miércoles, 16 de enero de 2019

Extremadura ante Davos


     Pronto comenzará en la ciudad suiza de Davos la 49ª edición del Foro Económico Mundial,  para afrontar los retos globales del futuro inmediato. Según revela Carlos Segovia en un artículo reciente de El Mundo,  su presidente Klaus Schwab ya ha avisado por carta de que “El planeta se encuentra en una encrucijada. Podemos seguir por la actual senda de puntos de vista polarizados, conflictos crecientes y numerosos problemas sin resolver, con lo que en el mejor de los casos terminaremos en una crisis mundial permanente. En el peor, degenerará en el caos con impredecibles consecuencias”. Sombrío diagnóstico, donde se descarta expresamente “proteger a aquéllos que se han quedado atrás de los cambios transformadores que acarrea la Cuarta Revolución Industrial [4IR en inglés], obteniendo así ventajas políticas a corto plazo”, porque están realmente socavando la competitividad futura de sus países o regiones. Esto último lo veo  discutible en nuestra Comunidad, con un 40% de población en riesgo de pobreza. Pero en fin, repasemos qué pasó aquí en las tres anteriores revoluciones industriales. En la primera, durante el siglo XIX España quedó prácticamente fuera, y ya podemos imaginar Extremadura: no hay más que leer los textos de Felipe Trigo o Antonio Hurtado que retratan una región parecida a las descripciones de aquellos viajeros ilustrados del XVIII. En la segunda, a mediados del siglo XX, Extremadura proporcionó la mano de obra para las industrias situadas en otras latitudes, una sangría de capital humano de la que no nos recuperaremos nunca; y sin beneficiarnos de ninguna transformación ni en actividades industriales ni en infraestructuras comunicativas. La tercera revolución  (tecnológica en este caso) ha venido dada por la implantación de nuevos sistemas comunicativos y fuentes de energía; es verdad que el uso de Internet está generalizado, pero ¿tenemos en suelo extremeño empresas competitivas de informática, de microelectrónica, de telecomunicaciones, de biotecnología? ¿Cuál es nuestro nivel de utilización de energías renovables?
     La realidad es tozuda. El tejido industrial sigue siendo aquí muy precario. Uno de los principales desafíos actuales (lejos de la globalidad 4.0), es la despoblación de nuestras comarcas, y asistimos  a un nuevo concepto de emigración: el de los jóvenes cualificados, aquellos que serían precisos para incorporar nuestro territorio a las inercias  que transformarán el mundo.  ¿Dónde quedará Extremadura en ese futuro, si ahora estamos intentando que nuestras vías férreas dejen de ser del siglo XIX? Y no sabemos en qué medida el debate sobre la calidad del aire, la caza y los toros, el hábitat de las aves y el derribo de un complejo residencial encajan en los desafíos de esa cuarta revolución industrial, la de las tecnologías digitales, físicas y biológicas, de la ingeniería genética, de la neurotecnología y los cambios en el mercado de empleo, el imperio de los algoritmos… ¿mande? 
      Como en la pirámide motivacional de Maslow, no es posible llegar a la cúspide sin pasar por estadíos inferiores.  Schwab ya apunta que puede darse una 4IR a dos velocidades, y pueden imaginar cuál sería la nuestra: la de los territorios continuamente rezagados. Sin caer en el derrotismo estéril, atemperar con inteligencia esa ineludible realidad puede resultar más productivo que desaprovechar energías quiméricas en busca de una vanguardia que  nunca se nos ofreció y que difícilmente obtendremos. Se trata de defender dignamente nuestra realidad.

miércoles, 9 de enero de 2019

Infancia hiperregalada


Contemplando estos días los contenedores de basura repletos de cajas y embalajes de juguetes he recordado con nostalgia aquellos otros Reyes de hace medio siglo en los que recibí un xilófono y una culebrilla de harina con anises en una cajita de cartón. El coche de pedales era la eterna quimera en la carta a los Magos, que se repetía año a año como un ilusorio exhorto a los ignotos almacenes de Oriente. Hoy los niños hacen ostentación de decenas de logros navideños de efímero disfrute, quedando muchos de ellos sin apenas estrenar. Han tenido regalos paternos, pero también de tíos y abuelos, y con una juguetería en casa no es de extrañar que se arrinconen la mitad de los cachivaches. Los “cumples” y otros eventos engrosarán escandalosamente el catálogo anual de obsequios indisfrutables. A los diez años tendrán un móvil, edad a la que nosotros seguíamos jugando con el aro, en una especie de prehistoria lúdica que no cabe en la mente infantil de ahora.
     Cabría preguntarse si este atiborramiento de regalos que se da en muchos hogares –que es consecuencia mixta de un estado del bienestar muy mal entendido y del consumismo exacerbado- tiene algún correlato emocional en la maduración de los niños y de qué manera. ¿No serán los niños de ahora  receptores compulsivos de cosas que cada vez aprecian menos? ¿No estaremos provocando con este exceso de regalos una apatía total en el niño? Es decir, lo que los entendidos llaman “anestesia emocional”. ¿No estarán olvidando que los logros se consiguen con esfuerzo? Y obviamos aquí la tipología de los regalos, en los que ahora predominan las pantallitas y la actitud solitaria y pasiva del niño, que va en detrimento de la socialización y la creatividad infantil. Quienes venimos de una extinguida estirpe donde divertirse y jugar no dependía necesariamente de accesorios materiales (porque jugar al escondite, al rescate, a la pica o al burro viejo se hacía “a pelo”, sin la indiscreta intervención de artilugio alguno) nos movemos en la contradicción de facilitar equivocadamente a nuestros descendientes lo que no tuvimos nosotros, y a menudo nos pasamos de frenada, pues tal vez les estemos privando así de aditamentos  cognitivos necesarios para su desarrollo. Por ejemplo, la pequeña frustración de no recibir alguna vez el regalo deseado encierra realmente una enseñanza esencial para la vida, aprendiendo a lidiar con los reveses que el destino siempre depara.
    El funcionamiento de nuestro cerebro no es esencialmente diferente al de una rata o el de un gato, con los que experimentaron Skinner y Thorndike respectivamente hace más de setenta años. La psicología conductista demuestra que el comportamiento egoísta, hedonista y tirano de los niños con saturación de juguetes se fortalece precisamente con la cantidad, la intensidad y los cortos intervalos de recompensas-regalos; es como si el perro de Pavlov hubiera dejado de salivar ante la comida, sencillamente porque ha dejado de ser estimulante. Pero esa conducta indeseada se extingue y modifica con la espaciación y disminución de esos estímulos. Un niño será más feliz con menos regalos, si se convence de haberlos merecido. Y de forma paralela, valorará más sus pertenencias conseguidas con esfuerzo. No anulemos su ilusión creyendo aumentarla con el exceso de regalos.