miércoles, 5 de septiembre de 2018

Autenticidad o la dieta del monje


     No hace muchas fechas los informativos se hacían eco  de la preocupación que existe en Tailandia  ante la obesidad que aqueja a gran parte de sus monjes budistas. Parece que la vida de oración y meditación con la que intentan alcanzar la sabiduría y la felicidad ha ido perdiendo poco a poco aquellos valores  que en otro tiempo adornaron su fe contemplativa, y lejos queda la concepción del ayuno como forma de adiestrar la paciencia y los empujes de la necesidad. No hay ya monjes pobres que puedan decir, como Siddartha, que cuando uno no tiene qué comer lo más inteligente es que ayune. La vida espiritual no ha escapado a las perniciosas consecuencias colaterales del incremento del bienestar en el mundo: en este caso, colesterol y grasas saturadas.
   Pero no hace falta irse al sudeste asiático para patentizar estos fenómenos que ilustran la pérdida de idearios ancestrales por causa de la buena -o mala- mesa. La Legión española también se ha visto obligada a tomar cartas en el asunto ante la indecorosa proliferación de visibles michelines que últimamente acompañaban al Cristo de la Buena Muerte, haciendo añicos la imagen de austeridad, arrojo y bizarría que caracterizaba a este cuerpo de vanguardia.
 Legionarios y monjes gordos adulteran, por tanto, el antiguo camino hacia el nirvana y también los ecos sobrios y frugales de un credo militar riguroso. Pero estas evidencias, que pueden parecer simplemente anecdóticas, esconden realmente y a nivel global otro fenómeno que podríamos extrapolar a cualquier manifestación de la vida actual: una pérdida de autenticidad galopante. La autenticidad  es un principio racional que influye en la conducta de los hombres, y que se halla en crisis desde que la evolución de la sociedad ha hecho posible estar más próximos al hedonismo y a todo eso que los antiguos llamaban placeres mundanos, pues este es un debate tradicional que ya se daba entre los filósofos de la antigua Grecia. Tal vez la contemporaneidad actual encierre más peligro que  otras épocas y lo auténtico retrocede ahora más rápidamente ante el empuje de lo superficial; las cosas ya no son lo que eran. La apariencia se acrecienta estimulada por parámetros también robustecidos por el poder, el dinero y estándares de belleza que guían los comportamientos hacia objetivos banales y postizos, perdiéndose en el camino las bondades de lo auténtico modelado por el entendimiento, el diálogo y la ecuanimidad. La comodidad conduce a la arrogancia y lo impuesto desbanca a lo pactado.
     Si monjes budistas y legionarios necesitan ponerse a dieta alimentaria, el resto del mundo precisaría una rigurosa abstinencia en busca de mayores cotas de solidaridad,  honradez,  respeto,  responsabilidad, tolerancia y  compromiso, valores estos que deberían impulsarse desde la escuela y la familia. Mucho nos tememos que las privaciones que ello comportaría hacen de momento esta dieta irrealizable mientras las familias reproducen y difunden la competitividad, en ciertas escuelas se enseña a dibujar lazos amarillos y de la Iglesia solo se oye hablar de abusos. Me he referido otras veces a la necesidad de una revolución cultural que cada vez se me antoja más quimérica.