miércoles, 23 de noviembre de 2022

El crimen de Malladas

 

     No es habitual que un libro me haga reflexionar largamente después de cada capítulo. Pero Luis Roso lo ha conseguido con el que lleva este título. Aquel horrendo suceso acaecido en una finca de Moraleja en 1915 con cinco muertos a hachazos, entre ellos dos niñas menores, permaneció décadas en un olvido tenebroso tras un proceso judicial plagado de irregularidades y mentiras.


     El autor exhibe la valentía de ese “ajuste de cuentas con la verdad”, tan solo dos o tres generaciones transcurridas desde hechos muy sensibles. La misma valentía que el abogado Manuel Telo, que empeñó su vida en una auténtica cruzada en solitario en busca de la Justicia (así, con mayúsculas). En mi opinión, Roso -moralejano de nacimiento-, pese a sus dudas al final de la obra, ha conseguido con este pulcro trabajo de investigación histórica ese buscado ajuste de cuentas con la verdad, y limpiar la memoria de aquellos inocentes condenados para tapar quién sabe qué oscuras tramas, en una época plena de efervescencias sociales, de sucias luchas políticas, de caciquismos y vendettas en los que siempre salían malparados los mismos.

    Cuando uno lee una novela al uso o ve una película que nos cautiva, existe una tendencia a experimentar in situ las sensaciones emanadas de los lugares físicos descritos en el relato, como un intento de introducirnos aún más en la trama. Es el tipo de turismo que va a los lugares de rodaje de “Juego de Tronos”, o a la Barcelona mítica de Ruiz Zafón buscando el “cementerio de los libros olvidados”. Pero después de leer “El crimen de Malladas”, que es una narración real hilvanada con testimonios de personas de carne y hueso, con documentos oficiales de sentencias, prensa de la época o revelaciones epistolares, uno es capaz de pasear junto a la Audiencia Provincial de Cáceres sabiendo los hechos  que tuvieron lugar tras sus muros hace un siglo, imaginando los rostros impotentes de los encausados, creyendo escuchar encendidos discursos o el displicente y forzado veredicto de un jurado; y si ese paseo tiene lugar cerca de la Casa de la Encomienda de Moraleja, creeremos percibir los gritos de las mujeres, el trajín de guardias civiles y la agitación de todo un pueblo al conocer la masacre de Malladas, todavía sin despertar de su gran noche del año, la fiesta de San Buenaventura.
Luis Roso consigue levantar todo ese entorno de emociones reales aplastadas por la losa insufrible del tiempo para descubrir el fino hilo de la verdad y habilitar así la existencia efímera de cinco desdichados condenados doblemente: la prisión y  una vida mancillada por una culpa inexistente.   

  Sin duda una de mis próximas escapadas senderistas me llevará hasta Malladas, donde entre las ruinas de su casa principal aguzaré esos sentidos encubiertos e ignotos de la imaginación que tal vez me permitan percibir los estertores de un crimen espantoso y la huida de unos criminales sin castigo. Roso dice que nunca será el mismo después de escribir este libro. De alguna manera, yo tampoco después de leerlo.

jueves, 17 de noviembre de 2022

Cáceres 2031

 

     Todavía son tímidas las voces que abogan por intentar una nueva candidatura cacereña para la capitalidad cultural europea en 2031, donde habrá una ciudad española con ese título. El varapalo de 2010 caló muy hondo en el ánimo extremeño, y es lógico que existan reticencias a pasar por un trance similar.

   En Psicología Social hay varias concepciones teóricas sobre la correcta gestión del fracaso.  Básicamente, conviene reconocer los fallos y las limitaciones, porque cometer errores y no responsabilizarse de ellos constituye una incapacidad que puede perpetuarse. Se llegó a decir infantilmente: “ellos se lo pierden”. Pero bien mirado, el fracaso es un paso ineludible para el avance en todos los órdenes. Lo dijo Roosevelt: “en la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada”. Han pasado 12 años desde aquel batacazo y hay perspectiva temporal suficiente para no caer en apasionamientos estériles; además, la posición de Cáceres en la actualidad es infinitamente mejor a la que tenía en 2002, cuando se inició la andadura anterior (prácticamente solo teníamos la ciudad antigua y el Womad), pues parte de la transformación urbanística y cultural pretendida ya se hizo con los fondos económicos recibidos, presupuestos públicos o con iniciativa privada: el palacio de congresos (reformando el antiguo auditorio), el parking subterráneo en Clara Campoamor, el museo Helga de Alvear, Escuela de Arte Dramático, reformas importantes como la de la Plaza Mayor y otros espacios, ampliación del Parque del Príncipe, peatonalización progresiva del centro, y esperemos también que la Alta Velocidad dentro de poco. Otras realidades son ser ciudad referencial en tecnología de mínima invasión, e investigación y almacenamiento energético. Los proyectos en marcha completarán esa transformación con el eje verde de la Ribera del Marco y la neocueva de Maltravieso, la reforma integral del Museo de Cáceres, la conclusión de la Ronda Sur-Este, la autovía Cáceres-Badajoz y otros que a buen seguro se acometerán en la presente década. Excluimos la mina de litio, el centro budista y el aeropuerto, por quiméricos.

