miércoles, 28 de julio de 2021

Alineaciones encomiables

 

 

    Quienes ya tengan una edad seguirán recordando de carrerilla la alineación de su equipo favorito cuando coleccionábamos cromos de jugadores. Incluso los que no sean muy aficionados al fútbol, seguro que se acordarán, por ejemplo, de aquella delantera madridista en las copas de Europa de los  sesenta: Amancio, Bueno,  Groso, Puskas y Serena. Más moderna, pero no menos famosa fue la “quinta del buitre”: Pardeza, Sanchís, Míchel, Martín Vázquez y Butragueño. Equilibrando el asunto, también citaré aquel legendario elenco de centrocampistas del F.C. Barcelona a mediados de los años setenta: Costas, Cruyff, Neeskens, Rexach y Rifé. Para terminar, me permitirán rememorar igualmente a los “cinco delfines” de mi R.C.D. Español (con ñ): Amas, Marcial, Re, Rodilla y José María. Y también a los “siete magníficos” del Cacereño, supervivientes a la expulsión en un mítico derby contra el Badajoz en 1964: Palma, Moscoso, Cantalapiedra, Mandés, Monasterio, Valero y Tate.


   Pero no es precisamente al fútbol a lo que me quería referir hoy, sino a otras  alineaciones de encomiables benefactores que, curiosidades de la vida,  no escapan de la crítica más rebuscada y oportunista. Por ejemplo: Amancio (Ortega), Bill Gates, José Andrés, Sting y Lady Gaga. Hay muchos más quintetos altruistas: Bon Jovi, Michael Phelps, Shakira, Roger Federer y Leonardo Di Caprio. Etcétera.  La gente no suele llevar muy bien que algunos prójimos sean tremendamente ricos, seguramente por aquello de la desigualdad, y suelen ver –con argumentos simplistas y dirigidos tendenciosamente por “influencers” pseudopolíticos- meras campañas de marketing en el hecho de que esos personajes dediquen importantes montantes económicos a fortalecer la sanidad pública, luchar contra la pobreza, defender el medio ambiente, proporcionar comida al que no la tiene o, en fin, potenciar la educación de los niños en regiones deprimidas. El altruismo ha existido siempre, siendo considerado por los teóricos de estudios psicosociales como una característica innata en los seres humanos que, evolutivamente hablando, proporciona grandes beneficios a la supervivencia y bienestar de los grupos. Criticar el altruismo, por tanto, es ir contra natura de forma mostrenca. Lo que tenemos más cerca son las donaciones millonarias del fundador de Inditex a la lucha contra el cáncer, que son consideradas por determinados estamentos de la izquierda como una “caridad”  de limosnas incompatible con la justicia social, además de esgrimir torticeramente que las donaciones “desgravan”; cierto es, también desgravan los veinte euros a la Cruz Roja que donamos los demás para lavar de forma tan barata nuestra conciencia.


A mí particularmente no me preocupa que Bill Gates se beneficie fiscalmente de su Fundación, si miles de seres humanos van a ser socorridos con sus donaciones milmillonarias. Ni que Jeff Bezos, el creador de Amazon, se gaste dinero en ir al espacio si también dona 100 millones de dólares para que nuestro chef José Andrés prosiga con su filantrópica misión humanitaria. Frente a ellos situaría a infinidad de otras alineaciones nefastas de “famosos” que solo son noticia por evadir impuestos en paraísos fiscales, sin que se les conozcan razones benéficas.    

miércoles, 21 de julio de 2021

Una tienda en mi jardín

Ya casi había olvidado aquellos legendarios overbooking familiares que conocimos en nuestra infancia de “baby boomers”, generación maldita ahora en el punto de mira del Pacto de Toledo, como aquejados de un pecado original dañino para las pensiones futuras. Entonces la familia nuclear se dejaba influenciar todavía por otros componentes como los tíos y los abuelos que, aunque no fueran habituales convivientes, mantenían su peso y cuota de autoridad.

