miércoles, 21 de septiembre de 2022

Correos

  No, no voy a hablar mal de este servicio. Todo lo contrario. Cuando éramos pequeños Correos era la boca del león donde dejábamos caer la carta para los abuelos del pueblo, como quien deposita un mensaje en una botella que arroja al mar. Era un misterio lo que había más allá de aquellas fauces de bronce, pues no dejaba de ser mágico que al día siguiente esa carta estuviera en su destino, sabiendo que para ello era preciso atravesar lejanas e infames carreteras.


Correos era aquel cartero entrado en años con uniforme gris y gorra de plato, de andares ladeados por los muchos años de trajín con el insufrible peso de su valija de cuero curtida por la intemperie. Correos era ese enigmático lugar cuya ubicación se señalaba con flechas sobre fondo amarillo en todos los pueblos, como el final de un misterioso itinerario.

   Quién me iba a decir que, andando el tiempo, me sería dado por unos años acceder a las tripas de aquel enigma para desvelar sus más ignotos secretos. Las oposiciones a Correos me permitieron aprender de memoria todas las estafetas postales de España, que todavía no he olvidado.


Correos ahora eran listas interminables de localidades, líneas de ferrocarril con todas sus estaciones, y una geografía universal que daba muchas vueltas a la aprendida con alfileres en el colegio. Correos era una amplia legislación nacional e internacional con organismos como la Unión Postal Universal, era un potente servicio público estratégico que gozaba de la protección de los estados.

   Y ya como flamante funcionario del Ministerio de la Gobernación accedí ¡por fin! al desempeño oculto que permitía que mis abuelos recibieran las misivas, pues mi primer trabajo consistía en clasificar por destinos 11.000 cartas durante siete horas de pie ante los casilleros, como quien desarrolla con paciencia un eterno solitario que jamás sale. Correos entonces ya era el ruidoso trajín de camiones, de las vespas de los carteros, de los trenes postales. Correos eran ingentes montañas de sacas de lona con la bandera nacional repletas de cartas y paquetes.


Correos era también la acompasada sinfonía percusiva de los golpes de los matasellos en el patio de operaciones, que reunía cuadrangularmente los negociados con olor a tinta de certificados, de giros, de valores o de la Caja Postal. Como responsable de una expedición ambulante por carretera, disponía de un documento llamado “Vaya”, donde expresamente el gobierno nacional ordenaba a todas las autoridades facilitar los medios y eliminar las posibles dificultades al sagrado tránsito de la correspondencia, y con este salvoconducto y una patrulla de la Guardia Civil detrás del furgón me sentía a mis 23 años como un Miguel Strogoff cruzando las estepas.

   Posiblemente trabajar sábados y domingos ya chirriaba con los crecientes logros sindicales, pero ningún envío se quedaba sin entregar y los destinos dudosos se voceaban buscando siempre la respuesta del más experto funcionario en Sala de Dirección  o en Cartería.
Me pregunto cuánto de aquel ancestral espíritu de servicio permanece todavía detrás de la actual y semiprivada cornamusa de perfiles digitales, de pantallas y tablets, de empleados eventuales y códigos de seguimiento.

 

miércoles, 7 de septiembre de 2022

El último Robinson

     Recuerdo con esa nostalgia placentera que solo es capaz de evocar la lejana pubertad, una de mis primeras lecturas de verano: Robinson Crusoe, donde Daniel Defoe  debió tocar una fibra muy sensible en mis fantasías preadolescentes, pues en las  salidas familiares al campo los fines de semana (aquellas de “Seiscientos” y tortilla de patatas), a menudo emulaba al náufrago con largas marchas en solitario, bebiendo de los arroyos y oteando el horizonte desde las lomas perfumadas de jaras y tomillo, fingiendo ser el único habitante de un extenso territorio. Las mismas sensaciones eremitas experimenté en las actividades de aire libre campamentales, aprendiendo a hacer chozas y sombrajos, o siguiendo “pistas de rastreo”, enseñanzas que me serían muy útiles -pensaba- para futuros retiros robinsonianos. Aquel lejano ensueño aventurero de la niñez ha debido permanecer latente en algún recóndito surco de mi corteza cerebral, pues durante mi estancia en el ejército me apunté voluntario a alguna penosa marcha bajo una espesa lluvia nocturna que dejaba entrever los escarpes rifeños de la frontera con Marruecos a la tenue luz de una luna mojada. Incluso en la actualidad, ya cumplidas las etapas de la primera y casi la segunda edad, en mis marchas senderistas gozo perdiéndome en las crestas de Gredos, o en los frondosos valles de las Villuercas cuando la sinuosidad del trayecto estira la fila hasta dejarte solo muchos trechos.


     Con estas premisas vivenciales he leído con avidez las noticias aparecidas recientemente sobre la muerte del “indio del agujero”, el último hombre que vivía aisladamente en la región amazónica brasileña de Tanaru. Este indígena, del que se desconocía su nombre y el idioma que hablaba, fue “descubierto” en 1996, tras una matanza de indios y era el único superviviente de una tribu masacrada por mineros ilegales y colonos brasileños, exterminio que se inició en la década de 1970 para roturar la selva y convertirla en campos de cultivo o pastos para ganado. El mismo genocidio sufrieron los cercanos pueblos Akuntsu y Kanoê. No sé si recuerdan una película-documental (género mondo) de los años setenta  titulada “Hombres salvajes, bestias salvajes”, donde se filman explícitamente estas ignominiosas cacerías de indígenas. El hombre del agujero sobrevivió 26 años en soledad, casi los mismos que Robinson en su isla del Orinoco, pero en otra isla constituida por una selva postiza de unos 80 Km2 (como el término de un pequeño municipio extremeño), rodeada de terrenos deforestados para plantaciones y explotaciones ganaderas. Era monitoreado igual que un solitario lince en peligro de extinción y su cadáver apareció hace unos días cubierto con plumas de guacamayo bajo las que él mismo se cobijaría al percibir la proximidad acechante de la muerte.


  Este indio no provenía de ningún naufragio, como el héroe de Defoe, sino que era superviviente de un genocidio perpetrado por hombres comparables a los caníbales de la novela. Y su triste vida fue una anacrónica realidad que envilece al siglo XXI. Sirva esta columna como el modesto homenaje de un Robinson frustrado a la existencia anónima y sombría del indio del agujero.