miércoles, 25 de julio de 2018

La fuente de San Gregorio


     En el frondoso Valle del Ambroz, a poca distancia de Hervás, existe una antigua fuente  en forma de montículo  pétreo  con el caño enclaustrado en una hornacina de ladrillo, como santa bendición para el caminante. El rumor del agua al caer en el pilón de granito acompaña al eco de los ruiseñores que desde sus recónditos escondrijos pugnan en el siempre umbrío castañar por acallar el soniquete monocorde de las también ocultas cigarras. A su frescor acuden libélulas y mariposas como tribus amazónicas en extinción por el veneno agobiante de los plaguicidas. No siempre tiene la misma fisonomía. En invierno se tiñe de distintos tonos de verde y luce una cabellera de musgo de la que emerge un crecido chorro helado. En otoño las hojas secas y rojizas de los olmos y castaños  la cubren casi por completo en un mimetismo solo roto por el rumor sempiterno de su caño.  
     Una foto en blanco y negro sacada hace más de medio siglo con la “Rolleiflex” paterna inmortaliza aquellas mañanas junto a la fuente de San Gregorio, y evoca esas simbiosis sensoriales imposibles que conserva juguetonamente la memoria: el aroma fresco del poleo y el sabor del bocadillo de mortadela;  la visión de las sabrosas moras  y el roce suave de los helechos.  Andando en tiempo, la fuente de San Gregorio se convirtió en visita obligada cuando nuestros trayectos discurrían cerca del castañar, como un oráculo doméstico donde recibir periódicamente mensajes divinos que solo a nosotros concernían. Y las sucesivas fotografías tomadas siempre en el mismo lugar fueron dando fe de inexorables procesos cósmicos: aquellos niños se convirtieron en adultos, aquellos adultos desaparecieron de la escena y emergieron  otros pequeños protagonistas, en una sucesión de ineludibles mutaciones.
     Para Borges el tiempo es algo que transforma y fluye incesante, como el pequeño reguero de la fuente de San Gregorio; y en mi última visita, con su consiguiente inmortalización fotográfica, he recordado las palabras sabias del poeta bonaerense: “porque estamos hechos, no de carne y hueso, sino de tiempo, de fugacidad, cuya metáfora inmediata es el agua”.
     Sé bien que algún día ya no apareceré en la foto de la fuente de San Gregorio, porque el tiempo, ese espacio creciente que rellena los intersticios de nuestros recuerdos, habrá dado cuenta de su incesante devenir, habrá ordenado otras sucesiones, otros ciclos con sus nuevos actores. Solo desearé que ese oráculo íntimo no se extinga en quienes me sucedan, y que alguien, mientras incorpora una nueva instantánea al álbum cambiante de la existencia, tal vez mirando ensimismado el pequeño reguero pueda evocar aquella estrofa borgiana: “Mirar el río hecho de tiempo y agua / y recordar que el tiempo es otro río, / saber que nos perdemos como el río / y que los rostros pasan como el agua”.
   Es una de esas herencias apócrifas no registradas en ninguna notaría que me gustaría transmitir. Porque los elementos que resisten al tiempo, como el agua de la fuente de San Gregorio, el olor fresco del poleo, el eco ignoto de los ruiseñores y el suave roce de los helechos, forzosamente conservan algo de los que por allí pasaron… y posaron. Les deseo un buen verano.

miércoles, 4 de julio de 2018

Borrar el pasado


A la vista de algunos episodios desagradables observados en el prójimo, una nueva práctica comunicativa (mejor diríamos “des-comunicativa”) se está abriendo paso para quedarse: el borrado masivo de tuits de quienes pueden ser designados para un cargo público, como es el caso de ciertos candidatos a presidir RTVE, que han eliminado de sus redes sociales miles de opiniones vertidas en sus respectivas cuentas, por lo que pudiera pasar.    Esto me sugiere reflexiones encontradas. En primer lugar, que actuando de esta forma tienen el convencimiento de haber metido la pata cientos de veces, lo cual constituye un delator argumento que ya los invalidaría para ocupar el puesto en cuestión. El primer requisito para dar a alguien confianza para el futuro sería exigir que ese alguien confíe a su vez en los actos de su propio pasado y no tema que se los recuerden.
     Otra duda –que ya albergaba desde hace tiempo- es si determinados avances tecnológicos aportan realmente más beneficios que perjuicios. Vivimos tiempos en los que nuestras opiniones tienen luz y taquígrafos; vivimos en una sociedad  de tuiteros y fotógrafos donde aquello que hacemos, pensamos o decimos siempre encierra la incómoda posibilidad de una consecuencia diferida. Claro es que esto sucede por una especie de narcisismo comunicativo que nos impulsa a grabar voluntariamente nuestras reflexiones o vivencias para que estén a disposición de un universo de “seguidores” con una imagen con pie de foto, cuando anteriormente solo hacíamos partícipes a un reducido círculo, tal vez unipersonal. Las palabras ya no se las lleva el viento, y la imagen, que vale más que mil palabras, lo mismo.
     Todo esto me sugiere a su vez que nuestras existencias se han hecho más banales, “light” y cándidas, y muchos creen que una vida retratada desaparece escondiendo el álbum de fotos de su pasado. ¡Ah, si uno pudiera  borrar con un clic aquella frase hiriente que generó sufrimiento! O eliminar, como si nunca se hubiera producido, aquel exabrupto que selló una ruptura, aquella mentira con la que conseguimos ventaja dejando a alguien en la estacada, aquel insulto con el que inauguramos una enemistad…O, por el contrario, si pudiéramos ahora, como quien incluye un máster ficticio en su currículum, pronunciar las palabras que en su día callamos que hubieran solucionado un problema, generado confianza, facilitado la convivencia…
  Los que –a nuestro pesar- ya vamos perteneciendo a “generaciones anteriores”, a lo mejor hemos olvidado la primera sonrisa de nuestro hijo, aquel amanecer dorado de la luna de miel, los contornos juveniles de nuestra pareja… Incluso el regusto amargo de nuestros propios errores; nuestra vida no quedó registrada, pero no tenemos tampoco necesidad de borrar nada, porque muchos pensamientos quedaron en el limbo intranscendente de la intimidad y todo lo dijimos a la cara, asumiendo en su  día las consecuencias. Yo no borraría ni una sola de mis  columnas, a pesar de no sentirme satisfecho con todas. Debe ser triste vivir pensando que lo que uno hace, dice o escribe tiene siempre la posibilidad de poderse deshacer, desdecir o borrar dependiendo de las circunstancias. Me adhiero a una existencia de pata negra donde los demás saben bien quién soy, saboreando la inmediatez de mis propias meteduras de pata.