   Desperté, y la tienda estaba allí, como diría Augusto Monterroso. Una tienda de campaña en mitad del jardín me ha hecho recordar añejas vivencias de dormidas en camas compartidas, de cunas de viaje plegables y colchonetas en el salón, de bacas de seiscientos abarrotadas, de turnos para el baño (o salidas presurosas a la cuadra), de comidas de niños en mesa aparte, de siestas en una manta sobre lanchas de pizarra, de uniformes diarios a base de camiseta de tirantes, de aroma  a gazpacho de poleo y sonido de fondo repetitivo de batir huevos para la tortilla de patatas.


    Pero tanto los inamovibles designios de la biología como el descenso de la natalidad y la emancipación de los jóvenes fueron borrando paulatinamente y espaciando aquellos multitudinarios encuentros, que ya solo encontraban sitio en las mesas de un restaurante tras la  boda, bautizo o comunión de turno, como sucedáneo descafeinado de antiguas aventuras gregarias. Y las casas fueron cerrando habitaciones por falta de moradores en una verdadera despoblación doméstica que muchas veces termina ya en triste presencia unipersonal, como esa solitaria hoja que viste la acacia otoñal para exteriorizar todavía una brizna de vida mortecina.


En muchas casas ya cerradas permanecen suspendidos en los intersticios del olvido, como una psicofonía latente, llantos de infantes, olor a guisos, trajín de subir y bajar escaleras, voces al unísono, casi multitudinarias. La existencia es un auténtico pis pas,  es un tránsito fugaz donde se pasa de ejercer de gozosos y traviesos visitantes, a sufridos y añosos anfitriones casi sin solución de continuidad. Esa tienda de campaña que luce ahora el jardín como un faro perdido entre las brumas del tiempo, es ya de las escasas oportunidades que podemos encontrar para saborear fenecidas algarabías  domésticas, cuando uno era solamente nieto. Decía Anne Lamott que un nieto es una piedra preciosa montada en un anillo viejo. Mi todavía reciente condición de anillo viejo es una perspectiva nueva, tal vez la última que la vida nos depara, para interacciones no siempre placenteras, como las derivadas del diferente enfoque en la educación, que puede conducir a fricciones olvidadas con los hijos. El psicoanalista Erik Erikson, el  teórico del ciclo vital, mantenía que cada uno de nuestros ciclos en la vida procede de un conflicto que debemos superar y aprender de él si queremos seguir avanzando social y psicológicamente. En ello estamos. Todo esto pienso muy de mañana, mientras contemplo incrédulo una tienda en mi jardín.

 

miércoles, 14 de julio de 2021

El fin de los interinos

El acuerdo alcanzado entre gobierno y sindicatos para la estabilización de  miles de interinos en las Administraciones Públicas tiene  una casuística amplia, inabordable en este breve espacio. Como funcionario de carrera (en excedencia), trataré de señalar solo algunas claves que evidencian que no  todos saldrán beneficiados.


     Por un lado, existen esferas administrativas donde pasan muchos años sin convocarse pruebas selectivas, siendo la  interinidad  la forma de provisión habitual. Aquí está  indicada la innovación legislativa promovida por Miquel Iceta de dar oportunidad de obtener plaza fija mediante unas oposiciones a quienes ya están en el desempeño, ponderando adecuadamente su experiencia. Pero, claro,  hay que estudiar.  Para otros cuerpos  de la Administración no sucede así: a pesar de convocarse oposiciones periódicamente, existe un contingente importante de interinos  que ponen poco empeño, sabedores de que siempre habrá eventuales y  ocuparán los primeros puestos en las bolsas. Algunos de estos “interinos profesionales”, agrupados en  plataformas, exigen la “fijeza” sin concurrencia pública, infringiendo ese principio legal. Ahora deberán acudir a un examen por mucho que se dulcifique su nota con la experiencia.

