Estamos demasiado acostumbrados a que las
inercias cotidianas dominen nuestro devenir diario, ese que solo consiste en
reaccionar ante lo que sucede. Sí. Somos meros espectadores de lo que acontece.
Somos unos opinadores dirigidos desde el exterior, como comentaristas de los
espectáculos que una realidad externa e imprevisible organiza sin contar con
nadie. Por ejemplo, seguro que cada uno tendrá su opinión al respecto del nuevo
gobierno, opinión que en la mayoría de los casos no es enteramente nuestra,
pues ha sido cincelada a su vez con los modelos de medios de comunicación
afines a nuestras ideas o con las frases afortunadas de ciertos tertulianos.
Percibo que las personas sufren a menudo esa falta de libertad consistente
en no poder elegir otras realidades distintas ante las que
reaccionar. Y el hecho de que las cosas que pasan sean cambiantes no las
despoja de su halo de rutina.
En estas cosas iba pensando el pasado
domingo mientras ascendía trabajosamente por los senderos pedregosos y
empinados que conducen a Los Galayos. Y concluí que sí que pueden existir
realidades alternativas buscadas por uno mismo, como oasis en los que evadirnos
momentáneamente de esas inercias cansinas en las que no podemos intervenir. Porque
es altamente placentero ser actor con decisiones y retos enteramente propios y
comprobar por uno mismo si conseguirá o no coronar los dos mil metros. En esos
momentos importan muy poco las razones del cese de Lopetegui: yo solo imaginaba
cómo resonarían los ecos de un gol de la selección rebotando en los roquedos
impresionantes de Gredos. ¡Qué lejos quedaba la dimisión de Rajoy mientras
contemplaba embelesado a las cabras hispánicas retozando por los inaccesibles
cortados de la serranía!
Solemos encasillarnos voluntariamente en un único
cometido porque existe una tendencia general a ello. Deberíamos hacer lo
posible por rebelarnos contra esa directriz de connotaciones alienantes y ser
conscientes de que, salvo sorpresas, no tendremos otra vida para desarrollar
aquellas facetas que quedaron inéditas en esta. Por eso admiro los oficinistas
que después de su tarea son aeromodelistas, o los carteros que al finalizar su
jornada van al ensayo de un grupo de canto. O el panadero enrolado en una ONG
los fines de semana. O, como en mi propio caso, un prejubilado que cambia el
mando de hacer zapping por unas botas que le permiten olvidarse del
encarcelamiento de Urdangarín porque hay que buscar momentos en los que es
infinitamente más importante mitigar el sofoco de la marcha en una fuente
límpida que emana directamente de los neveros que presiden una jornada con aire
puro con aroma de pino. El senderismo abre nuevos caminos, pero otras actividades intencionalmente buscadas igualmente nos conducen a espacios alejados del agobio de una realidad muy vista.
La alternancia buscada amplía nuestras
miras al situarnos en distintos enfoques existenciales, aumenta nuestra
capacidad empática y nos hace al final más tolerantes y comprensivos con las
cargas emocionales ajenas. Compadezco las vidas monocordes sin posibilidad
alguna de contraste, los ambientes laborales empobrecidos; lamento las
emociones insulsas y conocidas porque se circula siempre por la misma senda, y
el ánimo tiene permanentemente el pulso muerto por esa ordinariez cansina y
machacona del día a día, como un
encefalograma plano incapaz de señalar ningún impulso intencional de cambio.
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