Fernando
fue uno de esos soñadores de otra época que conseguían a base de tesón hacer
realidad sus ilusiones, para envidia de quienes estábamos a su lado; un
prestidigitador de los ideales con el que tuve la suerte de compartir esas
liturgias iniciáticas de la vida, ya desdibujadas por las realidades
sobrevenidas de la adultez, como riadas que cubren de lodo las calles recoletas
de la pubertad dejando enterrados los primeros besos y los primeros sones
tañidos con la guitarra, con sabor prohibido a tabaco mentolado.
Con Simón formé el tándem perfecto para
transgredir prohibiciones seculares, experimentando el vértigo tembloroso de
rozar los tabús de los que estaba fabricada nuestra joven existencia, esos
ladrillos contradictorios que hacían tambalear convicciones aprendidas de
memoria en la cantarina infancia que nos tocó vivir. Con Simón fuimos un alma
en dos cuerpos, como diría Aristóteles. Correr de los “grises” y cantar “te
recuerdo Amanda” nos otorgaban un cierto hálito de héroes griegos, que tuvimos
oportunidad de ejercer en incontables odiseas.
Y junto a Modesto me sentí por primera vez
caballero andante descubriendo un
territorio fantástico, aprendiendo a ser conscientes de bellezas antes ocultas,
como el negativo que va tomando lentamente contornos de perfección en la cubeta
de un fotógrafo; mosquetero de la causa más noble que imaginarse pueda: sentir
la Naturaleza como un divino legado del que disfrutar. Con Modesto hice los
viajes de Julio Verne en autostop y experimenté las aventuras de Emilio Salgari
por La Vera y el Valle del Jerte, emulando a Amundsen en las crestas pedregosas
de Gredos y al doctor Livingstone, supongo, en los montaraces valles de las
Villuercas.
Estamos hechos de experiencias. Nuestro
carácter, nuestros gustos, nuestros objetivos en la vida dependen en gran
medida de aquellos orígenes vacilantes que ya casi hemos olvidado; y la
amistad, esa amistad originaria y simple no mediatizada por intereses espurios,
ese afecto idealista, transgresor o bucólico es uno de los principales pilares
de lo que hoy somos, que construimos en un tiempo lejano junto a aquellos que
nos quisieron a pesar de saberlo todo de nosotros.
La muerte de Fernando fue como un aguijón
silencioso que me inoculó una primera dosis de orfandad, creando un extraño
vacío en una de mis vidas anteriores. Cuando recibí la llamada que me comunicó
el fallecimiento de Simón me sentí como si mi pareja de baile me hubiera
abandonado cruel y definitivamente, dejando maltrecho y en una estúpida soledad
sin sentido otro de mis recónditos pretéritos. Y meditando ante las cenizas de
Modesto, sembradas bajo una piedra en una de las sierras que amó, entre brezos
y pinares, adquirí el íntimo compromiso de llevar siempre su recuerdo por los
senderos que transite, por las cumbres que corone, por los valles que surque, y
así acallar la involuntaria culpa de sobrevivir. Allá donde estéis, sabed que
vuestra precoz partida no fue anónima e improductiva. El poso de la amistad,
aun de la más arcaica y aparentemente caducada, anida hondamente en los recuerdos de este
mortal que todavía está aquí, como un condenado indultado por el azar. Esa
incómoda orfandad y esa soledad oculta pugnan con la paradójica alegría póstuma
de lo ya vivido y son el síntoma palpable de que fuisteis importantes.