La clase
olía a ajo. Alguien había dicho que
frotándose las manos con esta hortaliza se mitigaban los picores al recibir el castigo con la vara
maldita de Fray Tomás. El sonido unísono
de todos los alumnos poniéndose en pie cuando hacía su entrada en clase
el profesor lo experimenté con
posterioridad en el campamento de reclutas cuando el sargento mandaba firmes en
formación. Los pasillos estaban flanqueados por pequeños nazarenos de rodillas
expulsados de las aulas, que cumplían su penitencia flagelante cuchicheando
entre ellos proyectos de venganza irrealizables. De nada valía relatar nuestras
cuitas en casa porque al parecer los colegios ejercían su disciplina por
delegación paterna en un conciliábulo
padre de todas las indefensiones.
Quién nos iba a decir entonces que,
andando el tiempo, muchos alumnos no
llegan a casa a las diez, sino a la mañana siguiente, mandan a los padres a freír espárragos y a
los profesores un poco más allá. La órbita social en la que ahora gravitamos no
es la más propicia para que los alumnos comiencen a llamar de usted al profesor,
porque los respetos se ganan y se pierden en función de dinámicas sociales de
insondable control, donde es difícil modificar valores que solo obedecen a
inercias de comportamientos extremadamente arraigados. Ciertos padres no son ya
copartícipes en la educación de sus hijos, sino enemigos de los profesionales
de la enseñanza; y ha tenido que surgir la figura del Defensor del Profesor
ante el aumento exponencial de acosos, vejaciones
y agresiones por parte alumnos (que
hasta cuelgan en Youtube secuencias humillantes hacia los maestros), pero también
de padres, que crean grupos de whatsapp para desprestigiarlos. Proliferan los
maestros y maestras de baja laboral sin atreverse a ir a clase y enfrentarse a
un ambiente hostil donde no se respeta ni su presunción de veracidad, como
marca la ley que los considera (utópicamente) autoridad pública. Dicho esto, en
modo alguno se justifica que algún enseñante se extralimite –porque también se
dan casos-, para eso están los protocolos y procesos sancionadores, aunque no
siempre la Administración elude la presión mediática que ejercen los padres
para que dichos procesos sean efectivos y no se vicien desde el inicio.
Es evidente que la sociedad ha perdido la
virtud del término medio y nos conducimos dando bandazos entre el exceso y el
defecto, como en las letras de las canciones, que pasaron de la prohibición de
la censura a poder solicitar impunemente “matar a un puto guardia civil”.
Nunca fue admisible que la letra entrara
con sangre, pero el vuelco que se ha producido en la educación hacia el extremo
opuesto requiere una reflexión serena. La enseñanza, que cada vez exige mayor
preparación, no puede ser un oficio de riesgo donde los profesionales, lejos de
encontrar el apoyo y la comprensión de la sociedad, se sientan cuestionados y
señalados con el dedo acusador de un proteccionismo exacerbado hacia el alumno (que muchas veces no le
beneficia) que recuerda precisamente a los excesos contrarios de antaño.
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