jueves, 27 de abril de 2017

El perdón como terapia



    Recientemente he tenido el placer de presentar en la Feria del Libro de Cáceres a Care Santos, ganadora del Premio Nadal 2017 con su novela “Media vida”. Su libro es todo un homenaje a la generación de mujeres que vivieron la posguerra en su adolescencia y que debieron enfrentarse a una sociedad injusta, llena de tabús y contradicciones, con ausencia de libertades, e inmersas en los corsés morales aprendidos en aquellos internados de monjas donde el papel de la mujer que se inculcaba había evolucionado poco desde la época decimonónica. Pero este libro también es un instrumento de reflexión acerca del perdón, la culpa y el olvido.

     Este asunto del perdón, ya extraído de la trama novelesca, planea permanentemente sobre este mundo lleno de injusticias y sufrimiento, planteándose innumerables dilemas. Uno de ellos alude al tiempo que hace falta para que se asuman las culpas y se pueda perdonar. En ocasiones no basta una vida para que aflore el arrepentimiento y muchos conflictos requieren varias generaciones para llegar a una reconciliación. En este sentido hay quienes cuestionan la efectividad de estas peticiones de perdón institucionales tan a destiempo: ¿qué sentido tiene que España pida perdón ahora por la expulsión de los judíos? Parece que en la asunción de la culpa debería estar presente quien debe perdonar, y que el perdón  no se otorga por supuesta delegación de antepasados. Estos gestos tampoco incluyen nunca el arrepentimiento real de quien ya no está. En este sentido, los programas penitenciarios que han posibilitado encuentros cara a cara entre activistas de ETA y sus víctimas (que a veces han terminado en un abrazo) serían el paradigma a seguir.

     Care Santos alude en su novela a una cita recogida por el filósofo catalán Joan Carles Mèlich: “solo se puede perdonar lo imperdonable”. En realidad la frase es del pensador francés Jacques Derrida, teórico de la llamada deconstrucción y próximo a Nietzsche. El perdón sería algo absurdo: ni se puede dar por delegación, ni solo porque el otro lo demande. El perdón es personal e indelegable y solo se puede dar cuando no hay resarcimiento posible a quien se ofendió.

     Pero, filosofías aparte, hay una dimensión más palpable, que es el poder terapéutico de catarsis que encierra el perdón. El psiquiatra Luis Rojas Marcos constató que los afectados por los atentados del 11-S no consiguieron mitigar su dolor y sensación de vulnerabilidad ni con patriotismo ni con sed de venganza, de ahí que cada vez más afectados comenzaran a pensar que para apaciguar su desasosiego y pasar página deberían afrontar el arduo dilema de perdonar lo imperdonable. Nunca olvidar. Lo mismo hacen actualmente muchos colombianos ante el fin del conflicto con la guerrilla de las FARC. Hay consenso en que quienes perdonan  suelen liberarse del pasado, controlando mejor su destino. Los que nunca lo harán, vivirán estancados en un ayer horrendo con heridas abiertas sin poder liberarse de obsesiones. Como resumen, viene a cuento otro gran pensador, Thomas Szasz, referente de la antipsiquiatría: “los tontos, ni perdonan ni olvidan; los ingenuos, perdonan y olvidan; los sabios perdonan, pero no olvidan”.

