miércoles, 4 de julio de 2018

Borrar el pasado


A la vista de algunos episodios desagradables observados en el prójimo, una nueva práctica comunicativa (mejor diríamos “des-comunicativa”) se está abriendo paso para quedarse: el borrado masivo de tuits de quienes pueden ser designados para un cargo público, como es el caso de ciertos candidatos a presidir RTVE, que han eliminado de sus redes sociales miles de opiniones vertidas en sus respectivas cuentas, por lo que pudiera pasar.    Esto me sugiere reflexiones encontradas. En primer lugar, que actuando de esta forma tienen el convencimiento de haber metido la pata cientos de veces, lo cual constituye un delator argumento que ya los invalidaría para ocupar el puesto en cuestión. El primer requisito para dar a alguien confianza para el futuro sería exigir que ese alguien confíe a su vez en los actos de su propio pasado y no tema que se los recuerden.
     Otra duda –que ya albergaba desde hace tiempo- es si determinados avances tecnológicos aportan realmente más beneficios que perjuicios. Vivimos tiempos en los que nuestras opiniones tienen luz y taquígrafos; vivimos en una sociedad  de tuiteros y fotógrafos donde aquello que hacemos, pensamos o decimos siempre encierra la incómoda posibilidad de una consecuencia diferida. Claro es que esto sucede por una especie de narcisismo comunicativo que nos impulsa a grabar voluntariamente nuestras reflexiones o vivencias para que estén a disposición de un universo de “seguidores” con una imagen con pie de foto, cuando anteriormente solo hacíamos partícipes a un reducido círculo, tal vez unipersonal. Las palabras ya no se las lleva el viento, y la imagen, que vale más que mil palabras, lo mismo.
     Todo esto me sugiere a su vez que nuestras existencias se han hecho más banales, “light” y cándidas, y muchos creen que una vida retratada desaparece escondiendo el álbum de fotos de su pasado. ¡Ah, si uno pudiera  borrar con un clic aquella frase hiriente que generó sufrimiento! O eliminar, como si nunca se hubiera producido, aquel exabrupto que selló una ruptura, aquella mentira con la que conseguimos ventaja dejando a alguien en la estacada, aquel insulto con el que inauguramos una enemistad…O, por el contrario, si pudiéramos ahora, como quien incluye un máster ficticio en su currículum, pronunciar las palabras que en su día callamos que hubieran solucionado un problema, generado confianza, facilitado la convivencia…
  Los que –a nuestro pesar- ya vamos perteneciendo a “generaciones anteriores”, a lo mejor hemos olvidado la primera sonrisa de nuestro hijo, aquel amanecer dorado de la luna de miel, los contornos juveniles de nuestra pareja… Incluso el regusto amargo de nuestros propios errores; nuestra vida no quedó registrada, pero no tenemos tampoco necesidad de borrar nada, porque muchos pensamientos quedaron en el limbo intranscendente de la intimidad y todo lo dijimos a la cara, asumiendo en su  día las consecuencias. Yo no borraría ni una sola de mis  columnas, a pesar de no sentirme satisfecho con todas. Debe ser triste vivir pensando que lo que uno hace, dice o escribe tiene siempre la posibilidad de poderse deshacer, desdecir o borrar dependiendo de las circunstancias. Me adhiero a una existencia de pata negra donde los demás saben bien quién soy, saboreando la inmediatez de mis propias meteduras de pata.

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