miércoles, 25 de marzo de 2020

Desde mi retiro


   Hace un siglo y medio, Gustavo Adolfo Bécquer se recluyó junto a las ruinas del monasterio de Veruela, en la Sierra del Moncayo, para intentar fortalecer su maltrecha salud. En ésta época (1864) vieron la luz sus cartas “desde mi celda”; así describía Bécquer su entorno, que también le inspiraría para escribir la leyenda “Rosa de pasión”: “no hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz; no hay altares en las capillas; el coro está hecho pedazos; el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular, que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba.” Quién le iba a decir al poeta sevillano que andando el tiempo todo un país y aun parte del mundo tendría que recluirse indefinidamente de forma obligada para escapar de una maldición bíblica. ¿Qué espeluznante leyenda no saldría entonces de su pluma trémula?

   Escribo con sosiego estas líneas en un confín de la España vaciada (confinado, por tanto), ahora un privilegiado retiro para estos tiempos tenebrosos. He recordado a Bécquer porque dos golondrinas  han irrumpido con su alegre gracejo, ignorando mi presencia, en busca del rincón del porche donde anidan invariablemente cada año, como aquellos que colgaban del balcón amoroso de su poema. Desde aquí puedo mirar largamente el horizonte, esos anchos campos que ya amarillean de paniquesitos como un descuidado cuadro de van Gogh  con manchas de encinas que enmarca a lo lejos, hacia el sur, el ribete azulado de la Sierra de Santa Marina. De las ciudades han huido en estampida los ruidos de cláxones y motores, sirenas de fábricas y algarabía de colegios; pero aquí permanece con su orden eterno la sinfonía aparentemente deslavazada de siempre, donde el gemido de las tórtolas se combina con zumbido de abejas y conciertos de petirrojo. Desde aquí se divisan también, en otra dimensión, las grandezas y miserias que trascienden de cualquier espacio físico, esas cosas que pasan al margen de los sentidos: la grandeza de una población sacudida por esta inesperada calamidad, pero solidaria y disciplinada, generosa y fuerte, de la que son exponentes los sanitarios, fuerzas de seguridad, operarios de limpieza, panaderos, transportistas, periodistas, quiosqueros, empleados de supermercados y cualquier otro gremio que con su actividad expuesta, hacen llevadero nuestro confinamiento. También yo salgo a aplaudirles cada noche, y escucho cómo mi ovación huérfana se va perdiendo lentamente en el silencio quieto que a esa hora ya domina las sombras brumosas del Valle del Alagón.
 
Pero aquí también se perciben, por desgracia, las miserias de quienes han encontrado en esta catástrofe un poderoso pretexto para medrar en sus  aspiraciones políticas, conformando esa nauseabunda regata donde es posible remar en sentido contrario, incluso poner palos en las ruedas del carro donde vamos todos. Sí, junto al piar rutinario de los pardales, como diría Chamizo, percibo también el oportunismo soez de los advenedizos, que con su impaciencia son incapaces de relegar las críticas a un momento más propicio, y con ello contribuyen a impedir que regresen aquellas golondrinas becquerianas que su vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres. Es evidente que estamos en un estado de guerra. Vayamos ahora a una y dejemos las miserias para la paz.

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