miércoles, 10 de marzo de 2021

El Echevarría


    Así llamábamos  habitualmente a Fray Luis María Echevarría Elorza, cuyo fallecimiento en Cabra (Córdoba) a los 80 años he conocido con mucho retraso.  También respondía al nombre abreviado de "Cheva", pero entre el cruel alumnado,  “el Chiva” fue el apodo que encontró acomodo entre el resto de variedades faunísticas que constituyeron el claustro de aquel vetusto Colegio San Antonio de Padua  cacereño de la calle Margallo, como una taxonomía de Linneo aplicada a una reserva de especies en peligro de extinción, pues allí también habitaba “el Cabra”, “el Topo”, “el Rana” o “el Pájaro”, ya todos ellos igualmente desaparecidos.

Fray Luis Echevarría en 2000


   El Echevarría cambió a los  14 años la azada en su valle natal de Aramayona, junto al caserío alavés de Arraga, por el hábito franciscano que empezó a vestir en el convento extremeño de Fuente del Maestre; fue sin embargo una metamorfosis parcial que  no logró esconder sus fornidas manos de aizcolari. Por consiguiente, aquellas bofetadas eran rotundas, envolventes y definitivas, penitencia y liberación a un tiempo, porque no sabía uno por dónde aparecerían, caso muy distinto a los reglazos en la mano de Fray Tomás “el Pastelero”, largamente esperados con la desolada inquietud de un condenado, cuando escuchábamos el repiqueteo de su arma mortífera que hacía sonar por las paredes de  los pasillos a medida que se acercaba.

Colegio San Antonio de Padua. Cáceres 1975
   Pero con todo, el Echevarría (bestia negra de los alumnos internos), dentro de la simpleza propia de quien no desarrolló estudios eclesiásticos, fue tremendamente apreciado y querido por varias generaciones de estudiantes por su nobleza. Las  galletas y los sopapos no pertenecían a un repertorio intrínseco y personal de maldad, sino que  eran parte del guión de una época que discurría aún por las  inercias rancias de la enseñanza religiosa tradicional –la letra con sangre entra-,  ajena a las pedagogías innovadoras de María Montessori y lejos de las teorías sobre el aprendizaje de Jean Piaget, verdadera ciencia-ficción educativa entonces. El Echevarría, en el fondo, fue un verdadero colega con el que se podía jugar a las cartas en las excursiones y con quien reíamos las bromas que gastaba a los  frailes por los recovecos del convento de Santo Domingo.

       Promocionó la pelota vasca tanto entre los demás frailes como entre los alumnos, que nos rifábamos  el frontón del colegio en aquellos memorables recreos de los que salíamos con las manos hinchadas, inválidas para coger después el bolígrafo.
         Las canchas de baloncesto, junto al padre Felipe, conocieron también su chapela y  discurso de voces monosilábicas vascas con su peculiar timbre  que recordarán de por vida cientos de jóvenes, ya adultos, que engrandecieron con su ayuda este deporte en Cáceres.

Luis Echevarría en 2020
   No muchos años después de nuestra marcha del colegio para iniciar el arduo vuelo de la vida, se le podía sacar con naturalidad de su celda de La Rábida (decorada con una monumental ikurriña) para ir a tomar vinos a Palos de la Frontera y recordar viejos tiempos. La última vez que lo vi fue hace veinte años con motivo de las bodas de plata de nuestra promoción de COU (a la que corresponde la primera de las imágenes), de cuyo comité organizador formé parte. Pocas cosas estuvieron entonces tan claras: “hay que traer al Echevarría”, cosa que conseguimos finalmente haciéndole volar desde Canarias.

Esa sensación de indulgencia constructiva hacia alguien que en ocasiones fue enemigo la  volví a experimentar cuando un sargento de Regulares   me recibió con una patada en el trasero, pero me despidió un año después con un abrazo el día que me dieron la blanca.
El Echevarría representa  esa contradictoria estirpe de quienes, a pesar de una rudeza a veces dolorosa para el cuerpo, son sin embargo incapaces de hacer daño en el alma.

 

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