Antaño, en estas etapas iniciales de la
primavera ya era frecuente que los “canarios” festonearan con su vuelo saltarín
los ejidos de los pueblos, compitiendo
con “limoneras” y “almirantes” en la invariable explosión cromática que
completaban en el suelo paniquesitos,
margaritas y amapolas. Pero ahora
me asomo a unos prados huérfanos de su planear jubiloso, como si un perverso invierno cálido pretendiera colonizar también las hojas limítrofes del calendario. ¿A dónde
fueron las mariposas?Mariposa arlequín (Zerinthia rumina)
Siempre
se ha dicho que la abundancia de mariposas es un fiel indicador de la buena
salud ecológica de un territorio. Según estudios y censos llevados a cabo por
los científicos, el 70% de poblaciones
de lepidópteros se ha reducido significativamente en los últimos 30 años, caso
parecido al de otros insectos como las abejas, responsables de la polinización
de la inmensa mayoría de plantas necesarias
para la alimentación de la humanidad (de ahí los reiterados toques de atención
del Banco Mundial). Pero no hace falta remitirnos a investigaciones científicas
ni a avisos de organismos internacionales para darnos cuenta de esta regresión
drástica en las poblaciones de insectos: cuando salimos al campo es difícil ver
un saltamontes, de aquellos que escapaban por centenares a nuestro paso como inquietas
gotas de rocío. Lo vemos incluso en nuestro parabrisas limpio tras un largo
viaje en coche.Captura de mariposas. El Barco de Ávila 1967
En el
caso de las mariposas, que llenaron de gozo algunos veranos de mi niñez por la
dedicación paterna a su estudio, se apuntan varias causas, lamentablemente de
carácter irreversible. Se han observado migraciones sin retorno hacia el norte de Europa debido al
calentamiento global, fenómeno habitual en la historia de la Tierra, como ocurrió
con la desaparición en nuestras latitudes de cientos de especies por las
alteraciones climáticas derivadas de las glaciaciones. Pero esas variaciones en
el clima ahora son causadas por el hombre. También la creciente deforestación, los
monocultivos, los incendios y la explotación agrícola intensiva diezman la
población de mariposas al desaparecer hábitats y plantas nutricias. Si a ello
añadimos el empleo indiscriminado de pesticidas y herbicidas completamos ese
cóctel mortífero imposible de eludir.Mariposas. Dibujo de Carlos Callejo, 1970
En
estos tiempos de pandemia, cuya realidad ha superado por desventura a
imaginarios cinematográficos, es inquietante la deriva hacia una distopía donde
la ausencia de mariposas es otro grave síntoma de una vida natural cada vez más
enferma. Hay quien piensa que las posturas testimoniales no son efectivas para
modificar comportamientos, pero yo, mientras pueda, me alejaré de chimeneas
humeantes, de concentraciones inadmisibles de CO2, de
florestas destruidas por las minas a cielo abierto, de bosques talados y
superficies envenenadas.
Sí, me apartaré de ese desarrollo insostenible que a algunos
solo parece un mal menor, para refugiarme con las mariposas en los confines de la
Extremadura verde de regatos y cascadas donde habitan las “amazonas” y la
“ninfa de los arroyos”, disputando a las libélulas la aromática hierba
ribereña; subiré a las encrespadas lomas donde aún viven los “podalirios” como altivos
guardianes alados de la vida, me adentraré en los bosques umbríos, dominio de
los misteriosos satírdos, y caminaré por las sendas soleadas de las cordilleras
ajustando mi paso al vuelo tímido de piéridos y “gitanillas”, saludando también
con alborozo a todas las melanargias y meliteas recién eclosionadas, un año más, de
la crisálida dormida de mi niñez.