Estoy convencido de que si me sometiera a
una de esas sesiones de hipnosis donde puede uno experimentar la regresión a
vidas pasadas (y si creyera en ello, que ese es otro cantar), conseguiría
situarme en las calles de un pueblo extremeño de hace muchas décadas o alguna
que otra centuria, donde posiblemente transcurrió una existencia propia cuyas
añosas imágenes pugnan por aflorar a la menor oportunidad. Siempre me han
cautivado las lecturas de aquellos viajeros ilustrados que referían una
Extremadura abrupta e inhóspita, de caminos infames y posadas cervantinas;
Antonio Ponz en su “Viage de España” o Alexandre de Laborde con sus magníficos
grabados son exponentes de descripciones de pueblos y paisajes que hoy resultan
insólitas por desaparecidas pero que a mí me provocan la inquietante reminiscencia
de un remoto recuerdo, impulsándome a imaginar la vida, las costumbres y las
labores extinguidas que tuvieron lugar aquí mismo en otro tiempo.
Esta sensación se acrecienta si lo que
tengo ante mis ojos es una colección fotográfica, de la que existen algunos
emblemáticos ejemplos, como las magníficas imágenes de Eugene Smith de
Deleitosa publicadas en 1951 en la revista LIFE. Una imagen, por cuanto tiene
de realidad, vale por mil evocaciones sugeridas por un texto descriptivo, por
muy fiel que quiera ser. En este sentido son un regalo para el alma las
fotografías efectuadas por Ruth Matilda Anderson en 1928 de distintos pueblos
extremeños, que recorrió con su compañera Frances Spalding muchas veces a lomos
de mulas con su material fotográfico. Este periplo por regiones españolas fue
un encargo de la Hispanic Society of América, y las imágenes extremeñas ya
fueron objeto de exposiciones hace años en Badajoz y Montánchez.
A disposición de todo el que quiera
admirarlas en la Biblioteca Virtual Extremeña, las fotos de Matilda retratan
aquellas Hurdes heroicas, donde el gris de sus tejados pizarrosos ha
prevalecido sobre el sepia de los años. Es la Extremadura ancestral de los
balcones veratos de adobes centenarios en equilibrio imposible, de aquellos niños
temerosos de la cámara como si el objetivo disparara algo más dañino que una instantánea; niños tratando de ahuyentar otros fantasmas
(que entonces no era el de la despoblación): seguramente el hambre. Pueblos
umbríos donde las gallinas deambulaban por las calles empedradas con la gozosa
impunidad de pequeñas vacas sagradas. Cerrando los ojos, uno siente hasta el
frío de los gorrones cuando Extremadura tenía los pies descalzos. En estas
magníficas fotos parece percibirse el hálito exhalado por las chimeneas con
aroma a dehesa, la calidez de los establos y zaguanes, o la esencia de las
prensas de aceite, del pan de leña y de los jamones secándose en las bodegas, como incienso delator de lo auténtico.
Sí. He creído renacer a otra vida, esa que
nos correspondería si nos saltamos un par de generaciones (un suspiro en el
cómputo del tiempo), y así nos hubiéramos visto con blusones y refajos
conduciendo una carreta de bueyes, sentados en tajos de tres patas con un sombrero
de fieltro o una gorra de esparto.
Cuando se bloquee Internet o perdamos el
móvil, recordemos solo un instante la Extremadura de nuestros abuelos, y
concluyamos que solo una cuestión de azar nos ha situado en una época con
muchas mezquindades.
No hay comentarios :
Publicar un comentario