La evolución de la
especie humana, con los cambios tecnológicos introducidos en nuestro devenir
diario sobre todo en el último siglo, nos ha situado en un status impensable
para nuestros antepasados de épocas remotas. La vida terciaria que se ha
impuesto como norma en las sociedades avanzadas ha supuesto un, llamemos,
“olvido de especie” en el sentido de que se ha abandonado por completo incluso
el recuerdo del acervo cultural y cotidiano que componía la vida sencilla de
hace unas cuantas generaciones; y no digamos las funciones vitales que debían
llevar a cabo para sobrevivir las
sociedades de cazadores-recolectores del Pleistoceno Medio, de quienes somos
herederos en dotación genética.
Últimamente y por mis aficiones
relacionadas con la prehistoria extremeña he tenido oportunidad de introducirme
con mayor asiduidad en la lectura de investigaciones sobre los neandertales y
sus modos de vida, lo cual a menudo me hace reflexionar acerca de ese espacio
temporal insignificante de tan solo un par de siglos –en el que hemos tenido la
fortuna de desarrollar esa existencia adaptativa exitosa que citaba Darwin-
comparado con la magnitud temporal del millón de años que el homo sapiens lleva
sobre la faz de la Tierra. Pero no hace falta remontarse a esas abismales
cronologías para percatarse de ese lamentable “olvido de especie”. Los niños de
las ciudades crecen sin haber visto una gallina, una oveja o una vaca. Se
trataría entonces de conseguir una suerte de “pedagogía evolutiva” válida tanto
para niños como para adultos. El conocimiento y la valoración de nuestro pasado,
remoto o reciente, pasa por un inevitable aprendizaje manipulativo en forma de
pequeñas experiencias diferentes a las que conforman nuestro día a día, cada
vez más alejado de las esencias primitivas que dieron sentido a vidas pasadas.
El auge del turismo rural –que no solo debe consistir en gastronomía y chimenea,
sino en imbuirse, siquiera durante un fin de semana, en otras formas de vida- está
en la base de esa aspiración; también las granjas-escuela para niños o las
actividades en la naturaleza, como el senderismo, el cultivo de una huerta o la
alternancia entre actividades intelectuales y las meramente físicas. Se
trataría de introducir en nuestra inercia posmoderna una dieta primaria
complementaria sin abandonar el mundo donde el azar nos ha situado, pues
sabemos que suelen fracasar los intentos radicales de volver a una vida que ya
no corresponde, como pasó con el movimiento hippie.
En estas cosas pensaba el pasado domingo
mientras, en medio de la ventisca gélida de diciembre que azotaba inmisericordemente
mi rostro, ascendía trabajosamente (como un neandertal nómada en busca de
nuevos territorios) por los escarpes
pedregosos que conducen desde Gargantilla al Puerto de Honduras, frontera
abrupta entre los Valles del Ambroz y
del Jerte. Podando alcornoques hasta que los brazos dicen hasta aquí
hemos llegado, creo también homenajear
el esfuerzo de algún desconocido antepasado que solo conoció tales tareas, y
mientras “apaño” aceitunas para verdeo, suelo pergeñar las líneas maestras de
mi próxima columna, engarzando felizmente mis modestas pretensiones
intelectuales con el valor de una herencia evolutiva que me niego a ignorar.
Para saber a dónde nos dirigimos es absolutamente imprescindible atisbar de
dónde procedemos.