   El sector de la hostelería creció espectacularmente consiguiendo ser Capital Gastronómica en 2015 (venciendo a otras importantes candidaturas). Hoy Cáceres es un destino gastronómico de primer orden y con una oferta cultural que la posiciona también en el “top ten” nacional. Paralelamente, el turismo experimenta año a año crecimientos estimables en cifras absolutas y pernoctaciones. Y lo de tronos y dragones. A nadie extrañará, pues, que Cáceres vuelva a optar al nombramiento con muchas más garantías.


     Ahora bien, como de los fiascos se aprende, deberemos mejorar lo que entonces flaqueó; hará falta gestión competente de montantes presupuestarios suficientes, apropiados y equilibrados, presentar una oferta cultural rompedora, con objetivos concretos pero creíble para cualquier jurado, tener un ente regional con personal directivo cualificado, unas estrategias de comunicación avanzadas,  selección de técnicos y consultoras externas con amplia experiencia en estos eventos, patronos y padrinos de garantía, un vídeo promocional un poquito mejor… Muchas cosas ¿eh? Pues claro, al Mundial también se acude con la mejor selección posible. En la anterior ocasión nos lo creímos: eso ya sabemos hacerlo; ahora habría que luchar también contra el descreimiento inherente a aquel fracaso.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Las monjas y la Sala de los Reyes

 

        El convento de San Pablo, en la ciudad monumental de Cáceres, es muy conocido. En un pequeño zaguán existe un torno giratorio de antigua y oscura madera por donde las monjas clarisas despachan unas magdalenas, yemas y tocinitos de cielo que quitan el hipo. El destino quiso que, hace más de medio siglo, aquellas monjitas fueran mis vecinas, pues habitábamos a la sazón la contigua Casa de las Veletas (Museo Provincial), edificada en el lugar donde se levantó el alcázar árabe en el siglo XII, sobre un aljibe almorávide.  Entonces la clausura de las clarisas era rigurosa y extrema, y jamás abandonaban el convento.


Desde un balcón de nuestra vivienda se contemplaba el trajín de las monjas cultivando la huerta. Recuerdo que corrían despavoridas a esconderse cuando advertían nuestra presencia, unos rapazuelos de seis años profanadores a distancia de su estricta clausura.

   Junto a la huerta había un estrecho corral de altísimas paredes de tapial donde gruñían los cerdos, a los que se podía ver (y oler), y a los que arrojábamos patatas desde nuestra elevada atalaya; también recuerdo los estridentes y prolongados guarridos que emitían cuando les daban muerte, de seguro por parte de la hermana más fornida ante la prohibida presencia de matarife alguno.


     En 1942 se realizaron unas obras en el jardín del Museo, quedando al descubierto parte de un pasadizo subterráneo que Miguel Ángel Ortí Belmonte (director entonces del Museo) identificó como la legendaria “Galería de la Victoria” por donde penetraron las huestes de Alfonso IX en 1229 para tomar la fortaleza almohade. Testimonios de ancianos recogidos por Ortí en aquella época nos hablan de que en el mismo centro del jardín de las Veletas existía una habitación subterránea llamada Sala de los Reyes, a la que algún antepasado había bajado varias veces. Son pruebas orales antiguas que hicieron aventurar a este autor la localización de la misteriosa ermita de la Magdalena, de la orden de Alcántara, construida en el siglo XIII, y que otros investigadores sitúan bajo la huerta del convento de San Pablo, muy próxima al jardín del Museo. Yo conocí en mi niñez el acceso a aquella galería, un profundo pozo con escombros que en su día constituyeron una escalera de caracol, desde donde se vislumbraba ya el tenebroso pasadizo que parecía conducir al exterior de la muralla.


Benito Boxoyo, en el siglo XVIII decía, refiriéndose a otra desaparecida ermita (San Marcos) junto a la torre de los Pozos: “debajo de esta capilla principia una mina que, continuando bajo la muralla, sigue hasta cerca de la Casa de los Aljibes (o de las Veletas) …”

   Rememorar aquellas vivencias es como sacudir el adormecido árbol de una lejana niñez para obtener frutos de sabor olvidado, llenándome de un extraño gozo el haber correteado por aquellos andurriales empapados de historia y leyenda, que me permitieron, además, asomarme a los estertores de una época fenecida, la de aquellas monjitas de San Pablo que corrían y que ahora reposan allí mismo, en el cementerio del convento, tal vez junto a la Sala de los Reyes.