramente necesitaríamos psiquiatras.