El día menos pensado aparece en el
Museo Nacional de Arte Romano de Mérida la cabeza de Julio César pintada de
rojo, como reivindicación de grupos antirracistas indignados por los injustos
honores que todavía se tributan a exterminadores como César, que en opinión de
algún descendente lejano de Viriato, inventó guerras destructivas en Hispania
contra cántabros, astures y lusitanos, con el exclusivo objeto de obtener
prebendas en Roma. Y tampoco sé qué
pinta todavía en el Museo Nacional de El Cairo una estatua de Alejandro Magno
nada menos que vestido de faraón, si precisamente el genocida macedonio amplió
su imperio a costa de anexionarse Persia, Mesopotamia y Egipto en sangrientas
campañas con absoluto desprecio de los derechos raciales de sus respectivos
pueblos. Mucho está tardando también en Gijón en ser derribada la estatua de
Don Pelayo, al igual que la del Cid en Burgos, símbolos de la ira islamofóbica
por parte de esos nobles militantes antirracistas que consideran
inconstitucional el apellido “Matamoros” por ser contrario al espíritu del
capítulo segundo, artículo catorce, de la Carta Magna. ¿Y qué decir de Isabel I
de Castilla? Es increíble que las estatuas levantadas en su memoria en
numerosas ciudades de nuestro país sigan
todavía intactas teniendo en cuenta que su presencia constituye una
vergüenza para la Historia por tratarse de la primera gobernante antisemita,
precursora de posteriores holocaustos.
En el Louvre pervive
incomprensiblemente una estatua ecuestre de Carlomagno, antecedente y fundador
de las muchas guerras que han asolado a Europa a lo largo de la Historia
generando millones de víctimas. De manera análoga no se explican las estatuas
erigidas en recuerdo de Napoleón Bonaparte, aquel tirano y déspota que
conquistó y mantuvo el poder por la fuerza sumiendo al continente en el caos y
la muerte, ejemplo universal de nepotismo al colocar a sus hermanos como reyes
de territorios conquistados.
Pero de momento las primeras efigies
que han rodado de verdad por el suelo, han sido escondidas o lucen en su rostro
el rojo vengativo del rechazo son las de Colón, Pizarro o Cortés, actuación
incluso aplaudida en nuestro país por quienes consideran que la Declaración de Derechos Humanos de la ONU debería aplicarse con carácter
retroactivo de dos mil años, y siguen echando en falta una suerte de “Ley de
Memoria Histórica Universal” que elimine cualquier símbolo de opresión, desde
Ramsés II y Atila hasta nuestros días.
Por no alargarme demasiado, en
EEUU -donde la memoria de Colón está siendo aniquilada físicamente- la primera
estatua que habría que destruir según sus propios criterios es esa que está en
el puerto de Nueva York; sí, la de la Libertad, en cuyo nombre masacraron a
millones de seres humanos en Corea, Vietnam, Camboya, Irak o Afganistán. Sin
embargo, ahí están también incólumes los venerados iconos de Truman y Kennedy.
¿Nos dejamos
ya de tonterías? Reivindiquemos justicia para George Floyd, censuremos como merece la brutalidad
policial y consigamos en todas partes leyes que lo impidan, pero dejemos en paz
a la Historia y no utilicemos esta muerte para levantar un monumento mundial a
la simpleza y la estupidez.