miércoles, 19 de abril de 2017

Legión y folklore



     La recién concluida Semana Santa, además de records turísticos en los establecimientos hoteleros y de restauración en todo el territorio nacional, ha producido también otros fenómenos. Por ejemplo, la importación de la psicosis terrorista puesta de manifiesto en varias estampidas en plena “Madrugá”, que podría interpretarse como una victoria de las intenciones del yihadismo al conseguir instaurar en la sociedad occidental ese estado de desasosiego e inseguridad que beneficia a sus propósitos desestabilizadores. Tras las bombas de Dortmund, ya el fútbol y las procesiones han quedado inmersas en los circuitos de desconfianza y sospecha, aunque sus impulsores no pasen de ser lobeznos solitarios o simples sinvergüenzas que encuentran divertido el pánico.
     Pero quería referirme a otro flash de la Semana Santa, como es el de los legionarios en Málaga cantando el “novio de la muerte” a los niños con cáncer del materno infantil. No voy a caer en la crítica tuitera fácil que se detiene en el insulto como único argumento, ese que solo necesita ciento cuarenta caracteres. Me gustaría ir un poco más allá de un anecdótico recital hospitalario tal vez desafortunado. Pronto hará cuatro décadas que vestí el uniforme militar como soldado de reemplazo, igual que miles de conciudadanos. Durante mi estancia en Ceuta varias veces subí al acuartelamiento de García Aldave para presenciar los actos del “sábado legionario” en el Tercio. Allí, en el ámbito castrense, junto al monumento a los caídos en combate y con el eco de las montañas marroquíes, es donde los himnos adquieren su dimensión prístina. Y esto sacado de su contexto para ser exhibido como atracción se reviste con una aureola de artificialidad y folklore que rechina, al menos a quienes hemos experimentado la mística militar y  sentido cosas por dentro.
     La Legión lleva  mucho tiempo reciclándose en una fuerza militar de élite, profesionalizada y moderna, lejos de aquellos Tercios creados por Millán Astray compuestos en parte por marginados sociales que encontraban en el honor y la disciplina lo que no les dio su vida anterior. Algunos postulados del “credo legionario” tienen ya muy poca vigencia y ese concepto de la muerte con ciertos tintes integristas no cabe en la sociedad actual.  La participación de La Legión en misiones internacionales de paz es buena prueba de esa adaptación a nuevos tiempos. Sin embargo, no sé si consciente o inconscientemente, los mandos militares siguen tratando a este cuerpo como un espectáculo de cara a la galería, una atracción de feria para satisfacer posiblemente a ese cliché del imaginario colectivo que sigue evocando aquella Legión de pelo en pecho, del carnero y del “novio de la muerte”, para regocijo de apátridas y separatistas que se nutren con lo casposo como poderoso argumento, y fuente de sketchs para los Morancos. 
     Ejército y folklore no pegan bien. Los asturianos consiguieron que el “Asturias patria querida” dejara de estar en el repertorio de los borrachos para convertirse en su himno nacional. A mí me parece que los sones del “novio de la muerte”, de los que se abusa hasta desafinar, deben recuperar su atributo identitario regresando a los cuarteles y abandonar farándulas callejeras, hospitales y otros shows, pues con ello no se desdibuja el peculiar estilo legionario, sino que, contrariamente, se lo preserva de la mofa y el descrédito.

miércoles, 12 de abril de 2017

Avestruces



   

     Los acontecimientos mundiales (casi todos negativos últimamente), conocidos al  detalle por la inmediatez que ofrecen los medios tecnológicos, se han convertido en aditamentos ineludibles de nuestras particulares existencias. Los telediarios son ya un glosario de imágenes dantescas que nos endosan advirtiendo o no de la dureza de las mismas. Casi es preferible  hacer zapping en busca de contenidos  de menos actualidad. Por  ejemplo, Siria es el epicentro de las grandes tensiones mundiales del momento, donde se emiten los mayores contingentes de refugiados que huyen porque allí matan las tropas de Bachar el Asad,  los rebeldes,  los kurdos,  el Estado Islámico, los rusos y los yankees. Todos matan. Es un  carrusel de muerte que ya ha estrenado el uso de armas químicas y elevado la tensión geopolítica del planeta.
    Pero esta erupción imprevisible de violencia extrema afecta poco a nuestras rutinas y actividades. Nos hemos acomodado de tal forma al azaroso devenir de la Humanidad que el relato de las circunstancias más espeluznantes queda en un limbo mientras lo que sucede no nos ataña de forma directa, es decir, nos consideramos a salvo si las guerras son lejanas o si los camiones atropellan en otros países. Hemos levantado un muro imaginario (uno más) que separa lo que nos sucede a nosotros de lo que pasa “por ahí” como si esos afueras no englobaran también los ámbitos más domésticos e íntimos donde nos sentimos falsamente seguros, porque ¿no pensaban lo mismo los viandantes de Estocolmo o Berlín hasta la aparición del camión asesino? ¿No se va a ir todo al garete si a alguien le da por apretar un botón rojo? Donald Trump y el norcoreano ese tienen la mano floja.
     En el fondo es una placidez impostada esa de considerarnos lejos de la desgracia ajena, pues sabemos de sobra que nadie está exento de sufrir cualquier imprevista circunstancia que aborte ese sosiego ficticio, como  una incurable enfermedad. Le ha pasado al niño Adrián que anhelaba ser torero (quien deseó su muerte por ello ahora estará satisfecho). La muerte acecha en cualquier esquina: le ha pasado a Carme Chacón con 46 años. Les ha pasado a decenas de cristianos coptos el pasado domingo de Ramos. 
    Esta zozobra latente que no podemos soslayar tal vez sea la causa por la que están proliferando crecientemente técnicas y manuales de autoayuda para “vivir el presente”. Muchos autores sostienen que realmente la vida no es ni lo que va a pasar dentro de un rato, ni tampoco lo que acaba de suceder. La vida sería el aquí  y ahora; por lo tanto, hay que aprender a vivir el momento presente,  a disfrutarlo y a saborearlo. Emprender todas las acciones diarias como si fueran las últimas buscando la excelencia parece que ha empezado a dar sentido a la existencia de mucha gente “pa cuatro días que vivimos”. No es mi caso. Esta versión del avestruz que ignora los entornos y los bagajes que nos definen como personas olvida también que la vida tiene una perspectiva larga, que aunque lo neguemos, somos lo que hemos sido y lo que aspiramos a ser, que extraer enseñanzas del pasado y luchar por un futuro y un proyecto existencial otorga sensaciones duraderas infinitamente más enriquecedoras que las que se puedan derivar de un solo instante. Y después lo que tenga que pasar, que pase. Preparados no estaremos nunca con o sin manual de autoayuda.

