Lluís Compayns proclamó en 1934 en
Cataluña una república independiente que duró un solo día, pero hubo 46
muertos. En la proclamación de Puigdemont de 2017 no hubo ningún muerto
afortunadamente porque la vigencia de esa república fue de ocho segundos. A
veces los muertos son cuestión de tiempo.
Podríamos definir como “retórica de los
muertos” a muchas de las argumentaciones favorables y contrarias al “procès”
que se están escuchando escalonadamente. Ya en las semanas siguientes a 1 de
octubre del pasado año se comenzaron a divulgar aquellos bulos que hablaban de
“muertos en las calles” por parte de la fuerza del Estado si continuaban las
acciones unilateralistas; estas patrañas fueron difundidas, entre otros, por
Marta Rovira antes de tomar fementidamente las de Villadiego (esa localidad
burgalesa que coge de paso para Suiza). También el ideólogo separatista Agustí
Colomines se permitió frivolizar con la posibilidad de víctimas al afirmar que
“sin muertos, la independencia de Catalunya tardará más en llegar”, como si se
asumiera esta circunstancia como inevitable para los propósitos separatistas. Y
no hace mucho Felipe González opinó que si esta coyuntura se hubiera dado en
los años treinta ya tendríamos “mil muertos”.
Hasta
ahora se han utilizado muertos ficticios para fortalecer opiniones, víctimas
artificiosas para amplificar posverdades, fallecidos convencionales para
argumentar “escenarios”. Pero un muerto con cara y DNI puede llegar en
cualquier momento. Hay muertos en diferido, como aquella famosa indemnización.
Una pelota de goma en mal sitio. Un atropello durante una revuelta. Ya lo hemos
visto hace muy poco en Francia con la crisis de los “chalecos amarillos”, que
son grandes y reflectantes. Ojo con los lacitos amarillos de aquí, que se ven
menos. La violencia in crescendo que estamos contemplando en Cataluña, alentada
desde el propio govern (recuerden aquella recomendación del president Torra a
los CDR: “hacéis bien con apretar”), es un peligroso caldo de cultivo, muy
propicio para que ya no hablemos de muertos de mentirijillas, sino de verdad,
con ataúdes, entierros y todo. Y entonces los instigadores de la secesión ya
tendrían el argumento que les falta, la sangre tomaría el relevo de la tinta y
su “revolución”, un mártir. Porque a ver quién se atrevería a disolver
manifestaciones de protesta con un activista de cuerpo presente,
concentraciones o huelgas en solidaridad con los muertos. Estamos asistiendo a una mutación de acciones
donde se justifica la violencia desde el poder. Torra, a quien deseamos que su
fugaz ayuno haya clarificado su intelecto, dice también que se adhiere a la vía
eslovena para la independencia porque
“esto no tiene marcha atrás”, asumiendo indirectamente un saldo de cerca de
cien muertos que allí se produjeron. Nadie lo desea, pero si en algún momento
se deja de hablar de los presos para hacerlo de los muertos, será un nefasto
síntoma de que este asunto ha entrado en una fase imprevisible. ¿De quién sería
la culpa? ¿de los mossos? ¿del govern? ¿del Estado? La culpa, como siempre,
será del cha-cha-chá. Bertolt Brecht decía que las revoluciones se producen en
los callejones sin salida, metáfora muy usada en el asunto catalán. Si los
actores del procès no son capaces de salir de su auto-callejón, el Estado
tendrá que mostrarles la salida. ¿Cómo? Esperemos.
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