miércoles, 31 de octubre de 2018

Fernando, Simón y Modesto


Fernando fue uno de esos soñadores de otra época que conseguían a base de tesón hacer realidad sus ilusiones, para envidia de quienes estábamos a su lado; un prestidigitador de los ideales con el que tuve la suerte de compartir esas liturgias iniciáticas de la vida, ya desdibujadas por las realidades sobrevenidas de la adultez, como riadas que cubren de lodo las calles recoletas de la pubertad dejando enterrados los primeros besos y los primeros sones tañidos con la guitarra, con sabor prohibido a tabaco mentolado.
     Con Simón formé el tándem perfecto para transgredir prohibiciones seculares, experimentando el vértigo tembloroso de rozar los tabús de los que estaba fabricada nuestra joven existencia, esos ladrillos contradictorios que hacían tambalear convicciones aprendidas de memoria en la cantarina infancia que nos tocó vivir. Con Simón fuimos un alma en dos cuerpos, como diría Aristóteles. Correr de los “grises” y cantar “te recuerdo Amanda” nos otorgaban un cierto hálito de héroes griegos, que tuvimos oportunidad de ejercer en incontables odiseas.
     Y junto a Modesto me sentí por primera vez caballero andante descubriendo  un territorio fantástico, aprendiendo a ser conscientes de bellezas antes ocultas, como el negativo que va tomando lentamente contornos de perfección en la cubeta de un fotógrafo; mosquetero de la causa más noble que imaginarse pueda: sentir la Naturaleza como un divino legado del que disfrutar. Con Modesto hice los viajes de Julio Verne en autostop y experimenté las aventuras de Emilio Salgari por La Vera y el Valle del Jerte, emulando a Amundsen en las crestas pedregosas de Gredos y al doctor Livingstone, supongo, en los montaraces valles de las Villuercas.
     Estamos hechos de experiencias. Nuestro carácter, nuestros gustos, nuestros objetivos en la vida dependen en gran medida de aquellos orígenes vacilantes que ya casi hemos olvidado; y la amistad, esa amistad originaria y simple no mediatizada por intereses espurios, ese afecto idealista, transgresor o bucólico es uno de los principales pilares de lo que hoy somos, que construimos en un tiempo lejano junto a aquellos que nos quisieron a pesar de saberlo todo de nosotros.
     La muerte de Fernando fue como un aguijón silencioso que me inoculó una primera dosis de orfandad, creando un extraño vacío en una de mis vidas anteriores. Cuando recibí la llamada que me comunicó el fallecimiento de Simón me sentí como si mi pareja de baile me hubiera abandonado cruel y definitivamente, dejando maltrecho y en una estúpida soledad sin sentido otro de mis recónditos pretéritos. Y meditando ante las cenizas de Modesto, sembradas bajo una piedra en una de las sierras que amó, entre brezos y pinares, adquirí el íntimo compromiso de llevar siempre su recuerdo por los senderos que transite, por las cumbres que corone, por los valles que surque, y así acallar la involuntaria culpa de sobrevivir. Allá donde estéis, sabed que vuestra precoz partida no fue anónima e improductiva. El poso de la amistad, aun de la más arcaica y aparentemente caducada, anida hondamente en los recuerdos de este mortal que todavía está aquí, como un condenado indultado por el azar. Esa incómoda orfandad y esa soledad oculta pugnan con la paradójica alegría póstuma de lo ya vivido y son el síntoma palpable de que fuisteis importantes.

