miércoles, 27 de junio de 2018

Decíamos ayer


     Mariano Rajoy Brey se ha reincorporado después de treinta años a su profesión de registrador de la propiedad, en la que estaba en excedencia por servicios especiales con reserva de plaza, igual que hiciera en su día Fray Luis de León a las aulas salmantinas, si bien este último debió pasar su excedencia de cinco años en las checas de la Inquisición, de seguro más incómodas que las enrevesadas tramoyas de la política. Con esta decisión renuncia a su sueldo vitalicio como expresidente o al también suculento status de miembro del Consejo de Estado, renuncias que se unen a la de diputado del Congreso, que indirectamente supone la eliminación de su aforamiento.
     El ya ciudadano a secas  Rajoy se ha diferenciado con estas decisiones de sus antecesores en el cargo gubernamental, y muy especialmente de su mentor digital Aznar, mucho más nostálgico de la política, que no solo no se reincorporó como inspector de finanzas de Hacienda, sino que desde la presidencia de FAES pretendió tutelar y dirigir sin mucho éxito a su pupilo. Tampoco Felipe ni Zapatero retomaron la abogacía ni la universidad. Sabemos que el dinero no es un problema para ninguno de ellos: mientras el sueldo de presidente del Gobierno sea parecido al de un director de sucursal bancaria, no será difícil ganar el doble, como Rajoy en su registro, o diez veces más si se es consejero de una gran empresa privada, accionista de sociedades de inversión o se cobran 60.000 euros por una conferencia.
      Ya en el siglo XIX el expresidente de EE.UU John Quincy Adams, dijo que no hay nada más patético  que no saber cómo ganarse la vida después de haber sido presidente. Esto quizá no afecte a los citados Aznar, Felipe y Zapatero, que han sabido ganarse el sustento parasitando el erario público y privado sin dar ni golpe, pero demuestra que el síndrome del jarrón chino es muy anterior a la famosa frase de Felipe González.   No hace mucho hablaba en esta columna de los “cesantes” y del drama que para muchas personas supone el abandono de sus cargos políticos por los reveses de la alternancia; hay gente en la política –sin prebendas vitalicias de ninguna clase- que ha medrado sin tener una profesión clara anterior ni saber hacer otra cosa. Por este motivo me parece correcto que haya quienes habiendo desempeñado las más altas responsabilidades públicas, considere las mismas, no como una profesión, sino como un paréntesis que puede acabar en cualquier momento para retomar la vida normal que se dejó postergada. Barack Obama se ha reconvertido en productor cinematográfico. Pues muy bien. David Cameron dedica su tiempo a la investigación contra el Alzheimer. Chapó. Y Rajoy ejerce de registrador cumpliendo un horario de trabajo. Correcto. También lo hizo Rubalcaba. Es un soplo de aire fresco. Cualquier cosa menos trapichear por puertas giratorias en Consejos a los que no se asiste, pronunciando conferencias de dudosa trascendencia, viajando a coste cero a inciertas mediaciones bananeras, y todo ello altamente remunerado,  rentabilizando de por vida un status caducado. Creo que es un mal ejemplo para la ciudadanía no poder –o no saber- pronunciar un “decíamos ayer”.

jueves, 21 de junio de 2018

Gredos como catarsis


         Estamos demasiado acostumbrados a que las inercias cotidianas dominen nuestro devenir diario, ese que solo consiste en reaccionar ante lo que sucede. Sí. Somos meros espectadores de lo que acontece. Somos unos opinadores dirigidos desde el exterior, como comentaristas de los espectáculos que una realidad externa e imprevisible organiza sin contar con nadie. Por ejemplo, seguro que cada uno tendrá su opinión al respecto del nuevo gobierno, opinión que en la mayoría de los casos no es enteramente nuestra, pues ha sido cincelada a su vez con los modelos de medios de comunicación afines a nuestras ideas o con las frases afortunadas de ciertos tertulianos. Percibo que las personas sufren a menudo esa falta de libertad consistente en  no poder elegir  otras realidades distintas ante las que reaccionar. Y el hecho de que las cosas que pasan sean cambiantes no las despoja de su halo de rutina.
     En estas cosas iba pensando el pasado domingo mientras ascendía trabajosamente por los senderos pedregosos y empinados que conducen a Los Galayos. Y concluí que sí que pueden existir realidades alternativas buscadas por uno mismo, como oasis en los que evadirnos momentáneamente de esas inercias cansinas en las que no podemos intervenir. Porque es altamente placentero ser actor con decisiones y retos enteramente propios y comprobar por uno mismo si conseguirá o no coronar los dos mil metros. En esos momentos importan muy poco las razones del cese de Lopetegui: yo solo imaginaba cómo resonarían los ecos de un gol de la selección rebotando en los roquedos impresionantes de Gredos. ¡Qué lejos quedaba la dimisión de Rajoy mientras contemplaba embelesado a las cabras hispánicas retozando por los inaccesibles cortados de la serranía!
     Solemos  encasillarnos voluntariamente en un único cometido porque existe una tendencia general a ello. Deberíamos hacer lo posible por rebelarnos contra esa directriz de connotaciones alienantes y ser conscientes de que, salvo sorpresas, no tendremos otra vida para desarrollar aquellas facetas que quedaron inéditas en esta. Por eso admiro los oficinistas que después de su tarea son aeromodelistas, o los carteros que al finalizar su jornada van al ensayo de un grupo de canto. O el panadero enrolado en una ONG los fines de semana. O, como en mi propio caso, un prejubilado que cambia el mando de hacer zapping por unas botas que le permiten olvidarse del encarcelamiento de Urdangarín porque hay que buscar momentos en los que es infinitamente más importante mitigar el sofoco de la marcha en una fuente límpida que emana directamente de los neveros que presiden una jornada con aire puro con aroma de pino. El senderismo abre nuevos caminos, pero otras actividades intencionalmente buscadas igualmente nos conducen a espacios alejados del agobio de una realidad muy vista.
    La alternancia buscada amplía nuestras miras al situarnos en distintos enfoques existenciales, aumenta nuestra capacidad empática y nos hace al final más tolerantes y comprensivos con las cargas emocionales ajenas. Compadezco las vidas monocordes sin posibilidad alguna de contraste, los ambientes laborales empobrecidos; lamento las emociones insulsas y conocidas porque se circula siempre por la misma senda, y el ánimo tiene permanentemente el pulso muerto por esa ordinariez cansina y machacona del día a día,  como un encefalograma plano incapaz de señalar ningún impulso intencional de cambio.

