miércoles, 6 de junio de 2018

Desprofesionalización


   En 1953 alguien depositó en un buzón de Correos  de España una carta con los siguientes datos del destinatario: “Es de Lagasca paisano, vive en ciudad bien cercada, su calle recuerda a un santo de estatura muy precaria y en honor de su apellido para postre como pasa”. Y un mensaje para los empleados del servicio postal: “Funcionarios de Correos: es muy urgente esta carta. Si llega sin perder fecha lo agradeceré en el alma y diré que son ustedes la flor de la burocracia”.  A las nueve de la noche del día en que la carta fue depositada en el buzón, el remitente, cuyo nombre no figuraba en el sobre, recibió un telegrama expedido por el Administrador de Correos de Ávila que decía: “Entregada carta dirigida Juan Gómez Málaga, calle San Juan de la Cruz de Ávila”.
   He recordado esta anécdota al leer en las últimas fechas las amenazas de movilizaciones en Correos por el drástico descenso de sus presupuestos, por los continuados recortes en sus plantillas y por la precarización de los contratos; y haciendo un pequeño esfuerzo, también he recordado voluntariamente todas las estaciones de la línea férrea Madrid-La Coruña  y las 20 estafetas de Correos de Albacete: Villarrobledo, La Roda, Chinchilla, Tobarra, Hellín… Durante los ocho años que trabajé en mi juventud como funcionario de Correos todavía era considerado este servicio como uno de los más profesionalizados y competentes del mundo. Recuerdo también que quienes estábamos al mando de una expedición ambulante transportando correspondencia  disponíamos de un documento llamado “Vaya”, verdadero salvoconducto en el que expresamente el Gobierno de la Nación obligaba a facilitar el tránsito y a solventar cuantos problemas entorpecieran el sagrado intercambio de la comunicación epistolar. Cuando no existían los códigos postales ni las máquinas indexadoras, cuando pasábamos siete horas “tirando” cartas de pie frente a los casilleros, se “cantaban” en Sala de Dirección o en Cartería  las direcciones confusas o incompletas, las calles inexistentes, las localidades recónditas para entre todos descifrar las claves de una entrega ineludible.
    Ah, pero esto era cuando el concepto de servicio público era sagrado, ajeno al beneficio económico. Había otras empresas públicas que enjugaban sobradamente el déficit del servicio postal. Se repartía todos los días y un sello del mismo importe se adhería tanto a la carta urbana de Madrid como a la dirigida a una alquería de las Hurdes donde el cartero rural debía realizar quince kilómetros en bicicleta o a pie para entregarla. Eso se llamaba servicio postal universal.
     Pero tras la lepra privatizadora, el modelo empresarial trajo aparejado, no solo en Correos sino en otros muchos organismos, la pérdida de la profesionalidad en aras de la salvaguarda de la cuenta de resultados; el personal estable y formado es costoso, es mejor la lista del paro y un contrato de veinte días; la atención ya no es una prioridad, sí los objetivos de ventas, ya sean participaciones preferentes, líneas de móvil o naranjas en una gasolinera donde ya no echan combustible los empleados. Y esta marea alienante y vulgarizadora  ha terminado por achicar los raseros invadiendo todas las esferas de la vida: no se piden las cosas por favor y se escribe con faltas de ortografía.

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