No hace muchas fechas los informativos se hacían eco de la preocupación que existe en
Tailandia ante la obesidad que aqueja a
gran parte de sus monjes budistas. Parece que la vida de oración y meditación
con la que intentan alcanzar la sabiduría y la felicidad ha ido perdiendo poco
a poco aquellos valores que en otro
tiempo adornaron su fe contemplativa, y lejos queda la concepción del ayuno
como forma de adiestrar la paciencia y los empujes de la necesidad. No hay ya
monjes pobres que puedan decir, como Siddartha, que cuando uno no tiene qué
comer lo más inteligente es que ayune. La vida espiritual no ha escapado a las
perniciosas consecuencias colaterales del incremento del bienestar en el mundo:
en este caso, colesterol y grasas saturadas.
Pero
no hace falta irse al sudeste asiático para patentizar estos fenómenos que
ilustran la pérdida de idearios ancestrales por causa de la buena -o mala- mesa. La
Legión española también se ha visto obligada a tomar cartas en el asunto ante
la indecorosa proliferación de visibles michelines que últimamente acompañaban
al Cristo de la Buena Muerte, haciendo añicos la imagen de austeridad, arrojo y
bizarría que caracterizaba a este cuerpo de vanguardia.
Legionarios y monjes gordos adulteran, por
tanto, el antiguo camino hacia el nirvana y también los ecos sobrios y frugales
de un credo militar riguroso. Pero estas evidencias, que pueden parecer
simplemente anecdóticas, esconden realmente y a nivel global otro fenómeno que
podríamos extrapolar a cualquier manifestación de la vida actual: una pérdida
de autenticidad galopante. La autenticidad
es un principio racional que influye en la conducta de los hombres, y
que se halla en crisis desde que la evolución de la sociedad ha hecho posible
estar más próximos al hedonismo y a todo eso que los antiguos llamaban placeres
mundanos, pues este es un debate tradicional que ya se daba entre los filósofos
de la antigua Grecia. Tal vez la contemporaneidad actual encierre más peligro
que otras épocas y lo auténtico
retrocede ahora más rápidamente ante el empuje de lo superficial; las cosas ya no son lo que eran. La apariencia
se acrecienta estimulada por parámetros también robustecidos por el poder, el
dinero y estándares de belleza que guían los comportamientos hacia objetivos
banales y postizos, perdiéndose en el camino las bondades de lo auténtico modelado por el entendimiento, el
diálogo y la ecuanimidad. La comodidad conduce a la arrogancia y lo impuesto
desbanca a lo pactado.
Si
monjes budistas y legionarios necesitan ponerse a dieta alimentaria, el resto
del mundo precisaría una rigurosa abstinencia en busca de mayores cotas de
solidaridad, honradez, respeto,
responsabilidad, tolerancia y
compromiso, valores estos que deberían impulsarse desde la escuela y la familia.
Mucho nos tememos que las privaciones que ello comportaría hacen de momento
esta dieta irrealizable mientras las familias reproducen y difunden la
competitividad, en ciertas escuelas se enseña a dibujar lazos amarillos y de la
Iglesia solo se oye hablar de abusos. Me he referido otras veces a la necesidad
de una revolución cultural que cada vez se me antoja más quimérica.