La expresión más elocuente –y dramática- del
machismo imperante en la sociedad moderna lo constituye la llamada violencia de
género, en la que afloran en estado puro las expresiones más antiguas de
nuestro genotipo: el macho usa su mayor fuerza física para sojuzgar a la hembra
por encima de la razón, esa supuesta razón que la evolución de la especie nos
ha hecho distinguirnos del resto de primates. Independientemente de esta realidad genética
consolidada durante decenas de miles de años por patrones de comportamiento
diferenciados (hombre cazador, mujer al cuidado de la prole, etc.), las
distintas culturas y religiones que se han ido sucediendo desde que salimos de
las cuevas y que en teoría han ido puliendo al homo sapiens no han hecho
más que arraigar la supremacía masculina.
Con todo esto quiero decir que, en
comparación con la ya prolija historia de la Humanidad, los movimientos
feministas llevan todavía muy poco
tiempo tratando de romper unos esquemas férreamente afianzados en la cultura, modelos
muchas veces asumidos involuntaria e inconscientemente por las propias mujeres.
El feminismo militante ocasionalmente acaba en extremos grotescos, como el de
la escritora Virginie Despentes, autora de la novela “Fóllame” cuando dice que
escribe desde la fealdad para las feas, las viejas, las camioneras, las
frígidas, las histéricas y las taradas.
Muchas mujeres, como es notorio, utilizan el
machismo –ya de forma deliberada- en su beneficio. Tenemos en la retina las
comparecencias en los banquillos judiciales de esposas de presuntos corruptos.
Bárcenas, Correa, Urdangarín y otras hierbas. Ninguna sabía de dónde salían las
fortunas ni los Jaguares (caso de Ana Mato), se limitaban a disfrutar de la
vida, firmaban donde su marido les ponía el dedo porque su función era llevar
las cosas de la casa. Cabría pensar que este interesado automachismo femenino está más apuntalado en las capas sociales
bajas, pero qué va: hija y hermana de reyes es el paradigma.
Se ha tratado de combatir al machismo
desde sus manifestaciones con resultados mediocres. El lenguaje inclusivo y no
sexista suele derivar en la ridícula y cansina retahíla de “compañeros y
compañeras, trabajadores y trabajadoras, todos y todas”. Otro parche es la
pretendida paridad forzada, pues en lugar de modificarse las estructuras que
posibiliten verdadera igualdad de cualificación, se va directamente por vía
rápida a la frialdad del número: pongo a cinco hombres y cinco mujeres y listo
(claro que esto solo es posible en la política). Es en la educación donde
radica la garantía de un cambio de mentalidad, y aunque se están poniendo las
bases, hay evidencias contradictorias: por ejemplo, el 95% del profesorado en
educación infantil son mujeres, que perpetúan el patrón ancestral de la especie
trasladando a las escuelas la figura materna y sus roles.
El montaje socioeconómico global potencia
que las mujeres inmortalicen los estándares estéticos para atraer al macho
usando bótox y silicona, siendo mujeres-florero, explotando imagen y cuerpo
para distintas promociones. Flaco favor para la causa feminista, a cuya sombra
ya hay movimientos distorsionadores como el neo-machismo y el feminazismo. ¿Cuándo llegará entonces la
verdadera igualdad? Yo la veo todavía algo lejos, y lo dijo hace tiempo Estella
Ramey: "la igualdad llegará cuando una mujer tonta pueda
llegar tan lejos como hoy llega un hombre tonto".
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