miércoles, 5 de abril de 2017

Cerezo en flor



 

     He dejado atrás Plasencia y todavía le voy dando vueltas al artículo del próximo miércoles; la búsqueda de argumentos novedosos para el asunto de los tuits de Cassandra se me antoja baldía, y en cuanto al “brexit”, parece igualmente que mis musas han ganado un referéndum para abandonarme. Entre conatos de inspiración y meditaciones abortadas Navaconcejo ya está a la vista.  Las nubes,  deshechas y transfiguradas en esas brumas veloces que juegan a esconder el sol, se precipitaban desbocadas desde las crestas de la Sierra de Tormantos, saludando con reverencia comedida al Valle del Jerte. Y el Valle, azotado por un viento todavía frío, despedía jubiloso y engalanado a un mortecino marzo que se resiste a mayear. Los cerezos (dicen que más de un millón) vestidos de blanco, hace días que han tomado posesión de las laderas, como eternas y coquetas quinceañeras que reservan el paisaje para su puesta de largo anual. Estas vistas seductoras, verdadero alimento de almas, me acompañan hasta mi destino. Estoy ya en Cabezuela del Valle, en el mirador de San Felipe, privilegiada atalaya desde donde se otean las tierras más bellas de una Extremadura que se despide sin estridencias allá arriba, en Tornavacas,  para convertirse silenciosamente en meseta. Donde los pequeños pueblos altos del Valle son como balcones señoriales concebidos para ver pasar el Jerte con su murmullo cadencioso, mitad río mitad garganta. Donde el viento racheado de la mañana atesora pequeños pétalos nacarinos de flores de cerezo que van siendo depositados aquí y allá, como aquellas anheladas nevadas de la infancia que nunca llegaban a cuajar. Y donde es imposible pensar en otra cosa, pues la contemplación del Paraíso debe ser claramente incompatible con las miserias mundanas. Ahora pensar en Trump o en Puigdemont, en los presupuestos o en los tejemanejes de Murcia se me antoja como esas cavilaciones sacrílegas y obscenas que pugnan por aflorar, pero que desechamos con energía de nuestra mente.

     El espectáculo está servido. En las calles de Cabezuela las balconeras de palo oscurecido por el tiempo presencian cautelosas el creciente bullicio y dan cobijo a hojas de palmera, flores de retama y claveles que se transmutan en bellos arcos bajo los que empiezan a transitar gentes de lugares lejanos (porque se escuchan eses finales) que actúan como verdaderos insectos polinizadores que también acuden año tras año al cerezo en flor, transmitiendo al mundo que existe un lugar donde en los corrales de las casas no hay geranios sino cerezos. Donde es posible saborear cerveza y aguardiente hecho con su fruto totémico. Un valle donde sus gentes preparan la cosecha compartiendo generosos una belleza paisajística sin parangón que es excesiva para ser disfrutada por ellos solos.

    Regreso con el ánimo henchido de orgullo porque esta es mi tierra. Y con un cerezo en una maceta, como esos vástagos adoptados y separados de su entorno que no sabemos con certeza los derroteros que tomarán en la vida. Ah, y ya tengo argumentos para el artículo. Me he tomado unos ejercicios espirituales y el cerezo en flor del Valle del Jerte ha desbancado esta vez con justicia al cansino valle de lágrimas cotidiano de crisis, corrupciones, populismos, sentencias judiciales y procesos separatistas.