miércoles, 21 de julio de 2021

Una tienda en mi jardín

Ya casi había olvidado aquellos legendarios overbooking familiares que conocimos en nuestra infancia de “baby boomers”, generación maldita ahora en el punto de mira del Pacto de Toledo, como aquejados de un pecado original dañino para las pensiones futuras. Entonces la familia nuclear se dejaba influenciar todavía por otros componentes como los tíos y los abuelos que, aunque no fueran habituales convivientes, mantenían su peso y cuota de autoridad.

   Desperté, y la tienda estaba allí, como diría Augusto Monterroso. Una tienda de campaña en mitad del jardín me ha hecho recordar añejas vivencias de dormidas en camas compartidas, de cunas de viaje plegables y colchonetas en el salón, de bacas de seiscientos abarrotadas, de turnos para el baño (o salidas presurosas a la cuadra), de comidas de niños en mesa aparte, de siestas en una manta sobre lanchas de pizarra, de uniformes diarios a base de camiseta de tirantes, de aroma  a gazpacho de poleo y sonido de fondo repetitivo de batir huevos para la tortilla de patatas.


    Pero tanto los inamovibles designios de la biología como el descenso de la natalidad y la emancipación de los jóvenes fueron borrando paulatinamente y espaciando aquellos multitudinarios encuentros, que ya solo encontraban sitio en las mesas de un restaurante tras la  boda, bautizo o comunión de turno, como sucedáneo descafeinado de antiguas aventuras gregarias. Y las casas fueron cerrando habitaciones por falta de moradores en una verdadera despoblación doméstica que muchas veces termina ya en triste presencia unipersonal, como esa solitaria hoja que viste la acacia otoñal para exteriorizar todavía una brizna de vida mortecina.


En muchas casas ya cerradas permanecen suspendidos en los intersticios del olvido, como una psicofonía latente, llantos de infantes, olor a guisos, trajín de subir y bajar escaleras, voces al unísono, casi multitudinarias. La existencia es un auténtico pis pas,  es un tránsito fugaz donde se pasa de ejercer de gozosos y traviesos visitantes, a sufridos y añosos anfitriones casi sin solución de continuidad. Esa tienda de campaña que luce ahora el jardín como un faro perdido entre las brumas del tiempo, es ya de las escasas oportunidades que podemos encontrar para saborear fenecidas algarabías  domésticas, cuando uno era solamente nieto. Decía Anne Lamott que un nieto es una piedra preciosa montada en un anillo viejo. Mi todavía reciente condición de anillo viejo es una perspectiva nueva, tal vez la última que la vida nos depara, para interacciones no siempre placenteras, como las derivadas del diferente enfoque en la educación, que puede conducir a fricciones olvidadas con los hijos. El psicoanalista Erik Erikson, el  teórico del ciclo vital, mantenía que cada uno de nuestros ciclos en la vida procede de un conflicto que debemos superar y aprender de él si queremos seguir avanzando social y psicológicamente. En ello estamos. Todo esto pienso muy de mañana, mientras contemplo incrédulo una tienda en mi jardín.

 

No hay comentarios :

Publicar un comentario