miércoles, 6 de junio de 2018

Desprofesionalización


   En 1953 alguien depositó en un buzón de Correos  de España una carta con los siguientes datos del destinatario: “Es de Lagasca paisano, vive en ciudad bien cercada, su calle recuerda a un santo de estatura muy precaria y en honor de su apellido para postre como pasa”. Y un mensaje para los empleados del servicio postal: “Funcionarios de Correos: es muy urgente esta carta. Si llega sin perder fecha lo agradeceré en el alma y diré que son ustedes la flor de la burocracia”.  A las nueve de la noche del día en que la carta fue depositada en el buzón, el remitente, cuyo nombre no figuraba en el sobre, recibió un telegrama expedido por el Administrador de Correos de Ávila que decía: “Entregada carta dirigida Juan Gómez Málaga, calle San Juan de la Cruz de Ávila”.
   He recordado esta anécdota al leer en las últimas fechas las amenazas de movilizaciones en Correos por el drástico descenso de sus presupuestos, por los continuados recortes en sus plantillas y por la precarización de los contratos; y haciendo un pequeño esfuerzo, también he recordado voluntariamente todas las estaciones de la línea férrea Madrid-La Coruña  y las 20 estafetas de Correos de Albacete: Villarrobledo, La Roda, Chinchilla, Tobarra, Hellín… Durante los ocho años que trabajé en mi juventud como funcionario de Correos todavía era considerado este servicio como uno de los más profesionalizados y competentes del mundo. Recuerdo también que quienes estábamos al mando de una expedición ambulante transportando correspondencia  disponíamos de un documento llamado “Vaya”, verdadero salvoconducto en el que expresamente el Gobierno de la Nación obligaba a facilitar el tránsito y a solventar cuantos problemas entorpecieran el sagrado intercambio de la comunicación epistolar. Cuando no existían los códigos postales ni las máquinas indexadoras, cuando pasábamos siete horas “tirando” cartas de pie frente a los casilleros, se “cantaban” en Sala de Dirección o en Cartería  las direcciones confusas o incompletas, las calles inexistentes, las localidades recónditas para entre todos descifrar las claves de una entrega ineludible.
    Ah, pero esto era cuando el concepto de servicio público era sagrado, ajeno al beneficio económico. Había otras empresas públicas que enjugaban sobradamente el déficit del servicio postal. Se repartía todos los días y un sello del mismo importe se adhería tanto a la carta urbana de Madrid como a la dirigida a una alquería de las Hurdes donde el cartero rural debía realizar quince kilómetros en bicicleta o a pie para entregarla. Eso se llamaba servicio postal universal.
     Pero tras la lepra privatizadora, el modelo empresarial trajo aparejado, no solo en Correos sino en otros muchos organismos, la pérdida de la profesionalidad en aras de la salvaguarda de la cuenta de resultados; el personal estable y formado es costoso, es mejor la lista del paro y un contrato de veinte días; la atención ya no es una prioridad, sí los objetivos de ventas, ya sean participaciones preferentes, líneas de móvil o naranjas en una gasolinera donde ya no echan combustible los empleados. Y esta marea alienante y vulgarizadora  ha terminado por achicar los raseros invadiendo todas las esferas de la vida: no se piden las cosas por favor y se escribe con faltas de ortografía.