En 1953 alguien depositó en un buzón de Correos de España una carta con los siguientes datos
del destinatario: “Es de Lagasca paisano, vive en ciudad bien cercada, su calle
recuerda a un santo de estatura muy precaria y en honor de su apellido para
postre como pasa”. Y un mensaje para los empleados del servicio postal: “Funcionarios
de Correos: es muy urgente esta carta. Si llega sin perder fecha lo agradeceré
en el alma y diré que son ustedes la flor de la burocracia”. A las nueve de la noche del día en que la
carta fue depositada en el buzón, el remitente, cuyo nombre no figuraba en el
sobre, recibió un telegrama expedido por el Administrador de Correos de Ávila
que decía: “Entregada carta dirigida Juan Gómez Málaga, calle San Juan de la
Cruz de Ávila”.
He recordado esta anécdota al leer en las
últimas fechas las amenazas de movilizaciones en Correos por el drástico
descenso de sus presupuestos, por los continuados recortes en sus plantillas y
por la precarización de los contratos; y haciendo un pequeño esfuerzo, también
he recordado voluntariamente todas las estaciones de la línea férrea Madrid-La
Coruña y las 20 estafetas de Correos de
Albacete: Villarrobledo, La Roda, Chinchilla, Tobarra, Hellín… Durante los ocho
años que trabajé en mi juventud como funcionario de Correos todavía era
considerado este servicio como uno de los más profesionalizados y competentes
del mundo. Recuerdo también que quienes estábamos al mando de una expedición
ambulante transportando correspondencia
disponíamos de un documento llamado “Vaya”, verdadero salvoconducto en
el que expresamente el Gobierno de la Nación obligaba a facilitar el tránsito y
a solventar cuantos problemas entorpecieran el sagrado intercambio de la
comunicación epistolar. Cuando no existían los códigos postales ni las máquinas
indexadoras, cuando pasábamos siete horas “tirando” cartas de pie frente a los
casilleros, se “cantaban” en Sala de Dirección o en Cartería las direcciones confusas o incompletas, las
calles inexistentes, las localidades recónditas para entre todos descifrar las
claves de una entrega ineludible.
Ah, pero esto era cuando el concepto de
servicio público era sagrado, ajeno al beneficio económico. Había otras
empresas públicas que enjugaban sobradamente el déficit del servicio postal. Se
repartía todos los días y un sello del mismo importe se adhería tanto a la
carta urbana de Madrid como a la dirigida a una alquería de las Hurdes donde el
cartero rural debía realizar quince kilómetros en bicicleta o a pie para
entregarla. Eso se llamaba servicio postal universal.
Pero tras la lepra privatizadora, el
modelo empresarial trajo aparejado, no solo en Correos sino en otros muchos
organismos, la pérdida de la profesionalidad en aras de la salvaguarda de la
cuenta de resultados; el personal estable y formado es costoso, es mejor la
lista del paro y un contrato de veinte días; la atención ya no es una
prioridad, sí los objetivos de ventas, ya sean participaciones preferentes, líneas
de móvil o naranjas en una gasolinera donde ya no echan combustible los
empleados. Y esta marea alienante y vulgarizadora ha terminado por achicar los raseros
invadiendo todas las esferas de la vida: no se piden las cosas por favor y se
escribe con faltas de ortografía.
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