miércoles, 7 de noviembre de 2018

La Extremadura de Matilda


     Estoy convencido de que si me sometiera a una de esas sesiones de hipnosis donde puede uno experimentar la regresión a vidas pasadas (y si creyera en ello, que ese es otro cantar), conseguiría situarme en las calles de un pueblo extremeño de hace muchas décadas o alguna que otra centuria, donde posiblemente transcurrió una existencia propia cuyas añosas imágenes pugnan por aflorar a la menor oportunidad. Siempre me han cautivado las lecturas de aquellos viajeros ilustrados que referían una Extremadura abrupta e inhóspita, de caminos infames y posadas cervantinas; Antonio Ponz en su “Viage de España” o Alexandre de Laborde con sus magníficos grabados son exponentes de descripciones de pueblos y paisajes que hoy resultan insólitas por desaparecidas pero que a mí me provocan la inquietante reminiscencia de un remoto recuerdo, impulsándome a imaginar la vida, las costumbres y las labores extinguidas que tuvieron lugar aquí mismo en otro tiempo.
     Esta sensación se acrecienta si lo que tengo ante mis ojos es una colección fotográfica, de la que existen algunos emblemáticos ejemplos, como las magníficas imágenes de Eugene Smith de Deleitosa publicadas en 1951 en la revista LIFE. Una imagen, por cuanto tiene de realidad, vale por mil evocaciones sugeridas por un texto descriptivo, por muy fiel que quiera ser. En este sentido son un regalo para el alma las fotografías efectuadas por Ruth Matilda Anderson en 1928 de distintos pueblos extremeños, que recorrió con su compañera Frances Spalding muchas veces a lomos de mulas con su material fotográfico. Este periplo por regiones españolas fue un encargo de la Hispanic Society of América, y las imágenes extremeñas ya fueron objeto de exposiciones hace años en Badajoz y Montánchez.
   A disposición de todo el que quiera admirarlas en la Biblioteca Virtual Extremeña, las fotos de Matilda retratan aquellas Hurdes heroicas, donde el gris de sus tejados pizarrosos ha prevalecido sobre el sepia de los años. Es la Extremadura ancestral de los balcones veratos de adobes centenarios en equilibrio imposible, de aquellos niños temerosos de la cámara como si el objetivo disparara algo más dañino que una instantánea;  niños tratando de ahuyentar otros fantasmas (que entonces no era el de la despoblación): seguramente el hambre. Pueblos umbríos donde las gallinas deambulaban por las calles empedradas con la gozosa impunidad de pequeñas vacas sagradas. Cerrando los ojos, uno siente hasta el frío de los gorrones cuando Extremadura tenía los pies descalzos. En estas magníficas fotos parece percibirse el hálito exhalado por las chimeneas con aroma a dehesa, la calidez de los establos y zaguanes, o la esencia de las prensas de aceite, del pan de leña y de los jamones secándose en las bodegas, como incienso delator de lo auténtico.
   Sí. He creído renacer a otra vida, esa que nos correspondería si nos saltamos un par de generaciones (un suspiro en el cómputo del tiempo), y así nos hubiéramos visto con blusones y refajos conduciendo una carreta de bueyes, sentados en tajos de tres patas con un sombrero de fieltro o una gorra de esparto.
     Cuando se bloquee Internet o perdamos el móvil, recordemos solo un instante la Extremadura de nuestros abuelos, y concluyamos que solo una cuestión de azar nos ha situado en una época con muchas mezquindades.

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