     Aunque esta medida solucionará la inestabilidad laboral de muchos empleados públicos, también creará importantes agravios en otros colectivos. Los opositores  sin experiencia previa, que se tiran diez horas diarias de estudio durante meses, verán muy difícil la obtención de una plaza ante quienes ya van con un 40% de la nota final en los concursos en base al tiempo acumulado en su interinidad. Quizás  sería bueno que hubiera un turno libre y otro restringido, con plazas para todos. Y, también, los funcionarios de carrera que gracias a su tesón lograron plaza en una oposición libre, se verán adelantados –tal vez- y postergados en los escalafones por muchos de quienes no se esforzaron tanto en el pasado pero ya computan  tiempo de servicio previo, y esto tiene incidencia capital en baremos de promoción interna, concursos de traslados, etc. Lo que es justo para unos, será visto como perjuicio para otros.

   Este proceso, que se lanza como algo  innovador, no lo es en absoluto. En mis tiempos de funcionario en activo ya se dieron algunas oposiciones  rozando la ilegalidad  solo para interinos (es decir, con tantas vacantes como aspirantes, y no con la proporción de una plaza por cada 60 opositores, como fue mi caso). Creo que aquellos procesos selectivos, sin ser idénticos, inspiran en parte este nuevo Decreto. Los interinos, por norma general, obtendrían ahora su plaza, pues dudo que la Administración engorde su déficit indemnizando económicamente a quien no apruebe, como contempla el Decreto. El mayor problema es que muchos eventuales, por edad y circunstancias familiares no podrán implicarse como quisieran en una preparación de garantías.

   Se busca un equilibrio, pero es inestable, donde no todos ganan y resulta difícil preservar en todo caso los  principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Valorar la experiencia en un concurso-oposición es justo, pero en ocasiones la  competencia no  es algo que emerja de un ensalmo por el mero discurrir del tiempo, ni en la empresa privada ni en la pública. La formación y el esfuerzo nunca se deben soslayar.

 

miércoles, 7 de julio de 2021

Jóvenes ¿culpables?

     Los datos epidemiológicos de los  últimos  días en cuanto a tasas de contagio e incidencia acumulada de la pandemia, arrojan cifras descontroladas que hasta cuadruplican las tendencias que se registraban hace tan solo un par de semanas y que nos encaminaban con optimismo hacia registros de nueva normalidad en buena parte del territorio.  Pero ahora estamos inmersos en una auténtica quinta ola del coronavirus protagonizada en un altísimo porcentaje en la población entre 15 y 30 años.

   Y, claro, irrumpen los analistas y tertulianos de turno para considerar diversas razones que expliquen este fenómeno, con su cohorte de responsabilidades y culpas. Desde algunos medios próximos ideológicamente a la oposición, la culpa es del gobierno, como no podía ser de otra manera: que si se están incumpliendo las previsiones de vacunación para alcanzar la inmunidad de rebaño (aunque se pongan más de setecientas mil dosis diarias), que si el estado de alarma debería haber continuado… Otros, enarbolando esa estúpida asepsia que no conduce a nada, utilizan  eufemismos manidos con objeto de diluir responsabilidades sin señalar a nadie: son los abanderados de culpar a “la sociedad” de todos los males, una especie de cajón de sastre donde tienen cabida desde la hostelería hasta la “fatiga pandémica” de la población, pasando por la mayor tasa de contagio de la variante delta.

   Y, finalmente, están los proscritos con mala  prensa que señalan la actitud de los  jóvenes a la hora de divertirse, a su falta de responsabilidad como la base fundamental de esta espectacular escalada de incidencia. Parece como si focalizar el objetivo en el comportamiento juvenil constituyera una herejía imperdonable. Sí, proscritos porque a pesar de manejar la objetividad y la obviedad como principal argumento, son tachados de “criminalizar” a la juventud. Reconozco que aquí el mayor peligro es generalizar.