miércoles, 24 de octubre de 2018

La eterna juventud


No sé si alguno de ustedes comparte mis inclinaciones pseudofúneberes. Las páginas de obituarios y esquelas de los periódicos suelen ser para mí de lectura obligada, como un contenido más  a añadir al bagaje de informaciones que conforman ese “estar al día” que nos permite opinar y conversar con conocimiento de causa. Reconozco que lo hago como un espectador afectado por aquella sentencia freudiana: “cada uno de nosotros tiene a todos como mortales menos a sí mismo”. Pero en fin, uno de los datos en los que más suelo detenerme es en la edad del finado, detalle que suele proporcionarme sentimientos encontrados: un cierto desasosiego cuando compruebo que ya me encuentro en un segmento de edad proclive a eso que les pasa a algunos; y una –seguramente infundada- esperanza cuando observo que ya se llega con cierta frecuencia a los 100 años, y echo mentalmente la cuenta de los que me faltan a mí, comprobando las muchas cosas que se pueden hacer hasta ese momento. Claro está que en las esquelas nunca pone en qué condiciones se llegó a esas cifras de record.
     Es evidente que vivir cada vez más tiempo es una aspiración general de las comunidades humanas que ha estado presente en todas las épocas históricas. Por razones parecidas a las expuestas, suelen ser de interés los artículos sobre investigaciones médico-científicas que se ocupan de las causas del envejecimiento.
     Personalmente, desconfío de los avances que solo radican en añadir años a la fase final de la existencia, me parece una prolongación de la decrepitud consistente en ir perdiendo la costumbre de vivir, como dijo César González-Ruano refiriéndose a la muerte. Por eso desde hace años sigo la trayectoria de Aubrey de Grey, biogerontólogo londinense más centrado en tratar de “reparar” los tejidos afectados por la degeneración vital mucho antes de que esta desencadene declives irreversibles, tesis que desarrolla en su libro “El fin del envejecimiento”, al que me acerqué en su momento –lo confieso- como cuando leía, décadas ha, las previsiones para el futuro de Isaac Asimov. Esto no va de ser viejos durante más tiempo, sino precisamente de alargar los periodos centrales de la existencia, esos que lamentablemente tan rápido pasan. De concretarse algún día estos tratamientos que ya funcionan en ratones de laboratorio,  en el futuro seguiríamos envejeciendo igual que ahora, pero periódicamente recibiríamos esas terapias reparadoras para poder conservar nuestra juventud mucho más tiempo. ¿Quién no se apuntaría a pasar estas ITV rejuvenecedoras?
 Solo pongo un pero a las investigaciones de Aubrey de Grey: los millones de dólares que maneja su “Fundación Matusalén”, parte de los cuales podrían ser destinados, en lugar de hacernos eternos, a arreglar aquellas zonas geográficas donde sus habitantes no llegan a cuarenta años, como ocurría en el neolítico, y mueren por la picadura de un mosquito.
     Como ocurre con la lucha científica contra el cáncer, enfermedad maldita cuya curación definitiva no verá nuestra generación, en este asunto de vivir más tiempo con buen estado físico y mental, también nos toca solo saborear una bonita esperanza con una decepcionante dosis de ciencia-ficción. Es frustrante vivir siempre en la antesala de grandes logros sin participar de sus beneficios. Les dejo, voy a ver las esquelas de hoy.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Maltravieso y el escepticismo científico


     "Si no hay dudas, no hay progreso". Es una cita de Charles Darwin con la que todos debemos estar de acuerdo. El avance del conocimiento siempre ha requerido un cierto grado de inconformismo con las leyes que la  ciencia establecía, en muchas ocasiones con una rigidez  no proveniente de la misma ciencia, sino de dogmas ajenos, como la religión o la filosofía. Que se lo pregunten, no solo al propio Darwin o a Isaac Newton, también a los astrónomos Copérnico, Kepler y sobre todo Galileo, que tuvo que sufrir la persecución de la Inquisición por hereje debido a sus teorías heliocentristas.
     En efecto, la duda ha hecho siempre avanzar al mundo, pero también, curiosamente, ha sido un grave obstáculo para ello cuando se emplea sistemáticamente para poner en tela de juicio cualquier teoría que contravenga paradigmas más o menos inamovibles. El escepticismo científico es una corriente filosófica y epistemológica que debería servir para dudar de aquellas afirmaciones que carecen de prueba empírica suficiente; pero en la práctica lo que sucede es que se avala un pensamiento crítico contrario a cualquier planteamiento nuevo, incluso si este está debidamente contrastado y verificado.
     Marcelino Sanz de Sautuola, descubridor de las pinturas de Altamira sufrió esta mordaz y hostil incredulidad, que terminó veinte años después, ya fallecido, cuando Émile Cartailhac publicó su famoso texto “Mea culpa de un escéptico”. En su tiempo no se admitía que el hombre primitivo fuera capaz de dibujar aquellos perfectos bisontes.
   Carlos Callejo sufrió igualmente este escepticismo al divulgar las pinturas de manos descubiertas en Maltravieso: en su tiempo era impensable que existieran representaciones paleolíticas fuera de la región “franco-cantábrica”, pues el centro peninsular estuvo supuestamente despoblado en el Cuaternario. Aquellas manos mutiladas fueron calificadas de “casuales” por algún entendido y a Callejo rechazada la publicación de sus teorías en un conocido medio científico.
   Y en nuestros tiempos, para algunos sigue siendo imposible que el hombre de Neandertal fuera capaz de pintar, a pesar de las evidencias presentadas en la datación de varias pinturas rupestres, entre ellas una mano de Maltravieso, veinte mil años antes de la llegada del hombre moderno a nuestro territorio. Una investigación concienzuda que ha durado diez años, y cuyas muestras han sido analizadas y validadas coincidentemente por laboratorios de cuatro países diferentes. Pero se soslayan las evidencias. La duda. Siempre la duda, detrás de la que se esconden quién sabe qué oscuras resistencias. ¿Por qué no pudieron tener los neandertales lenguaje, cognición avanzada y pensamiento simbólico? Ya no hay cuestiones religiosas que adulteren el avance del conocimiento. ¿O es que cuesta admitir que las pinturas de una cueva extremeña sean 50.000 años más antiguas que las de Altamira?
     Paseando por el Calerizo cacereño me gusta imaginar a aquellos neandertales que escogieron el mismo territorio donde ahora habitamos para vivir, amar y crear. Mirando a la cueva de Maltravieso me gusta contemplar el santuario donde aquellos remotos antepasados crearon el arte más antiguo de la Humanidad. Es una forma tal vez no científica de desterrar el uso irracional e interesado de la duda.