Hace un siglo y medio, Gustavo Adolfo
Bécquer se recluyó junto a las ruinas del monasterio de Veruela, en la Sierra
del Moncayo, para intentar fortalecer su maltrecha salud. En ésta época (1864)
vieron la luz sus cartas “desde mi celda”; así describía Bécquer su entorno,
que también le inspiraría para escribir la leyenda “Rosa de pasión”: “no hay
vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas; el
coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes,
gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan
particular, que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.” Quién
le iba a decir al poeta sevillano que andando el tiempo todo un país y aun
parte del mundo tendría que recluirse indefinidamente de forma obligada para
escapar de una maldición bíblica. ¿Qué espeluznante leyenda no saldría entonces
de su pluma trémula?
Escribo con sosiego estas líneas en un
confín de la España vaciada (confinado, por tanto), ahora un privilegiado
retiro para estos tiempos tenebrosos. He recordado a Bécquer porque dos
golondrinas han irrumpido con su alegre
gracejo, ignorando mi presencia, en busca del rincón del porche donde anidan invariablemente
cada año, como aquellos que colgaban del balcón amoroso de su poema. Desde aquí
puedo mirar largamente el horizonte, esos anchos campos que ya amarillean de
paniquesitos como un descuidado cuadro de van Gogh con manchas de encinas que enmarca a lo
lejos, hacia el sur, el ribete azulado de la Sierra de Santa Marina. De las
ciudades han huido en estampida los ruidos de cláxones y motores, sirenas de
fábricas y algarabía de colegios; pero aquí permanece con su orden eterno la
sinfonía aparentemente deslavazada de siempre, donde el gemido de las tórtolas se
combina con zumbido de abejas y conciertos de petirrojo. Desde aquí se divisan
también, en otra dimensión, las grandezas y miserias que trascienden de cualquier
espacio físico, esas cosas que pasan al margen de los sentidos: la grandeza de
una población sacudida por esta inesperada calamidad, pero solidaria y disciplinada,
generosa y fuerte, de la que son exponentes los sanitarios, fuerzas de
seguridad, operarios de limpieza, panaderos, transportistas, periodistas, quiosqueros,
empleados de supermercados y cualquier otro gremio que con su actividad
expuesta, hacen llevadero nuestro confinamiento. También yo salgo a aplaudirles
cada noche, y escucho cómo mi ovación huérfana se va perdiendo lentamente en el
silencio quieto que a esa hora ya domina las sombras brumosas del Valle del
Alagón.
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