Efectivamente, no todos los jóvenes en ese tramo de edad se comportan irresponsablemente, pero  sí un porcentaje estimable, yo diría que superior a los cumplidores. Existe una tendencia proteccionista en exceso hacia nuestros hijos que perdura incluso cuando ya no son tan niños y tienen autonomía, formación e información suficiente sobre lo que se puede  -se debe- y no se puede hacer. Son esos padres y madres de niñatos hedonistas con tarjeta de crédito que acusan de “secuestrar” a sus hijos por el hecho de confinarlos en un hotel-burbuja, posiblemente los mismos hijos e hijas que suben botellas de alcohol a sus habitaciones con una sábana anudada. Los partidarios de culpar a “la sociedad” dirán que los hemos acostumbrado a relacionarse de esa manera gregaria y desbocada, que se les ha privado en el confinamiento de sus ímpetus naturales… No, señores. En una situación de emergencia, el civismo siempre debe ir por delante de los ímpetus, en jóvenes o en viejos. En Alemania no existe límite de velocidad en muchos tramos viales, y no por ello se circula a 180. Seamos realistas, muchas veces se nos ha tachado a los adultos de haber fallado a los jóvenes, seguramente con razón. Ahora ellos nos están fallando a nosotros.

 

Ceuta

 

Los episodios recientes acaecidos  en la ciudad autónoma han traído a mi memoria vivencias añejas, de esas que ya se traslucen con vaguedad tras el velo tupido de las décadas. Hacía tres años de la Marcha Verde al Sahara, y Marruecos no cejaba en sus reivindicaciones territoriales sobre Ceuta y Melilla. La relación con nuestro vecino del sur siempre ha sido una amistad ficticia bajo la que existe realmente un subsuelo de hostilidad que no siempre logra tapar la diplomacia.



   Por eso contemplábamos con inquietud, desde el ferry que cruzaba el Estrecho, la silueta de la “Mujer Muerta” (en árabe, Yebel Musa) en la marroquí Sierra del Rif mientras nos aproximábamos a Ceuta cantando con falsa alegría aquello de “adiós padre, adiós madre / adiós hermanos también / me voy pa tierra africana / no sé cuándo volveré.” Nos esperaba allí una incierta permanencia de más de un año. La Policía Militar, con pocos miramientos, nos formó en el puerto, acojonándonos con unos taconazos increíbles al dar las novedades, para lo cual elevaban la pierna derecha en ángulo recto. En fila de a dos nos condujeron, petate en ristre, por la ascendente Avenida de África divisando la elevación del Monte Hacho que, en aquella época, todavía albergaba el antiguo penal militar. Los viandantes, muchos con fez y chilaba, nos miraban con indiferencia. Ya caía la tarde cuando entramos en el barrio del Hadú. Allí existía un abigarrado conglomerado de estrechas callejuelas repletas de cabarets y tugurios de inconfesable finalidad por donde pululaban, entre subido olor a sándalo, huéspedes de los diferentes cuarteles próximos: el Tábor de Regulares de Ceuta nº 3, mi destino, los legionarios del Tercio Duque de Alba, los “pistolos” del Regimiento de Artillería  y nuestros hermanos, los Regulares de Tetuán nº 1; todos apuraban sus últimos cubatas y algún que otro canuto antes de marchar a retreta. Al entrar en el acuartelamiento “González Tablas”, los veteranos nos hicieron pasillo de honor tupiéndonos de almohadazos y cariñosas frases como “me huele a carne humana” o “vais a  morir, chinches”.

   La playa del Tarajal, dramático escenario de los migrantes ahogados en 2014, era un destartalado confín junto a las alambradas donde no nos podíamos bañar. Tampoco en las playas de Calamocarro o Benítez, reservadas entonces para oficiales; había que coger un taxi –aquellos vetustos Mercedes de los 60-  hasta el pequeño poblado fronterizo de Benzú, donde existía un cafetín que servía té con hierbabuena para resucitar a un muerto; allí tomábamos también el sol, con el resto de la tropa y la morisma. Llegué a conocer como la palma de la mano aquellos 18 km² de España, pateando sus calles en las horas de paseo (sobre todo la Calle Real) y pegando barrigazos en los campos de maniobras del Renegado y monte de la Tortuga entre  tableteos de cetme y estruendos de pepinos de mortero, o patrullando en duras marchas nocturnas por las intrincadas pistas fronterizas.

   No he vuelto a Ceuta, creo que ha cambiado mucho. Pienso hacerlo “cuando todo esto pase”, aunque ya no sea para pasar la temida pista americana o comer de rancho con los “lejías” cuando  subíamos a García Aldave a presenciar el sábado legionario.